En un mundo sin excepciones, Manuel Manzor (23) sabe que habría fracasado. Hijo de temporero y empleada doméstica, nieto de campesinos analfabetos, niño muy pobre en la rural localidad de Gultro, apenas pasaba los diez años y ya estaba seguro de que lo único que le interesaba en la vida era ser doctor. Había visto una serie de televisión local sobre el tema y se había obsesionado con la idea de salvar vidas. Y su madre, que estaba obsesionada con que él fuera más que ella, lo había convencido de que para lograrlo tenía que trabajar más duro que nadie en el mundo.
Esas expectativas, las de su madre, habían estado siempre encima. Empujándolo, reconoce ella ahora, quizás más de la cuenta. Lo primero fue tratar de que aprendiera a leer antes que los otros niños, para ganar ventaja. El objetivo era claro: si sus compañeros en el Liceo San José de Requínoa tenían más dinero, él podía tener “más cerebro”. Después vinieron los castigos cuando no se sabía toda la materia. “Fui muy mala y dura con él. Quería que él estudiara y fuera otra persona, porque yo no tuve la oportunidad de serlo”, dice Lidia Véliz, su madre. “Todavía no despierto de lo que ya ha logrado. Realmente pienso que es un sueño. Aún no lo asumo”.
Sus padres le decían que la única forma de ser alguien era estudiar en la universidad, y Manuel enfocó toda su juventud en eso. Si era el mejor, conseguiría una beca. Por eso, pasó los recreos encerrado en la biblioteca del liceo, ocupó sus tiempos libres en ejercitar con sus profesores, se colgó medallas en campeonatos nacionales de matemáticas, y finalmente logró su objetivo: fue puntaje nacional en la PSU, lo que sumado a su 6.8 de promedio le permitió ingresar con todas las becas posibles a Medicina en la Universidad Católica. Pero ahora, cuando recuerda ese proceso, inevitablemente piensa en la gran presión en que vivía. La misma que asustó a su madre con la idea de que podía quitarse la vida si no cumplía con sus expectativas.
“Las expectativas eran un pilar fundamental en mi estructura, porque todas las aspiraciones personales de los que te rodean están realizadas en ti: las de tu familia, de tus patrones, de tus profesores”, dice Manuel, quien hoy cursa primer año de internado y quiere ser cirujano. “Eso también es un gran peso. Conozco muchos casos de jóvenes que tenían promedio 7.0, al final sacaron 500 puntos, y vieron cómo toda la esperanza que había sobre ellos se derrumbó”.
“El gran riesgo es que haya una ‘crisis de las expectativas frustradas’, que puede producir mucho malestar”, dice Florencia Torche, experta de la UC y de la U. de Nueva York. “La psicología social señala que las expectativas no realizadas pueden producir angustia, depresión y ansiedad”.
Lo que vivió Manuel, en mayor o menor medida, lo viven hoy la gran mayoría de los jóvenes del país. Un estudio sobre las expectativas de los padres respecto a la educación de sus hijos, realizado por el economista del CEP Sergio Urzúa en base al cuestionario del Simce -cuyos datos son entregados por primera vez en este reportaje- arroja cifras contundentes: del 48% total de padres de cuarto básico que en 1999 pensaban que sus hijos iban al menos a tener educación universitaria completa, en 2010 el número explotó a 85%. Y entre los jóvenes del primer quintil, de los cuales -según la encuesta Casen 2009- sólo el 22,1% logra ingresar a la universidad, esa expectativa se ha transformado en una fuerte presión por lograr acceder como sea a alguna casa de estudios, para cumplir con los sueños de sus padres.
Entre los expertos, las opiniones del significado que tendrá esta explosión están divididas. Si bien, por un lado, las expectativas son consideradas naturalmente positivas, al hablar de una sociedad con mucho mayor esperanza de futuro que hace una década, también hay muchas dudas de cuáles van a ser sus efectos a largo plazo, cuando se enfrenten con la realidad. “En este momento, no hay ningún país del mundo que tenga 85% de educación postsecundaria completa. Ninguno”, dice Florencia Torche, doctora en Sociología y experta en educación y movilidad social de la Universidad Católica y de la Universidad de Nueva York. “El gran riesgo es que haya una ‘crisis de las expectativas frustradas’, que puede producir mucho malestar. La psicología social señala que las expectativas no realizadas pueden producir angustia, depresión y ansiedad”.
¿De dónde surge el boom chileno de las expectativas, quiénes son los responsables de fomentarlo, qué resultados lograrán los niños que hoy comienzan sus estudios en los liceos de todo el país? Ésas son las preguntas que comienzan a hacerse los expertos en educación en Chile. Al mismo tiempo, Manuel Manzor, uno de los grandes vencedores de la primera generación de jóvenes que vivieron el boom, ayuda a atender pacientes en el Hospital Clínico de la UC.
Sabe que el suyo es un mundo de excepciones.
El sueño chileno
Marcela Núñez, al igual que muchas otras madres del Colegio Comercial Peñaflor, sólo tenía una perspectiva para su hija: la universidad. Sabía que con los 200 mil pesos mensuales que ganaba su esposo pintando autos era imposible costear estudios superiores, pero desde que entendió cómo funcionaba el sistema de Crédito con Aval del Estado, no tuvo más dudas. Y se lo transmitió a su hija, Karen Contreras (22), quien estuvo de acuerdo, y respondió con excelentes notas. “Antes si no tenías plata, no podías ni mirar la universidad. Ahora puedes tener expectativas”, dice Marcela. “Por eso le dije: ‘Con educación eres alguien en la vida. No te puedes conformar con lo que yo tuve, ahora que están los medios tienes que llegar arriba’. Un título y luego un magíster”.
Karen obtuvo un promedio general de 6.5 en el colegio, uno de los mejores de su generación. El principal motivo para esforzarse, además de que su objetivo era estudiar Ingeniería Comercial, una de las carreras con mayor puntaje de corte, era su deseo de entrar a una universidad tradicional, para tener posibilidades de conseguir una beca. Por eso, y porque no quería decepcionar a su mamá, saber los resultados de la PSU fue un golpe tremendo. “Me dio depresión todo el verano. Cuando vi que había sacado sólo 580 puntos, entendí que las notas del liceo eran infladas. Si uno tiene ese promedio, piensa que le va a ir bien”, explica Karen. “Me hubiera servido que alguna prueba antes me orientara de mi verdadero nivel. Yo siento que la educación de mi colegio me falló”.
“Las expectativas te ayudan a aspirar a objetivos más elevados, pero luego te obligan”, dice Velanok Vásquez, estudiante de Ingeniería Comercial en la U. de Chile. “Si hubiera sacado un bajo puntaje, hubiera ido a cualquier universidad, sin importar la calidad. Hubiera caído en la trampa: hoy te venden un estatus, no habilidades”.
Varios expertos coinciden: uno de los problemas que tendrán que enfrentar las futuras generaciones al momento de llevar a cabo sus expectativas es justamente ése: la irrealidad de las notas en muchos liceos respecto a la educación que entregan, y la poca información que manejan los estudiantes respecto a su nivel de aprendizaje. Para Claudio Castro, coordinador de Equidad e Inclusión de la Universidad de Chile, la historia de Karen y su madre es un claro ejemplo de la falta de información que tienen hoy los jóvenes vulnerables, tanto sobre los métodos de ingreso como en el nivel que necesitan para ingresar a la educación superior. “Los estudiantes más pobres no tienen conciencia de que hay otras carreras, aparte de las cuatro o cinco típicas, que podrían tener menores aranceles y menor puntaje de ingreso”, asegura. “Estas mayores expectativas no están asociadas a un mayor conocimiento del sistema universitario, sino que son una expectativa de llegar a instancias superiores sin saber necesariamente lo que eso significa”.
Para Marcela, la madre de Karen, el resultado también fue un golpe que le costó asimilar. Y la reacción vino con su siguiente hijo: comenzó a solicitar todo tipo de informes al colegio para saber su verdadero nivel. Porque ella está convencida que lo que le faltó fue información: “Lo ideal sería poder ver los resultados individuales del Simce, para saber si tu hijo está bien, o en qué está fallando él o el colegio”, señala. “Para Karen, eso hubiera sido muy bueno, porque en toda su enseñanza jamás sacó un promedio menor a 6.0”.
A pesar de que Karen logró recuperarse, y tras un año de preuniversitario sacó 690 puntos e ingresó a estudiar Ingeniería en Comercio Exterior en la UTEM, aún piensa que hay una promesa poco sincera en el discurso de que aplicándose en el liceo uno puede ingresar a la universidad sin problemas. Pero es una promesa poderosa, la que varios expertos llaman el “sueño chileno”, que ha llevado a que la expectativa de llegar a la educación superior haya crecido fuertemente en el 25% con menos recursos de la población en la última década. Si en 1999 el 20% de los padres pertenecientes a ese grupo creían que su hijo llegaría a esa instancia o cursaría un posgrado, en 2010 esa cantidad subió a 70,5%. Más de tres veces. El acceso, sin embargo, sólo se ha duplicado: comparando las encuestas Casen de 1998 y 2009, la cobertura de educación superior para el quintil con menores ingresos pasó de 10,2% a 22,1%.
El despegue de las expectativas
Moammar Marco (26), un joven hijo de artesanos de La Calera, iba por el mismo camino. Con promedio 6.7, estaba convencido de que iba a entrar a la universidad, pero un golpe previo lo alertó: en el primer ensayo que hizo para la PSU advirtió que eso no le serviría para llegar adonde quería. Obtuvo 315 en Matemática y poco más en Lenguaje. Hoy, Moammar dice que ese momento, uno de los más difíciles que ha pasado, fue el instante que cambió el rumbo de su vida. “Mis papás eran superexigentes, estaban siempre detrás. Pero había muchos chiquillos como yo, que no sabían para dónde iba la micro”, cuenta. “Cuando saqué este puntaje, yo dije: ‘Con esto no voy a hacer nada’. Eso me dio el empujón”.
Tener esa información cambió todo. Como sus padres no tenían dinero para un preuniversitario, pasó el verano haciendo facsímiles y, durante el año juntaba dinero para comprar en un kiosco a pasos de su casa todos los ensayos que venían junto a los diarios. A fines de 2004, superó los 735 puntos ponderados y logró, orgulloso, ingresar a Ingeniería Civil Eléctrica en la Universidad Católica.
Pero dice que de donde él viene, el tema es entrar a la universidad. A cuál da lo mismo. “Allí no distinguen entre la Universidad Católica y la Universidad del Mar”, dice resignado. “Acá hay que partir por educar a los padres. Yo estoy seguro de que se puede rescatar gente”.
Las dudas del modelo
Cuando Velanok Vásquez (22) piensa en su niñez, se le aparece una lámpara a gas. La que prendía en la casa de sus abuelos en Pacla, un pueblo ubicado cerca de Combarbalá en que la luz era un lujo y se cortaba en las noches. También recuerda la publicidad en televisión que veía junto a sus compañeros de octavo básico, en que los invitaban a postular a universidades privadas, y cómo eso pronto se transformó en el mayor sueño de su madre y suyo propio.
Su obsesión era entrar a la Universidad de Chile, la que decían que era la mejor. Para eso, el camino fue largo. En primero medio, pidió una cita con el director de su liceo, el Samuel Román Rojas de Combarbalá, para pedirle que lo cambiara a un curso más exigente en su nivel. En cuarto, viajaba todos los viernes cuatro horas y media a La Serena para hacer un preuniversitario, del que retornaba el sábado en la noche a su pueblo. Tenía promedio 6.8, y los 750 puntos que obtuvo en la PSU de 2007 lo llevaron a estudiar Ingeniería Comercial donde él quería. Egresó el año pasado, y hoy está iniciando una empresa vinculada a la minería.
Pero cuando Velanok habla de expectativas, dice que no puede pensar sólo en las propias, aunque él haya ganado. Sino también en las de sus amigos, varios incluso con mejores promedios que él. Dice, con tristeza, que a la mayoría le fue mal en la PSU y que debieron optar por ingresar a las universidades que los recibieran. “Las expectativas son buenas y malas. Buenas, porque te ayudan a aspirar a objetivos más elevados. Pero también malas, porque de alguna manera luego te obligan”, dice. “Yo quería entrar a la Chile, pero si hubiera sacado un bajo puntaje, hubiera ido igual a cualquier universidad, sin importar la calidad. Hubiera caído en la trampa: hoy te venden un estatus, no habilidades”.
Para los expertos, el mayor riesgo de esta devoción por el sistema universitario a cualquier precio es el resentimiento que puede generar a futuro, cuando en muchos casos no se cumpla con las expectativas de lo prometido. “El tema es que cuando luego los confrontan con la realidad se producen quiebres que resultan más dolorosos para los segmentos desfavorecidos”, señala Jaumet Bachs, director de Equitas, una fundación dedicada a fomentar la igualdad en la educación. “Como el sistema universitario no está diseñado para estos ‘nuevos estudiantes’, se producen conflictos, deserciones, y se generaliza el sentimiento de que fueron estafados”.
“La gente asocia educación superior a universidad”, dice Claudio Castro, coordinador de Equidad e Inclusión de la U. de Chile. “Y los estudiantes entran a universidades que no les piden puntaje, se endeudan, y a mitad de camino desertan, porque no era lo que buscaban”.
Un solo camino
Los padres de Patricia Silva (26) no podían creer lo que les contaba su hija. Ella, que había salido con 6.8 del Instituto Claudio Matte, que obtuvo 690 puntos en la PSU y que fue la primera de la familia en ingresar a la educación superior, entrando becada a la Universidad de Chile para estudiar Licenciatura en Matemáticas, simplemente se paró frente a ellos en la casa familiar en La Pintana para decirles lo imposible: que ése no era el camino que quería seguir. Que se había dado cuenta de que le gustaba el Diseño, y que no le importaba hacerlo en un instituto.
Para tomar esa difícil decisión, a fines de 2006, Patricia había tenido que enfrentarse a sus propios prejuicios, así como a la gran expectativa de sus padres de tener una hija universitaria. “Yo tenía el estigma de que no podía estudiar en un instituto, y los papás suelen tener ese prejuicio superlatente. Mis padres siempre me mentalizaron: tú eres buena, tienes cabeza para la universidad. Es complejo. Desde chico te mentalizan de que tienes que ir por cierto camino”, cuenta.
Su padre no le habló por un mes. Sin posibilidad de becas, trabajó ocho meses para juntar el dinero y entrar al DuocUC a estudiar Diseño de Vestuario. Entonces, su camino se hizo directo. Terminó la carrera en apenas cuatro años y en 2011 comenzó a trabajar en la empresa de zapatos Guante. Hoy es la jefa de la sección, y está convencida de que la universidad no es más que una alternativa de estudio entre las muchas posibles.
Pero según Claudio Castro, experto de la Universidad de Chile, la idea de que la universidad es el único camino posible está muy difundida en todos los estratos de la sociedad chilena. “La gente asocia educación superior a universidad. Y los estudiantes, por sus altas expectativas, entran a universidades que no les piden puntaje, se endeudan, y a mitad de camino desertan, porque no era lo que buscaban” señala. “Ese mismo estudiante, entrando a un centro de formación técnica, probablemente hubiera pagado menos, terminado la carrera y tenido un trabajo rentable”.
Para Marcelo Martínez, doctor en Antropología y experto en inclusión de la USACh, el motivo de esta deformación tiene menos que ver con el sueldo que con lo que representa el título universitario en el imaginario social chileno. “Se está produciendo un proceso de inflación educacional, porque el título universitario en la sociedad chilena indudablemente tiene un valor simbólico muy importante”, asegura.
Es lo que los padres llaman “ser alguien”, y que los jóvenes toman como un proceso que tiene como fin la validación de toda su familia. Pero lo que llaman la inflación educacional también comienza a observarse en los sectores altos, que ya no consideran el título universitario como una herramienta suficiente para enfrentarse al mercado. Lo mínimo comienza a ser el posgrado. Según el estudio de Sergio Urzúa, en los últimos diez años la expectativa general de los padres de que sus hijos cursen al menos un posgrado también se ha duplicado, de 8,5 en 1999 a 19,5% en 2010. Entre los apoderados de colegios particulares, el aumento es explosivo: de 29,1% a 70,1%.
Karen Contreras tiene el orgullo de ser la primera de su familia en asistir a la universidad, pero estando adentro entendió que incluso eso, hoy en día, empieza a ser poca cosa. Mientras se prepara para atender al público en el céntrico sushi en que trabaja para pagar sus estudios, explica su molestia: “¿Qué haces hoy con cuarto medio? Nada. Si hoy con la universidad incluso no te alcanza. Tienes que sí o sí hacer un posgrado”, asegura. “Más adelante va a haber algo nuevo y vamos a tener que seguir endeudándonos. Yo voy en tercer año y ya debo como 9 millones”.
Dice esas cosas, pero también que piensa hacer un magíster en Economía. Ojalá en el extranjero.