Por Nicolás Alonso Julio 31, 2014

© Marcelo Segura

“Cuando estuve frente al cadáver, pensé: mi vida ya no es nada, hasta aquí nomás llegué. Le dije a mi mamá que si me daban más de cinco años me mataba. Me dieron 20 años por homicidio calificado. Pero por todo lo que he vivido en el último tiempo, siento que fue un plan de Dios”.

-Yo tengo muy claro que esta vida ya no es mía, es de Dios. Esta vida ya no me pertenece -dice Guillermo Cáceres, sentado en una oficina de su iglesia en Avenida La Paz, y del otro lado de la pared se escucha a un pastor entusiasmado, predicando sobre salir de la oscuridad.

Entra un hombre a la oficina, uno de sus hermanos recién salidos de la cárcel, que ahora trabaja en una joyería del centro. Cuenta que conoció a Dios a través del capellán, luego de recibir cinco balazos, uno de ellos aún en su cerebro. Le dice que lo esperan afuera para la bendición.

En la oficina hay media docena de ternos para los reclusos que en los próximos meses saldrán de la ex Penitenciaría y de Colina 1, sus zonas de acción. Como antes hizo con los que ahora están del otro lado de la pared, los irá a buscar a medianoche a la salida de la cárcel, y al otro día comenzarán el proceso para borrarles sus antecedentes, buscarles trabajo y un lugar donde vivir.

Varios de los que cantan se quedarán hoy hasta tarde esperando a Cáceres, para ultimar los detalles de la construcción de un templo en la cárcel Colina 1. Son una decena de hombres de rostro serio, vestidos de traje, que tratan al capellán con devoción. Todos ex convictos convertidos a la fe. Algunos de ellos, ahora con sus biblias, antes fueron diestros con el puñal, y una vez asesinaron a alguien.

Como también lo hizo Guillermo Cáceres.

SU TERRITORIO
El capellán Cáceres cruza la puerta de la ex Penitenciaría y comienza una jornada más de la vida que ya no le pertenece. Varios internos vienen rápidamente a saludarlo, le dan la mano. Le dicen papá. A un costado, un gendarme junta una pila de armas que han requisado, como todos los lunes, a los internos. Lanzas, cuchillos, fierros arrancados de quién sabe dónde.

El uniformado abre  una reja y Cáceres sale al óvalo. Allí el panorama es contradictorio: en una mitad del patio más de un centenar de evangélicos canta fuerte, con guitarras y trompetas, y en la otra varias decenas de internos se pasean con el rostro tenso, algunos con fierros y palos en las manos. El interno evangélico que Cáceres nombró jefe de esa zona, Hernán Romero, condenado a siete años por robo con intimidación, sale a su encuentro. Señala orgulloso a sus pupilos, que ya culminan la celebración previa al almuerzo. Desde celdas destruidas o parados arriba de los techos, internos corrientes miran la escena con actitud desafiante.

-Él es como nuestro padre -dice Romero, que camina al final del grupo hacia la calle 4, hasta hace pocos años la más peligrosa del recinto y ahora en manos de los evangélicos-. Él es una persona que sabe lo que es estar en una celda aislado, desnudo, mojado. Sabe lo que es que te den palos. Por eso le creemos, porque él salió de aquí.

Abren un pesado portón y lo que aparece detrás rompe completamente con el lugar: un pasillo recién pintado, sin rejas, con puertas de madera, cuadros, cortinas y faroles. Un centenar de internos cantan frente a un predicador, y dan la bendición al grupo, que entra a una habitación amplia, con televisor LED y equipo de música, y se sienta en una mesa servida con consomé, entrada y plato principal. Cáceres cuenta que en ese cuarto, justo antes de que llegaran, tres hombres murieron calcinados en un ataque con parafina. Alrededor de la mesa, sus lugartenientes de las calles 4 y de la 10, y de la galería 12, asienten.

Ellos guían a los más de dos mil presos evangélicos, de un total de 5.700, de la ex Penitenciaría. Los levantan a las 7 am para ducharse, orar y luego construir muebles  para vender. Con el dinero que reciben han refaccionado los baños, instalado cerámicas y piso de madera en las celdas, calefones y otros lujos. Una década atrás, por el mismo lugar corrían aguas servidas, y los internos hacían agujeros en el suelo para esconder sus fierros. Pero en los últimos años todo cambió. Desde la aprobación en 2008 de los proyectos APAC de autogestión religiosa en penales, que se sumó a la llegada de Cáceres unos años antes, los evangélicos han ganado buena parte del penal. Muchos internos piden ser trasladados a sus calles para llevar un mejor encierro, y ellos los reciben a cambio de ceñirse a sus reglas. Ya han reinsertado unos 300 ex convictos en farmacias o joyerías, y algunos han llegado a la universidad.

Ahora Cáceres está a punto de ingresar a la calle 9, la última que les cedió gendarmería. Los rostros no están tan tranquilos como antes. La calle, cuenta el capellán, aún no está “ganada”, y detrás de ese portón las cosas siempre pueden ser distintas. Antes de entrar, un hombre de unos 50 años, con la piel pegada a los huesos, detiene al grupo.

-Soy Juan Carlos Castro, el “Calavera”. Yo era del sindicato del crimen. Los demonios se hacían a un lado cuando pasaba yo -alcanza a decir, y se le quiebra la voz-. En esta calle conocí al capellán. Aquí volví a nacer.

Cáceres le toca el hombro, y entran con una sonrisa en la calle 9.

Más tarde el capellán dirá:

-Hasta hoy siento temor. El encierro me da angustia. Muchos se acuerdan de mi historia, pero reconocen que en el lado delictual fui leal a los códigos. Y de este lado también lo soy.

UN PUÑAL EN SEMANA SANTA
El rostro de Guillermo Cáceres aparece, 18 años y cara de asustado, en todos los diarios de la Semana Santa de 1969. En El Mercurio del lunes 7 de abril, el joven declara: “Yo le pegué un puntazo al muchacho por hacerme el valiente, créanme. Lo hice por no quedar más bajo que los otros (…) No pensábamos matarlo. Nos equivocamos…”. Cuatro días antes, a las 10 de la noche del jueves, había matado de una puñalada en el corazón a un estudiante de 14 años, en una esquina de la población Gabriel González Videla. Los otros cinco muchachos de su pandilla habían caído sobre la víctima con golpes de martillo y cadenazos. La brutalidad del crimen generó alarma nacional, y se nombró un ministro en visita para el caso. La vida de Cáceres había terminado de irse al despeñadero.

Antes de eso, había sido el segundo de los diez hijos de una mujer viuda de la población Risopatrón. En ese barrio, cuenta Cáceres, las cosas se resolvían a puñaladas, y los adultos siempre intentaban propasarse con él. Con nueve años, y tras la muerte de su padre, ya había comenzado  a robar para comprar comida. Con el tiempo, empezó a robar para comprar también ropa o alcohol.

-Todos me rechazaban. Había dolor en mí, y hambre. Sentía que Dios no me quería. Al principio iba a la iglesia, pero luego un cura me preguntó obscenidades y no volví.

Alcanzó a caer tres veces detenido antes de ya no volver a salir. Ese Jueves Santo llegaron a la población Gabriel González Videla buscando a una pandilla rival. Habían tenido un conflicto por una mujer, e iban dispuestos a resolverlo con un cuchillo, un cortapapeles, un martillo y una cadena. En una esquina se toparon con un joven y cayeron sobre él. Cáceres le clavó su hoja casi sin verlo. Cuando se dieron cuenta de que era un niño que no tenía nada que ver con ellos, ya estaba agonizando. Poco después encontrarían a dos miembros de la pandilla rival y los atacarían a martillazos. 

-Cuando estuve frente al cadáver, pensé: mi vida ya no es nada, hasta aquí nomás llegué. Le dije a mi mamá que si me daban más de cinco años me mataba. Me dieron 20 años por homicidio calificado. Pero por todo lo que he vivido en el último tiempo, siento que fue un plan de Dios.

Los años que siguieron no hizo más que seguir cayendo. Fue trasladado a la cárcel de Rancagua, donde empezó a robar y a provocar a otros internos. Una tarde recibió tres puñaladas, pero una costilla desvió el cuchillo que iba hacia su corazón. Luego robó un tarro de pastillas a otro recluso y se tomó 60. Lo metieron un año entero a una celda de aislamiento. Un día intentó provocar al oficial para que le diera un tiro, pero no lo consiguió.

Llevaba varios días tirado en su celda cuando una mañana vio caer copos de nieve.

LAS VISITAS DE LA NIEVE
Cáceres recuerda la inusual nevada sobre Rancagua en junio de 1971 como el comienzo de otra vida. Ese día, se abrió la puerta de su celda de aislamiento y vio entrar a tres hombres de terno, con sus biblias bajo el brazo. Le dijeron que querían hablarle de Dios. No les prestó atención, pero antes de irse, uno de ellos le dio algo de dinero, y una frazada. Ese gesto de humanidad lo golpeó.

-Yo nunca esperé eso de una persona, no lo había visto nunca. Me impactó -dice hoy.

Los evangélicos luego volvieron con una bolsa llena de hormas de zapatos, para que Cáceres ganara algo de plata. Comenzó a venderlas a los familiares de los presos. Un año después de la primera visita lo invitaron a conocer el templo de la cárcel, y él fue más por cortesía que por convicción. Pero cuando iba llegando, dice hoy, algo pasó.  Escuchó una canción y sintió algo en su interior.

-Vagaba yo en la oscuridad… hasta que un día me pasó… que por su amor y su bondad… me apareció la luz -canta recordando, emocionado, el capellán Cáceres en su parroquia-. El impacto fue tan grande. Dios tiene que haber estado allí. De pronto vi todo diferente. Me dije: tengo que ser bueno. Nunca más, nunca más.

Al poco tiempo, los gendarmes, sorprendidos por el drástico cambio en su conducta, lo premiaron poniéndolo como locutor de la cárcel. Con el golpe del 73, muchos de los internos fueron reemplazados por presos políticos. Cáceres comenzó  a hablarles del evangelio. Se sentía más cómodo que nunca en la cárcel cuando de pronto, el 31 de diciembre de 1975, sin entender por qué, le dijeron que estaba amnistiado, y que podía irse.

Había pasado adentro sólo siete años de los 20. Y estaba seguro de que todo era un plan de Dios.

ELEGIDO POR SU PASADO
Antes de ser “el jefe”, como lo llaman hoy los internos, Cáceres pasó 22 años repartiendo leche en un carro. A la vez, ayudaba todos los días en una iglesia en la población José María Caro, y se transformó en asistente del predicador Eduardo Durán. Trabajaron juntos en Maipú y Quinta Normal, hasta que Durán -hoy obispo de la Iglesia Evangélica- le pidió que construyera el templo en Avenida La Paz que hoy Cáceres dirige. En 2005 lo llamó para un mandato especial: le pidió que volviera a la cárcel, para ayudar con su ejemplo a generar otras historias como la suya, a intentar limpiar la ex Penitenciaría.

-Tenía que ser un hombre fuerte. Lo elegí por su pasado y por su don de mando. Nosotros estamos en las cárceles hace 75 años, pero la llegada de Cáceres marcó un antes y un después -dice el obispo Durán.

Comenzó con la calle 4, ganándose a los reos a través de la posibilidad de trabajar y mejorar sus condiciones de vida. Luego se fue tomando las otras calles y galerías. En 2008, con la instauración de los proyectos APAC -una adaptación chilena de las cárceles autogestionadas por internos brasileros en Minas Gerais, sin guardias armados- fue contratado a sueldo por Gendarmería para generar espacios de autogestión y reducción de guardias. Tras Cáceres, la Iglesia Evangélica ha nombrado a otros cuatro capellanes ex convictos en Valparaíso, Antofagasta, Iquique y Colina 2.

Lo que queda de este año, cuenta Cáceres, será movido: está tratando de ganar una torre en Colina 1 para 250 reclusos evangélicos -otros de sus discípulos han viajado a Valdivia y Puerto Montt a iniciar procesos similares en recintos regionales-, y luego se va a abocar a la dirección de un nuevo galpón de 1.800 metros cedido por Bienes Nacionales que funcionará como lugar de trabajo para todos los ex convictos evangélicos. Luego de eso, el plan del obispo Durán es crear la primera cárcel autogestionada para reos evangélicos de Chile, donde todos serían trasladados.

La idea es instalarla en Buin, pero el proyecto aún está en conversaciones iniciales con Gendarmería. A Cáceres le ilusiona pensar en un lugar donde todos puedan vivir la conversión que él vivió, para salir de las cárceles, pese al daño infligido, transformados en nuevos hombres.

-Yo entiendo el sufrimiento que causé, porque tengo hijos. Y también sé lo que pagué, y sé, porque lo viví en carne propia, que es mejor estar muerto que preso. Pero Dios me perdonó. Yo quiero devolver la oportunidad que me dio, y quiero demostrar que la gente puede cambiar.

LA CALLE POR GANAR
Cuando se abre la reja de la calle 9, lo que hay detrás es muy distinto. Al lado de esto, la calle 4 no es una cárcel, es otra cosa. Lo que se ve aquí es una muestra del terreno virgen sobre el que actúa Cáceres y sus discípulos, lo que hay que ganar cuando se gana una calle. El capellán camina tranquilo, con el resto del grupo, entremedio de reos que miran con desconfianza, hacinados en chozas de nylon, en medio de la basura. A un costado, dos de ellos juegan un carcomido ajedrez. En el piso, otro en calzoncillos muestra múltiples cortes en su cuerpo.

Al final del pasillo, un bullicio de guitarras y trompetas choca con el exterior. Allí está el templo que construyeron este año para empezar a ganarse la calle, y dentro de él, un predicador habla exaltado a una multitud de presos que grita “aleluya” a cada pausa como si fuera un mantra. 

Cáceres se sube al púlpito, y con la misma convicción con que los miércoles predica en la Plaza de Armas, grita:

-¡Le agradecemos al Señor por estar aquí cambiando la vida de los hombres!

-¡Gloria a Dios por siempre! -gritan un montón de hombres tatuados.

-¡Habrá trabajo para todos y bendición para todos!

-¡Amén! -responden con furia.

-¡Vamos a limpiar esta casa!

En primera fila, Calavera mira con los ojos llorosos.

Al fondo, un cuadro dice: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que la casa de Dios y las puertas del cielo”.

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