Esta historia comienza con una camper van del 85, una rueda pinchada y una tormenta de arena en medio del desierto australiano. Es noviembre de 2015, la temperatura bordea los 47 grados, y Adelaida, la última ciudad del camino, quedó atrás hace más de 800 kilómetros.
Resguardándose del viento, la fotógrafa Tamara Merino (26), acompañada de su pareja, está obligada a bajarse a cambiar el neumático. Cuando termina, se detiene a mirar el paisaje, el horizonte rojizo salpicado de dunas. Hasta que de repente se da cuenta de que los montículos de arena tienen algo que no cuadra: puertas.
Se acerca a una de ellas y la abre. Una alfombra roja baja hasta al fondo de la cueva, alejándose del calor que sigue azotando la superficie del desierto. Abajo hay una cruz, un altar y la imagen de Jesús labrada en la piedra. Las velas están prendidas, como si fuera a empezar el servicio. Pero no hay ni una sola persona.
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Desde que era muy pequeña, cada vez que Tamara Merino estaba viviendo un momento que quería recordar, cerraba muy fuerte los ojos, como si con esa acción pudiera grabar en su mente cada uno de los detalles de la escena para siempre.
A medida que fue creciendo, sin embargo, se fue dando cuenta de que la memoria era frágil. La solución la encontró en una cámara Leica que había heredado su madre, la chef colombiana Tamara Bloch, dueña de los restaurantes La Maestranza y Pomeriggio. A los ocho años se había vuelto la encargada de sacar las fotos familiares, de guardar el aparato y de armar los álbumes.
20 años más tarde, Tamara se ha convertido en una de las promesas de la fotografía documental chilena, miembro de la generación de fotógrafos emergentes latinoamericanos que ha sabido aprovechar los espacios, que en la última década se han ido abriendo en un medio que históricamente ha estado dominado por Europa y Estados Unidos.
—El arte y la fotografía han tenido un boom en los últimos años, sobre todo internacionalmente. Como nunca antes, los fotógrafos jóvenes tenemos la oportunidad de participar en concursos, talleres, revisión de portafolios —afirma por Skype desde Agra, India, donde ha pasado los últimos tres meses.
A pesar de que hace sólo cinco años terminó sus estudios de fotografía en la School of Visual Arts de Nueva York, sus fotos han sido publicadas en National Geographic, The Washington Post y Wired Photo. El año pasado fue la única representante nacional —entre los fotógrafos, los maestros y el jurado— en la World Press Photo Joop Swart Masterclass Latinoamérica, el prestigioso programa que la fundación organiza desde 1994 en Ámsterdam y que, desde 2015, cuenta con una versión en Latinoamérica y África del Este con el objetivo de diversificar el talento.
—Me gusta centrarme en un grupo específico de personas para contar la historia de un pueblo, de una ciudad o de cierto acontecimiento, pero retratado desde la vida cotidiana.
El resultado es una fotografía íntima, sin poses. Viaja durante meses buscando un sujeto que le llame la atención y, cuando lo encuentra, nunca se queda menos de un mes ahí. Se sumerge en el quehacer de las personas hasta que su cámara se vuelva invisible, para poder capturar lo más esencial de su día a día. Vive con ellos, los visita todos los días.
En 2013 estuvo recorriendo las calles de ciudades de Cuba, como La Habana, Trinidad y Holguín, para documentar cómo la gente estaba viviendo las primeras señales de apertura económica. Más tarde estuvo en Oaxaca, México, fotografiando las fiestas del Día de los Muertos. Y se instala al menos una vez al año con comunidades de Bahía, en Brasil, un estado famoso por sus playas y sus hoteles all inclusive, pero donde, tierra adentro, la pobreza abunda.
—No estoy fotografiando la pobreza, sino cómo viven. Lo más difícil es llegar a ese momento de intimidad por los dos lados, cuando la gente te abre las puertas de su casa y se olvida de tu cámara.
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Pasaron días sin que se toparan con nadie. Durante cinco noches durmieron en la van, sin aire acondicionado y con las ventanas cerradas para evitar encontrarse con una serpiente o una araña venenosa. En las noches, la temperatura bajaba a 30 grados. El calor no daba tregua.
—Estuvimos días caminando por el pueblo. Trataba de acercarme a las puertas, a ver si había alguien que tuviera que entrar o salir. Volví muchas veces a la iglesia, pensando que tal vez era el lugar donde la gente se reunía. No me podía ir sin conocer a nadie.
Conocer nuevas personas es una de sus máximas obsesiones y una de las partes más importantes de su trabajo. Siempre trata de ser ella la que se introduce dentro de las comunidades que quiere fotografiar, sin traductores ni intermediarios. Según ella, esa es la clave para ganarse la confianza.
En Australia, la espera valió la pena. Al sexto día conoció a Gabriele Gouellain, una alemana que llevaba seis años viviendo en ese lugar, y que los acogió dentro de su propia casa. Fue ella quien les mostró que lo que parecía un pueblo fantasma era Coober Pedy, un pueblo subterráneo que desde hace 100 años depende exclusivamente de la explotación del ópalo, una piedra semipreciosa que puede llegar a valer US$ 10 millones, dependiendo de su pureza. Está habitado por mineros de 47 nacionalidades diferentes, el 60% de ellos europeos que llegaron siguiendo una ola que comenzó después de la Primera Guerra Mundial.
Aquellos primeros inmigrantes, soldados que habían pasado los últimos años de su vida cavando y viviendo en las trincheras, descubrieron que la solución para soportar las temperaturas extremas del desierto australiano —que en invierno caen hasta los -2 °C— era sumergirse bajo la tierra. En los dugouts, como llaman los habitantes de Coober Pedy a sus casas cueva, la temperatura se mantiene todo el año constante en 23 °C.
Decidió que tenía que quedarse en ese lugar. Durante más de un mes los acompañó en cada momento: en sus casas, en sus comidas, en lo más profundo de las minas. Lo que le fascinó del pueblo, cuenta en la leyenda de una de las fotos que publicó National Geographic, fue el hecho de que en Coober Pedy, la felicidad o la miseria de sus habitantes depende del hallazgo de una de esas piedras.
Ahora su plan es volver a Chile. Después de años viajando, tiene la esperanza de que su siguiente proyecto la espere cerca de su casa.