Debe haber sido al término de la segunda visita, después de varias horas de conversación, que Mariana Callejas, despidiéndome en la puerta de su departamento en Providencia, me dijo que la semana próxima me esperaría con uno de sus platos preferidos –y de los pocos que sabía preparar: un goulash.
Si entonces –como hoy- yo no soportaba el goulash, menos soportaría el goulash de Mariana Callejas. Pero así y todo, después de pensar durante varios días en las implicancias éticas y salubres de la propuesta, la siguiente semana estaba sentado a la mesa de la Callejas tragando un plato particularmente espeso y desabrido. Ella misma me lo previno mientras servía los platos: era una pésima dueña de casa y una peor cocinera. Pero luego, asomando una sonrisa satisfecha de sí misma, dijo que esas falencias se compensaban con un talento literario que, por cierto, había quedado trunco por su papel de agente de la Dirección de Inteligencia Nacional, DINA.
Cuando tomé contacto con ella, hacia mediados de 2010, trabajaba en Ciper y la idea era hacer un perfil literario de su persona, aunque en su caso, más que el de nadie, la literatura estaba íntimamente ligada a la política y la DINA. Así se lo planteé al teléfono y ella aceptó, con una condición:
-A mí no se me trata de usted.
Eran las semanas previas a que la Corte Suprema se pronunciara sobre el fallo del ministro Alejandro Solís, que la había condenado a veinte años de prisión por el crimen de Carlos Prats y su esposa. Aunque las posibilidades de que terminara su vida tras las rejas eran altas, a ella no parecía importarle. O hacía como que no le importaba. Dijo que no sería para tanto, pues tendría techo y comida, y aprovecharía de escribir. Dijo también que era triste escribir y que no la publicaran, pero lo dijo levantando los hombros, con una mueca de indiferencia y desdén, como diciendo Qué más da, ellos se lo pierden.
En esas semanas en que la visité en su departamento me pareció que a Mariana Callejas la dominaba el orgullo antes que cualquier otra cosa. El orgullo y la vanidad, sobre todo. Después de hablar horas con ella y examinar sus gestos, me pareció que la vanidad fue la que la llevó a hacer todo lo que hizo en vida, desde probarse en las misiones asignadas en la DINA hasta escribir y rodearse de escritores que en los años setenta acudían a sus tertulias literarias en la casa-cuartel de Lo Curro.
Si aceptó recibirme en su casa fue por vanidad. Ya casi nadie celebraba los pocos libros que había publicado, la mitad de ellos autoeditados. Hace mucho ya que había dejado de ser esa femme fatal de guerra fría, de modales seductores e ingenuos, pero de todas formas seguía empeñaba en explotar su naturaleza. Cuando me abrió la puerta de su casa por primera vez, apareció una mujer menuda, sonriente, de 79 años y un rostro estirado hace no mucho que le restaba diez o quince años.
Mariana Callejas pasaba por una buena persona, y en algún sentido lo era. Tenía una voz cándida y pausada y un aurea de pureza mística alimentado a su alrededor por inciensos y música gótica del dúo Dead Can Dance. A esa edad, la mujer que acompañó a su marido norteamericano a instalar la bomba contra Prats y que luego se paseó por México en una casa rodante cargada de explosivos para atentar con Hortencia Bussi parecía un alma dócil, a punto de trascender. Sobre todo cuando hablaba de su escritura y mostraba cuadernos universitarios en los que escribió los últimos cuentos y una novela, aún inéditos.
Pero había también otra alma habitando en ese cuerpo. Un opuesto que despertó cuando escuchó que un escritor como Gonzalo Contreras me había dicho que ella no era tan buena escritora y que las tertulias que organizaba en Lo Curro eran una mise en scène para celebrar a la dueña de casa. Entonces, sin dejar de sonreír, la otra Callejas lanzó cosas horrorosas del escritor Contreras.
Pese a las evidencias, nunca reconoció crimen alguno. Incluso, en los días en que la visité, tuvo la desfachatez de poner en duda los crímenes de la dictadura.
Al final la Corte Suprema rebajó la condena a cinco años y Mariana Callejas no fue a la cárcel. Su vida siguió como si nada, recibiendo unas pocas visitas y escribiendo cuentos en cuadernos universitarios. Ahora pienso que el único golpe que acusó fue del medio literario. Su castigo en vida, aunque ella se empeñaba en ahuyentar cualquier asomo de debilidad.
Ese día de mediados de 2010, cuando me recibió con un plato de comida, hablamos preferentemente de sus cuentos autoeditados y de una novela inédita que trata de un grupo de secuestradores, uno de los cuales es aficionado a la cocina y lo pierde la gula. Dijo que era una de las mejores cosas que había escrito y me prestaría el original para leerlo, pero jamás lo hizo. Lo que sí hizo, cuando me iba, fue atajarme en la puerta con una pregunta:
-Y a todo esto, no me dijiste nada, ¿qué te pareció el goulash?