Escribo esto un 17 de octubre, día conocido tradicionalmente en la Argentina como San Perón o como Día de la Lealtad, porque conmemora el 17 de octubre de 1945, cuando una gran movilización obrera y sindical, capitaneada por Eva Duarte ("Evita capitana") demandó la liberación del coronel Juan Domingo Perón, entonces a cargo de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, fundando las bases de ese enigma político, el peronismo. La historia posterior es conocida (incluso demasiado).
Y ésta es la primera vez (en democracia) que el peronismo no se juntará para celebrar el Día de la Lealtad, dado que sus principales representantes son candidatos en las futuras elecciones (como oficialismo o como oposición) y rige ya la veda electoral. Además, son tantas las facciones en que el movimiento se ha dividido, que sería difícil aunar muchedumbres sin estrépito.
La Presidencia de la Nación dio orden a los sectores vinculados con el "kirchnerismo" para que se abstuvieran de participar de cualquier acto conmemorativo. El gobernador de la poderosa provincia de Buenos Aires (candidato a la reelección) suspendió el acto que él mismo había programado. Lo mismo se vieron forzados a hacer los intendentes del cono urbano.
En su columna de hoy en el diario Página/12, Eduardo Aliverti se refiere a "este clima electoral manso, anodino, del que apenas hay registro por unos spots de campaña espantosos". No se equivoca Aliverti. Yo mismo acabo de volver de un viaje largo de trabajo y, contra toda prevención, me encuentro con una ciudad tranquila y hasta indiferente en relación con esos dos traumas: las elecciones presidenciales (más o menos definidas desde las primarias de agosto) y San Perón. Esta mañana no me despertaron los bombos, y escribo estas líneas en un silencio que podría pensarse como la paz de los cementerios o el silencio que precede a la tormenta. Pienso, más, bien, que se trata del silencio de una agonía y un parto superpuestos: algo no termina de morir y algo no ha nacido todavía.
No es tanto que el oficialismo use a los militantes de "La Cámpora" y sus simpatizantes como coraza sino que, al hacerlo, declara no aceptar los vetustos aparatos sindical y municipal en los que el peronismo fundó su poderío.
Analistas políticos de otros diarios suponen que el oficialismo pretende reservar todo su poder de convocatoria para fechas más importantes: el 23 a la noche, cuando se festeje la indudable reelección de Cristina Fernández por mayoría aplastante, y el 27 de octubre, cuando se recordará a Néstor Kirchner, en el primer aniversario de su paso a la inmortalidad.
De modo que si uno tuviera que situar el clima manso y anodino que vive la Argentina en relación con un proceso cultural de vasto alcance, lo que habría que señalar, en primer término, es esa transformación de la cultura política sin precedentes que ha impuesto el "kirchnerismo", y el "cristinismo", en última instancia, al conjunto de saberes, expectativas, sueños, terrores, rituales y figuras del imaginario político argentino o, lo que es lo mismo, del imaginario peronista, que dominó la escena política con holgura hasta este mes aciago.
Sabido es que a Cristina Fernández jamás se la ha escuchado cantar la marcha peronista y que muy a regañadientes ha realizado la V de la victoria con sus dedos. Esa repugnancia al folclore peronista parece haber culminado en este 17 de octubre mudo, donde queda claro que el peronismo (sus actores, su misterio) está dejando paso a una nueva forma de soberanía, de hegemonía cultural y de gestión de lo público.
El "nuevo peronismo"
El "kirchnerismo" está lejos de ser un modelo de transparencia o de prolijidad política, y el "cristinismo" es tanto o más personalista que las versiones anteriores de caudillismo peronista. La suspicacia de Cristina Fernández y sus colaboradores respecto del entramado peronista-sindical y la red de gobernadores e intendentes que sostuvieron siempre el poder territorial del peronismo (la imposibilidad entre estética y ética que han manifestado a la hora de tener que negociar con esas fuerzas políticas de mil cabezas) es evidente para seguidores y detractores. Pero no es la relación de fastidio que uno puede sentir ante determinados estilos de la escena pública ("¡no negocian nada!") lo que cuenta (los "estilos", en definitiva, son inevaluables), sino la capacidad discursiva para sostenerse a sí mismo del oficialismo (eso que se llama "kirchnerismo" o "cristinismo") lo que impresiona a propios y ajenos.
La Argentina "K"
En sus momentos más críticos (la discusión sobre las retenciones agropecuarias que enfrentó a un país con otro; la derrota electoral de medio término; la crisis del Banco Central), el oficialismo encontró la fuerza y la imaginación para transformar las condiciones políticas de su acción de gobierno y de la práctica política. Recurrió a todas las armas a su alcance, incluidas las menos agradables para sus enemigos (la dimensión y la insistencia muchas veces delirante con la que se definió "el enemigo" será un capítulo de la historia política argentina del siglo XXI). Uno de los programas más comentados (aunque no muy visto) de la Televisión Pública, la pata central del aparato de propaganda oficialista, impuso la idea de una vasta conspiración (ortográfica) entre Cobos (el vicepresidente aliado hasta el conflicto con el campo), Carrió (la líder de la oposición) y Clarín (el diario emblema del grupo multimediático que había sostenido la gestión de Néstor Kirchner, hasta una pelea cuyo núcleo más problemático probablemente se nos esconda para siempre). C-C-C era, como cualquiera puede darse cuenta, lo anti-K.
Llevada a ese límite semiótico, la discusión política se volvió intransitable durante los primeros meses de 2011, hasta que la victoria del oficialismo en las primarias de agosto demostró lo que para cualquier observador con una mediana sensibilidad era evidente desde la prematura muerte de Néstor Kirchner: la potencia de arrastre ahora irrefrenable de su viuda en relación con las intenciones de voto, subrayada mediante un uso habilísimo de las últimas tecnologías (Twitter, Facebook, la blogósfera). Los medios, que interpretaron bien ese desprecio hacia ellos como articuladores de la opinión pública, reaccionaron con una violencia que les fue devuelta moneda por moneda, en una espiral que a alguien pudo parecer significativa, pero que no tuvo demasiadas consecuencias: las audiencias siguen mirando Canal 13 y TN y comprando Clarín y, al mismo tiempo, votando por el oficialismo y, al mismo tiempo, en Buenos Aires, por su rival municipal, Mauricio Macri.
Es muy probable que esa contradicción en sus términos tenga que ver con el carácter liminar de nuestro tiempo (el tránsito del peronismo al "kirchnerismo"-"cristinismo").
No muchos analistas han interpretado correctamente el juvenilismo discursivo del oficialismo. El nuevo funcionariado ejecutivo y legislativo proviene de esa inclinación fundamental, cuya forma institucional es la agrupación oficialista "La Cámpora", en homenaje al presidente Héctor Cámpora, quien gobernó el país durante menos de dos meses durante 1973, antes de entregar el poder a Raúl Alberto Lastiri (yerno de José López Rega, el fundador del grupo paramilitar Alianza Anticomunista Argentina, la tristemente célebre Triple A), antes de la tercera presidencia de Perón.
No es tanto que el oficialismo use a los (sedicentes) militantes de "La Cámpora" y sus simpatizantes como coraza sino que, al hacerlo, declara no aceptar (o no considerar suficiente) los vetustos aparatos sindical y municipal en los que el peronismo fundó su poderío. El "kirchnerismo"-"cristinismo" enfrenta al peronismo (su único rival verdadero) mediante un red infinitamente más compleja de cibercomunicaciones.
Entre los sectores ilustrados, gran parte del éxito del oficialismo (que es la simpatía política "por defecto", una adhesión escasísima que en Argentina no sucedía desde los primeros tiempos de la recuperación democrática y que deja perplejo al analista más curtido) no radica tanto en sus políticas (que han sido legítimamente tomadas de otros programas de gobierno) ni, mucho menos, de una astucia prebendaria (como la oposición intenta sostener), sino en su modernidad inclaudicable.
En Argentina, curiosamente, ser hoy moderno es adherir al "kirchnerismo" en alguna de sus variantes, y aparentemente el electorado lo demostrará el próximo domingo con porcentajes que competirán con los de la fórmula Perón-Perón en 1973. El futuro de esa revancha electoral está todavía por verse y sería prematuro realizar conjeturas. Pero si el clima electoral se volvió, para quienes participan con mayor entusiasmo de esos rituales de la democracia representativa, en manso y anodino, sería deseable que ese mood se prolongara. La intensidad, que tanto necesitamos en el arte, en la política puede ser agobiante, como lo fue durante los últimos dos o tres años.