Por Javier Rodríguez y M. Cecilia González // Fotos:Marcelo Segura Noviembre 4, 2016

Buscan el timbre, cuesta encontrarlo. La iglesia San Saturnino de la Plaza Yungay está destrozada. Logró quedar en pie luego del terremoto del 2010, pero inutilizable. Es un elefante blanco en medio de un barrio que se ha vuelto a poner de moda. Ellos son tres. Llegaron porque les dijeron que ahí ayudaban a los suyos. Les habían contado de las actividades que la iglesia había realizado con migrantes el año pasado. Actividades de integración y de caridad.
Paul Valéry (35), Gaspard Saintuluc (48) y Senate Ricarde (30) usan ropa deportiva ligera. Tienen frío. Ya llevan un tiempo en Chile y están desesperados. No encuentran trabajo y la poca plata que lograron reunir para venirse se les está acabando. Les abre Juan Carlos Cortez, ex rector del Colegio Seminario Pontificio Menor de Las Condes y párroco de la iglesia desde marzo.

Los invita a comer y, a través de gestos, logra comprender que no hablan español. Les ofrece lo único que se le ocurre: que vengan al otro día para enseñarles lo básico.
Ese día se fueron con casacas para los tres, que el padre consiguió tras un par de llamados telefónicos. Sin frío.
Cortez nunca imaginó lo que vendría después.

Esa misma noche, el párroco buscó manuales de español latinoamericano. No había ninguno. No quería que dijeran bolígrafo, ellos tenían que decir lápiz. Sus nuevos alumnos sólo hablaban créole y entendían un poco de francés. Él sólo sabía un poco de este último. Así que tomó un diccionario y agregó los principales modismos chilenos. Les dijo que el curso sería intensivo: de lunes a sábado, en doble jornada, de tres horas cada una.

Esa semana terminaron siendo ocho los alumnos. Las clases las hacían en la casa parroquial, una antigua construcción de madera, de dos piezas y un baño, del tamaño de una mediagua, que Cortez había reacondicionado para vivir. Formaban una mesa y él aprovechaba de darles de comer.

El número fue creciendo. A fin de mes ya eran cuarenta y no cabían en su casa. Así como el número de alumnos aumentaba, también sus necesidades. Voluntarios del barrio y de colegios del sector oriente, como Los Alerces, lo ayudaban, pero no daban abasto. Incluso llegaron a recibir ayuda de un médico que atendía en la pieza de alojados de la casa parroquial.
—Era agotador. Para un sábado, por ejemplo, teníamos contabilizados 50 sándwiches, pero llegaban 200 personas. No nos daba la comida. Tampoco teníamos el espacio, con la parroquia cerrada. Tuvimos que centrarnos en redactar su currículum, las clases de español y ayudarlos a insertarse. El doctor no pudo seguir viniendo, porque no teníamos espacio — cuenta Cortez.
Entre esos 50 haitianos estaban Dalinx Noel (33, diseñador gráfico) y Farah Joseph Noel (29), su mujer. Habían llegado a Chile a fines de junio. En Puerto Príncipe tenían un cibercafé donde muchos de sus compatriotas iban, precisamente, a comprar pasajes a Santiago. Eso, más la buena promoción que hacían las tropas de paz chilenas presentes en la ciudad desde el terremoto de 2010, los hizo decidirse a venir a probar suerte. Dejaron a sus tres hijos en el Caribe con su abuela y partieron a cumplir el sueño chileno, con la idea de traerlos a los pocos meses.
Al llegar a Santiago se dieron cuenta de que la realidad era otra.
Hoy, hacen lo posible por traerlos antes de Navidad.

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Haiti 17.JPGSon las 10.30 de la mañana del sábado 15 de octubre. A la parroquia San Saturnino comienzan a llegar los haitianos. Hace un frío inusual para esta época del año, incluso hay lluvias anunciadas. Vienen abrigados, con sus cuadernos, pasaportes y paraguas, aunque aún no cae agua. Se saludan en créole y pasan a una sala al lado de la destruida iglesia, donde les sirven desayuno antes de la clase. Ahí, aprovechan de hacerle todo tipo de consultas a Cortez. No, no te pueden cobrar por un permiso de trabajo, eso es estafa. Si te duele la cabeza, tenemos paracetamol. ¿Ya comieron? La ropa la repartiremos al final.
Luego del desayuno se dividen en grupos comandados por distintos voluntarios en un galpón que hace de iglesia y sala de clases a la vez. Son más de cuarenta haitianos los que vinieron, a pesar del anuncio de lluvia. Se ríen y los retan cada vez que conversan en créole. Al final del galpón hay dos niñas jóvenes con computadores, que los ayudan a traducir sus currículum. Entre sonidos de taladros de los arreglos de la calle, intentan poner atención. Saben que aprender español, para ellos, es asunto de vida o muerte. Sin conocer el idioma es difícil que consigan un empleo, requisito obligatorio para que extiendan sus visas.

Los grupos se dividen, más o menos, según el nivel de español que manejan los haitianos. En una esquina, a la izquierda del altar, están los recién llegados. Los voluntarios tratan de enseñarles las cosas más básicas: los números, los días de la semana, cosas que repiten a coro, pero sin alcanzar a retener.
Jonas Jeanbaptiste (24), uno de los miembros del grupo, llegó hace sólo tres días desde Puerto Príncipe, donde dejó a sus cinco hermanos. Cuando una voluntaria se lo pregunta, cuenta que es profesor de inglés, y que le gustaría encontrar un trabajo como ese en Chile. Excellent Jumène (23), en cambio, llegó hace dos semanas con la idea de terminar el colegio. La joven, de chaqueta azul y el pelo negro ordenado en pequeñas trenzas, no habla ni una palabra de español, pero se comunica usando el traductor de Google. Lo primero que compró cuando se bajó del avión fue un celular de 70.000 pesos. Cuando le preguntas, escribe con dedos ágiles: “Me gustaría estudiar medicina o filosofía”.

Según cifras de Extranjería, a agosto de este año ya habían ingresado 20.428 haitianos, representando un crecimiento de un 731% de su población en Chile. Son 110 los haitianos que llegan por día a nuestro país. De los 41.064 que han llegado, sólo 4.404 han vuelto a Haití. De visita no vienen.

—Todos los días llegan a Chile aviones llenos desde Haití. Chile tiene que dejar de hacerse el loco. Los hermanos de Venezuela, Haití y Colombia no vienen a turistear. Tenemos que ver cómo hacer frente a este tema. Hay que ponerse más duro. Hay que romper los mitos. La movilidad en Chile es mínima. Somos un país isla— dice Cortez mientras Noel, quien hoy es su ayudante, traduce sus instrucciones en créole para los menos instruidos.
El tema funciona así. Los haitianos llegan a la iglesia y reciben un instructivo. Por cada clase a la que asisten van sumando puntos. Al llegar a cierta cantidad, son premiados con artículos de aseo. Luego de las clases de español se juntan con Cortez y, junto a los demás voluntarios resuelven dudas de visas y comparten ofertas de trabajo. La mayoría en la construcción o como coperos en restoranes. De los más de 400 que han llegado a la San Saturnino, sólo 25 han podido trabajar.

Porque si bien muchos voluntarios llegan con ganas de contratar haitianos, se encuentran con que tanto sus abogados como los departamentos de recursos humanos les recomiendan no hacerlo. Haití es el único país de América Latina que no tiene un convenio con Chile para convalidar los estudios secundarios. Si bien gran parte de los haitianos que llegan son profesionales —la mayoría tiene estudios superiores, no son los más pobres los que llegan a Chile— a las pocas semanas entienden que la lucha por la convalidación de sus carreras es más larga. Lo primero es certificar que terminaron el colegio. Eso les permitiría trabajar en construcción o como auxiliares en colegios.

Esto se comprueba al leer sus currículos. Al llegar a la parte de expectativas, dice: “Trabajar en cualquier área u oficio remunerado”. Porque hace tiempo que perdieron la esperanza de trabajar en lo que estudiaron.

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Noel y Farah estuvieron a punto de quedar en la calle. Si bien ellos no tuvieron que acreditar los 3.000 dólares que pide el Estado chileno a los turistas haitianos para demostrar su estatus económico, ni tampoco tuvieron que pagarle a un residente para que les hiciera una carta de invitación —las dos opciones que tienen los extranjeros para entrar al país—, no lograron encontrar trabajo hasta que conocieron a Cortez, quien contrató a Noel como ayudante en la iglesia. Farah, por su parte, cocina y ayuda con las labores de limpieza.

Los grupos se dividen según el nivel de español que manejan los haitianos. Los voluntarios tratan de enseñarles las cosas más básicas: los números, los días de la semana, cosas que repiten a coro, pero sin alcanzar a retener.

La ayuda necesita coordinación. Sus compatriotas no sólo llegan pidiendo asistencia judicial o con el idioma. Muchos vienen enfermos, sobre todo las mujeres, con infecciones urinarias. Esto, explican ellos mismos, porque al vivir hacinados en piezas donde comparten hasta cincuenta personas durmiendo en el suelo, con tres baños, en pensiones donde les arriendan por 200.000 pesos mensuales, es fácil contagiarse con algo. Además del frío, que aumenta el riesgo de este tipo de enfermedades.

Y Cortez ha tenido que hacerlas incluso de médico. Mucha gente le ha ayudado, pero a medida que fueron creciendo las necesidades y los recursos no alcanzaban para todos, varios donantes le propusieron una solución, que él no estuvo dispuesto a aceptar: discriminar entre católicos y no creyentes.
—No hay proselitismo. Hubo gente católica que me aconsejó que atendiera sólo a los católicos. Laicos, no la jerarquía. Padre, priorice y si hay poca comida dele sólo a los que van a misa o se confiesan. Y es gente que va a misa todos los días. Llegué a escuchar gente que me decía al que se confiesa, dele comida. De los 450 que han pasado acá, con suerte 50 son católicos. La mayoría son evangélicos pentecostales.

Su apuesta, ahora, es sistematizar la ayuda. Ha tocado puertas en la Iglesia. Los jesuitas, al Instituto Católico Chileno de Migración (Incami). Al principio, lo ayudaron, pero al ver que la cantidad no paraba de crecer, dejaron de contestar sus llamados. Él no los culpa porque, tal como ellos, ha sentido la misma angustia.
Por eso, con ayuda de privados está haciendo los trámites para fundar una corporación que les permita generar alianzas concretas. Por ejemplo, ya tienen avanzado un acuerdo con Derecho UC para ayudar a los haitianos a través de su clínica jurídica.

—La década pasada fue Techo con los campamentos, antes la Teletón. Por lo mismo, queremos ponernos los pantalones largos. Ya comenzamos las gestiones para armar una corporación: hay un estudio de abogados ayudando y una agencia de publicidad creando un nombre que convoque a muchos chilenos para ayudar a los inmigrantes —dice José María del Pino, su coordinador de comunicaciones.

Su idea, también, es visibilizar la destrucción de la iglesia, la del barrio del roto chileno, que ya lleva seis años cerrada producto del terremoto. Según Cortez, la ex alcaldesa Carolina Tohá se comprometió con los arreglos, pero al final no se hizo nada. Lo mismo con el gobierno de Piñera. Y que sea patrimonial hoy los limita: ya los han multado tres veces por intentar sacar los escombros que todavía se apilan en el patio.

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Hoy, probablemente, Matthew debe ser el nombre menos elegido en Haití. El paso del huracán del mismo nombre por el sur del país, el 8 de octubre pasado, dejó más de 800 muertos y al país aun más en el suelo, del que no se ha podido levantar luego del terremoto del 12 de enero del 2010. A los haitianos de la San Saturnino les preguntaron por sus familiares, si necesitaban ayuda, pensando que más de alguno se aprovecharía y levantaría la mano, total nadie podía acusarlos de estar mintiendo. Pero sólo dos lo hicieron: hoy la pastoral coordina ayuda para nueve familias damnificadas, con nombre y apellido, a quienes les entregarán directamente el dinero.

haiti 3Si hay algo por lo que ha luchado Cortez es por la eliminación de los estereotipos. Y no sólo con los haitianos, que son discriminados por raza y situación económica, sino también con los “cuicos” que vienen a ayudar.
—Tenemos que entender que somos un país diverso. No todos los ricos son avaros, no todos los haitianos son flojos, ni todos los colombianos narcotraficantes. Esta es la plaza del roto chileno, sí. Pero también es la plaza de los peruanos, bolivianos, haitianos y los que sean.

Los vecinos así lo han entendido. Si en la colecta de la misa generalmente se reúnen 20 mil pesos, en la colecta especial que hicieron en misa para los damnificados del huracán juntaron más de 90 mil pesos. También se han hecho colectas en los colegios del barrio, como el Colegio San Antonio, que se acercaron a la parroquia a preguntar cómo podían colaborar.

Esa ayuda, que puede ser poca plata, es lo que más feliz ha hecho a Cortez. Eso y, claro: la aparición de un donante anónimo que pagará los pasajes de los tres hijos de Farah y Noel, además de un pasaje para que uno de sus padres viaje a buscarlos a Puerto Príncipe. Ahora, sólo tienen que esperar que en Haití repongan las libretas para hacer los pasaportes de los niños —explicación que les dieron en el consulado haitiano— o “pagar” para acelerar el trámite.

Ellos ya decidieron. Luego de ver cómo sus compatriotas han sido estafados con las cartas de invitación al país y visas de trabajo, eligieron seguir el conducto regular.

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