Recuerda que el agua era amarga, con un polvo blanco. Se recuerda negándose a tomarla, y a su madre insistiéndole, porque los niños debían tomar agua. Recuerda ya entonces a un doctor hablarles de arsénico, ese veneno invisible que no tiene color, ni olor, ni sabor. Recuerda también que poco antes de que se fueran a vivir a Calama, en 1967, cuando tenía 11 años, ya había comenzado la psicosis: en los diarios decían que el agua potable de la ciudad, extraída del río Toconce, tenía dosis de arsénico 17 veces mayor al máximo permitido en el mundo. Los médicos de la capital pedían evacuar la ciudad. Las autoridades lo negaban. La gente, ella y su madre, iba con bidones a buscar agua de otros ríos para cocinar o beber.
Y recuerda también que cuando volvió a la ciudad, con 20 años, para estudiar pedagogía, ya se había instalado la primera planta de tratamiento del agua del Toconce. Pasarían otros 23 años antes de que Julia Cortés, profesora de básica del Colegio Femenino Madre del Rosario de Antofagasta, entendiera lo que ya saben todos en su ciudad: que la bomba de arsénico que consumieron en el agua entre los años 1958 y 1971, y que hoy los ha transformado en la capital de la única región del país que tiene el cáncer como principal causa de muerte, y una incidencia, en varios tipos, como pulmón y vejiga, que llega a cuatro y seis veces más probabilidades de padecerlo, se demoraba unas décadas en actuar.
Sus síntomas comenzaron a fines de los 90, pero la sentencia llegó en 2012: tenía un tumor del tamaño de una pelota de tenis en la vejiga, un cáncer que, en mujeres, en Antofagasta, ha llegado a ser hasta ocho veces más frecuente que en el resto del país. Luego vino la rabia, la impotencia y, poco después, la resignación.
—Nunca nos dijeron nada. Había noticias del arsénico, pero le bajaban el perfil. Si se sabía, ¿por qué no nos dijeron a los que vivimos en esos años que nos hiciéramos un chequeo? ¿Por qué el Ministerio de Salud no nos hizo un examen? —pregunta Cortés, hoy de 57 años.
Quien sí le propuso, el año pasado, hacerse más exámenes, fue el urólogo Patricio Valdebenito, del Hospital Regional de Antofagasta. Le explicó que su sangre podía tener respuestas. Que querían analizarla genéticamente en Santiago, junto a la de otros 150 enfermos de cáncer de vejiga por arsénico, para buscar una forma de predecir quiénes más lo padecerían.
Ella le dijo que claro, que adelante.
HUELLAS EN LA SANGRE
—En Antofagasta se cree que es un problema controlado, que ya pasó. Pero el cáncer de vejiga explotó: son 60 casos nuevos al año, que es proporcionalmente muy alto. Hay seis veces más riesgo de incidencia. Cualquier persona expuesta en esa época tiene riesgo. Y el perfil del cáncer es distinto, el arsénico lo vuelve más agresivo.
“El cáncer de vejiga es el último en aparecer. Este va a ser un problema durante 20 años más, cuando la gente que tiene ahora 40, cumpla 60. La que más peligra es, sin duda, la que estaba en el útero en ese momento. El peak de su riesgo será en unos 15 años más”, dice el urólogo Mario Fernández.
Lo que el urólogo Mario Fernández, miembro del equipo de Genética y Genómica de la U. del Desarrollo y director del estudio que cuenta con la sangre de Julia Cortés, trata de explicar, es por qué están centrados en cáncer de vejiga, un porcentaje menor entre todos los problemas de cáncer de la región, que entre 2003 y 2007 sumaron 3.376 casos, liderados por el cáncer de pulmón en hombres y de piel en mujeres. La respuesta es la edad: es un tipo de cáncer (que entre 1983 y 2009 mató a 933 antofagastinos) que se presenta normalmente desde los 70 años —en Antofagasta, desde los 60—, el rango de edad al que se acercan los nacidos en la época de mayor arsénico de la ciudad.
—El de vejiga es el último en aparecer, el más lento. Este va a ser un problema durante veinte años más, cuando la gente que tiene ahora 40, cumpla 60. La que más peligra es, sin duda, la que estaba en el útero en ese momento. El peak de su riesgo será en unos 15 años más.
El primer problema, cuando una ciudad entera, cerca de 300 mil personas, toma agua con niveles extremos de arsénico, no es que todos vayan a enfermarse, sino que, en principio, cualquiera podría hacerlo. El segundo, que no existe un registro claro de quiénes vivían en la ciudad en ese momento. El tercero, que teniendo identificadas a esas cientos miles de personas, lo que se les podría hacer es un examen de orina, donde el 20% presentaría microsangrado, y luego introducirles a todos esos casos una cámara por la vejiga —una endoscopía— en busca de señales cancerígenas. Un plan costoso, complejo e invasivo, que Fernández en Santiago, y Valdebenito, en Antofagasta, consideran irrealizable.
Por eso decidieron poner los ojos en el genoma. Desde hace tres años, financiados por Fondecyt, han recopilado la sangre de 150 casos, y otros tantos controles, de cáncer de vejiga por arsénico en Antofagasta, para buscar las diferencias genéticas que podrían explicar por qué algunos desarrollan cáncer y otros no. La idea de los urólogos, que requiere un nivel de sofisticación científica que les tomará varios años, es llegar a un test genético barato que pudieran aplicarle a toda la población expuesta a arsénico entre 1958 y 1971, para prever su nivel de riesgo. Los resultados de esta primera etapa —la búsqueda de un sector del genoma sospechoso— deberían estar listos en diciembre.
La idea le venía rondando a Fernández desde 2005, cuando junto a Fernando Coz, urólogo jefe del Hospital Militar, realizaron un mapa de las enfermedades urológicas del país, y descubrieron lo que ya era sabido en otros tipos de cáncer: que las tasas de egresos hospitalarios por cáncer de vejiga sextuplicaban en Antofagasta, entre hombres y mujeres, al resto del país. El estudio, que publicaron en The Journal of Urology, fue un dato más a la causa de la tragedia del arsénico, pero no generó ninguna política pública.
—Ni el ministerio ni nadie se ha interesado. Yo le avisé al seremi en ese momento, pero me dijo que el problema estaba corregido, que el agua estaba limpia —dice Fernando Coz—. Tampoco es fácil saber qué se podría hacer. Pero al menos se debería saber quiénes nacieron esos años en Antofagasta, y ese segmento de la población debería estar avisado. Les deberían decir: en vez de tomarse la presión, vigílese por esto.
La epidemióloga Catterina Ferracio, de la U. Católica, es la persona que más ha investigado el cáncer por arsénico en Antofagasta, en todas sus variantes, y ha sido testigo de las dificultades que han impedido que haya soluciones. A principios de los 90 fue convocada a estudiar el problema por los ministerios de Salud y Minería, ante la alarma por el aumento de las tasas de cáncer, y con las faenas mineras en Chuquicamata como principal sospechoso. Su primera pelea, cuenta, fue convencer a todos de que el problema no era el aire contaminado, sino el agua, y que la responsabilidad era del Estado: habían metido a la red de agua potable 890 microgramos (ug) por litro de arsénico, de origen natural, durante 11 años.
Luego fue aportando más datos: que el riesgo mayor sucedía en el útero, que en vejiga octuplicaba, en ese momento, el promedio nacional. En pulmón, lo cuadruplicaba. Las soluciones, cuenta, fueron bajar el nivel de arsénico progresivamente en el agua hasta los 10 ug/L que se instauraron en 2006, acorde a las normas más estrictas a nivel mundial. El tema, en manos de un ministerio que no tenía unidad de cáncer, y manejado por la unidad de Medio Ambiente, tuvo sólo soluciones medioambientales. Pero ella comenzó a juntar evidencia. Desde 1994 ha acumulado dos mil muestras de pacientes, y ha explorado en sus proteínas y genomas, desde una perspectiva más amplia, en busca de la respuesta que ahora busca Fernández para vejiga. Hoy ya tiene dos sospechosos genéticos: un par de enzimas que generan, en algunas personas, que el arsénico circule de forma más cruda por el organismo.
También intentó, hace dos años, convencer a los parlamentarios de la zona de invertir en un programa para identificar a las personas que podrían desarrollar cáncer de pulmón. No es sencillo: hoy no existe ningún sistema de detección precoz —tampoco para vejiga—, y requiere grandes presupuestos para escáneres de alta sensibilidad, formación de especialistas, y la destreza para detectar nódulos pequeños en los pulmones, atravesarlos con una aguja, y aspirarlos en miles de personas.
—Yo calculé unas 15 mil personas con mayor riesgo, que sumaban arsénico y tabaquismo. Hablé con diputados y senadores, pero el sistema de salud no se la puede, no tiene el presupuesto. Ni hay tampoco aún una solución técnica clara. Y esto o lo haces bien o no hagas nada: no toques a la gente para hacerles más daño. También propuse hacer una ley especial, similar a la de torturados en dictadura, para cubrirles la salud. Pienso que los políticos tendrían que tomar la iniciativa.
Dos veces al año hace conferencias del tema. Lo que le dice a la gente que nació entre esos años es lo único que puede decirle. Que su ADN se dañó. Que no fume, que haga ejercicio. Y que por favor vayan al doctor.
RÍO VENENO
Alberto Cáceres, de 65 años, se toma su destino con humor. Tras vivir en Antofagasta justo entre 1959, cuando llegó de María Elena para ir al colegio, y 1969, cuando se fue a la capital a estudiar Ingeniería Civil en la U. de Chile, desde 1989 es el encargado de limpiar el agua que a él mismo lo llenó de arsénico. Es el jefe del Departamento de Planificación de Aguas Antofagasta, encargado del proceso químico que hoy separa el agua del río Toconce de su arsénico, que luego es enterrado en el desierto. Cortés lo explica así: si el agua que hoy consumen los antofagastinos tiene 10 partes por billón, el equivalente a una gota de arsénico en una piscina olímpica, acorde a los más estrictos niveles internacionales, en su momento el agua que él tomaba tenía 850 gotas, o partes por billón.
Cuenta que él lo dimensionó recién cuando estuvo a cargo del proceso. Que antes nadie entendía en la ciudad el peligro, probablemente tampoco los técnicos de la época. Hoy el 30% de lo que consume la ciudad se saca del río Toconce, y el 60% es agua del mar desalinizada. Hace años da charlas en colegios y universidades para tratar de convencer a la gente de que vuelva a tomar agua de la llave, pero es difícil. Cuenta que cuando pregunta, siempre hay 3 o 4, de cada diez personas, que reconocen que sólo toman agua embotellada. También le toca recibir a los investigadores, especialmente de la U. de Berkeley, que vienen periódicamente a hacer estudios a la zona.
—Esto es como si usted hubiera hecho un experimento macabro —dice Cáceres—. Estuvimos diez años expuestos a 850 partes por billón, luego década a década el arsénico va bajando según las normas internacionales. Y como Chile es un país ordenado, están los registros de defunción, y pueden ir asociándolo con la mortalidad.
La decisión de comenzar a sacar agua del Toconce fue el cumplimiento de una promesa que Carlos Ibáñez del Campo les había hecho a los antofagastinos en su campaña. Cuando visitó la ciudad, en 1952, la situación era crítica: no había agua potable, la gente llenaba tinas y bidones con lo que llegaba cada dos días, y los niños morían de cólera. Cuando en 1958 se inauguraron los 350 kilómetros de tuberías de acero que conectaron el río Toconce con la ciudad, algunos técnicos ya advertían de los altos niveles de arsénico, pero no se sabía los efectos que tenía en la salud. De un día a otro, la ciudad pasó de consumir 90 partes por billón a 850, y los efectos fueron inmediatos. El primero en denunciar el arsenisismo fue Antonio Rendic, un médico y poeta croata-chileno, presidente del Colegio Médico de la época, y venerado en la ciudad por atender gratis a los pobres: para entonces, habían comenzado a aparecer en la ciudad rarísimos infartos infantiles, y los primeros cánceres de piel. En los siguientes siete años, el número de muertes infantiles subiría un 24%.
La primera campaña la realizó el siguiente presidente del Colegio Médico, Edmundo Ziede, quien comenzó a denunciar las cifras de infartos, bronquitacia, intoxicación arsenical y decoloración de la piel. Años después también denunciaría amenazas del gobierno de quitarle el título, pero en ese momento hizo lo que debía hacer: mandó en secreto muestras a EE.UU., a la Clínica Mayo, que arrojaron hasta 20 veces más arsénico que lo permitido. Para mediados de los 60, en la ciudad había psicosis, muchos evitaban tomar agua, y científicos nacionales e internacionales comenzaban a publicar estudios. Edmundo Ziede hijo, también urólogo y presidente del Colegio Médico después de su padre, recuerda que en esos años, del 66 al 73, trataron como tuberculosos a un gran número de pacientes que luego entenderían que tenían cáncer de riñón o vejiga.
En 1970, Eduardo Frei Montalva fue el primer presidente en ordenar una solución para la crisis del arsénico, haciéndola oficial por primera vez. Un año después comenzó a funcionar la primera planta de filtro del Salar del Carmen, que bajó el arsénico a 120 partes por billón en el agua.
EL CENTRO DEL CÁNCER
Zamir Nayar, el director del Servicio de Salud de Antofagasta, dice que la alarma saltó de nuevo hace unos 12 años, cuando el cáncer se convirtió en la principal causa de muerte de la región. Su trabajo hoy es buscar cómo enfrentar el daño por contaminación más nocivo en la historia del país. Ahora los esfuerzos del servicio están puestos en la construcción del Centro Oncológico del Norte, un proyecto aprobado el mes pasado y que debería concretarse en 2017. Sería el primer centro integral destinado a concentrar todos los casos de cáncer de la región. Para eso, dice, están formando profesionales, invirtiendo en equipos y escribiendo protocolos que agilicen el tratamiento de los pacientes de cáncer con alto riesgo.
—Para lograr algo necesitamos una política pública de largo aliento. Tuvimos una población expuesta durante muchos años a arsénico, y está absolutamente demostrado que hay patologías asociadas. Ahora nos estamos haciendo cargo.
“Hay que aprovechar el laboratorio que se produjo en esta ciudad, que no fue intencional. Antofagasta tiene condiciones que ninguna ciudad más en el mundo tiene para la experimentación, se pueden conocer aristas de la enfermedad que en ningún otro lado podrías”, dice el doctor Patricio Valdebenito.
El urólogo Patricio Valdebenito, que ha tratado a unos 400 antofagastinos por cáncer de vejiga, y es el hombre en terreno del estudio de Mario Fernández, cree difícil que la generación del arsénico alcance a verse beneficiada de todos los estudios que están haciendo, pero que al menos hay que aprender lo más posible de lo que pasó.
—Hay que aprovechar el laboratorio que se produjo en esta ciudad, que no fue intencional. Antofagasta tiene condiciones que ninguna otra ciudad en el mundo tiene para la experimentación, se pueden conocer aristas de la enfermedad que en ningún otro lado podrías. Obviamente el grupo afectado debería tener un seguimiento estricto, y alguna indemnización. Pero no creo que suceda.
Julia Cortés, la profesora que superó un tumor, ha decidido atenderse privadamente, aunque no le sobra el dinero. Cada tres meses paga 800 mil pesos por el seguimiento de su cáncer de vejiga, y no quiso entrar en el plan AUGE. Ya no confía en los servicios públicos.
Tampoco confía en el agua que llega a su casa. Desde hace tres años, ella y sus tres hijas sólo consumen agua envasada. Dice que no volverá a tomar un vaso de agua de la llave en lo que le quede de vida.