No hace mucho me preguntaron cómo eran los libros escritos durante la dictadura de Pinochet, cómo me habían influido, cuáles eran mis favoritos o los que me golpearon más. Me costó responder. Yo asocio la dictadura con otras cosas, partiendo por el apagón cultural, una mediocridad que invadía todo, como una niebla de película B, el mal como ministerio, la violación permanente a todos los derechos humanos, la música disco y lo peor de la televisión, porque cuando uno piensa en Pinochet, lo primero que se te viene a la mente no son libros y menos películas. Sé que coleccionaba libros militares y de estrategia, pero insisto: Pinochet y libros (militares y cultura) cuesta incluirlos en una misma línea.
Dicho eso: es innegable que Pinochet, literal y metafóricamente, se convirtió durante décadas y décadas en algo así como una inspiración negra o un personaje infaltable en buena parte de nuestra literatura (secundario casi siempre, ominoso, tétrico, aterrador con esos anteojos de sol negros, siempre ahí al tanto de todas las hojas que se movían). La literatura y el cine chileno (y las artes visuales y la poesía y la música y el teatro y acaso todas las artes, incluso la danza) están impregnados de Pinochet y, cómo no, como es totalmente lógico y comprensible, de la dictadura.
¿Chile es sinónimo de Pinochet?
O dicho de otro modo: ¿se puede escribir de Chile y evitar a Pinochet?
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Lo que creo que es indiscutible es que Pinochet terminó por teñir e inmiscuirse y capaz que hasta perfiló durante unos años el arte chileno. Si un artista debe y siente que parte de su labor es reconfigurar y leer el presente de su país, entonces escudriñar la dictadura era lo que había o tenía que hacer (Dios, si hasta yo lo hice). La pregunta ahora es quizás otra: ¿es inevitable que siga colonizando y ultrajando nuestro cine y nuestra literatura? ¿Es lo que debe ser o hay otras opciones? A diez años de su muerte: ¿sigue siendo el acento que impregna nuestro idioma? ¿Es el Darth Vader que se cuela incluso en historias de adolescentes y de niños? Después de estar recientemente en dos ferias del libro con una inmensa presencia chilena, la pregunta que me ronda es, ¿se puede evitarlo o es ineludible? O quizás lo que va a suceder (lo que sería sano, acaso) es que Pinochet no vaya desapareciendo del todo (o quizás sí), sino que se alce como un tremendo accidente geográfico: es parte del paisaje, es un cataclismo telúrico, pero no es el país entero.
¿Puede eso suceder?
¿O acaso ya sucedió?
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Durante la dictadura no había demasiadas obras acerca de lo que estaba ocurriendo (yo iba al cine para escapar; leía para estar en otra parte) y las obras que tocaban el tema, a las que deseaba acceder, estaban prohibidas (Missing, de Costa-Gavras; La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile, de García Márquez). Las librerías y el cine eran mirados con atención, pero lo cierto es que se colaron bastantes novelas que podrían ser reducidas como anti-Pinochet. La obsesión de la dictadura era más pop: controlar los medios y la televisión. No sólo atajar cualquier intento de disonancia (aunque poco a poco fue floreciendo una notable prensa de oposición, que hoy echamos de menos con intensidad) sino poner en la agenda una moral cuma del espectáculo que logró su histeria de la negación con TVN, en general, y esa orgía kitsch que era el Festival de Viña, en particular.
Los libros eran caros (el 19% fue un aporte de Pinochet a la causa y hasta ahora todos respetan su dictado) y seguro que los autores dentro del país se cuidaron y las editoriales se autocensuraron y era casi imposible y francamente peligroso leer a Marx pero, de a poco, novelas acerca de la dictadura comenzaron a aparecer (casi todas escritas y editadas en el exterior, aunque no todas). También hubo literatura interna que no fue tomada en cuenta por ser considerada reaccionaria y de derecha: las obras un tanto sensacionalistas de Lafourcade y la nostalgia conservadora de Rosasco, además de un libro clave que se adelantó a la estética neoliberal y trepadora: La Beatriz Ovalle, la notable y adelantada-para-su-momento novela de la farándula del toque de queda escrita por un Jorge Marchant Lazcano canalizando un poco a Puig. Las excepciones en el interior de la pesadilla se conocen: Zurita, Eltit antes de contaminarse de NYU y transformarse en canon, Enrique Lihn, Elvira Hernández. Es cierto: Mariana Callejas daba talleres con Michael Townley en el sótano, pero las novelas desechables que surgieron de ahí (y Nocturno de Chile, de Bolaño, que destrozó de paso al crítico Ignacio Valente y capaz que a la Nueva Narrativa) no son las que uno recuerda cuando piensa en novelas de la dictadura.
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Gran parte de la literatura escrita durante la dictadura fue más acerca del golpe o exploraba la época de Allende y la Unidad Popular. Hubo que esperar que terminara la dictadura (un poco de distancia nunca está mal) para que los libros se enfrentaran a Pinochet no sólo como dictador sino como un fantasma, villano, padre todo poderoso, abuelo senil asesino. Durante más de cuatro décadas Pinochet (como persona, como idea, como terror, como moral, como verbo, como ideología, como asco) ha permeado y acaso moldeado las dos principales artes narrativas: el cine y la literatura.
La literatura de la dictadura no fue escrita realmente durante la dictadura y menos desde la línea de fuego. La masa crítica de la literatura sobre Pinochet es posterior y llega incluso hasta ahora, en alguna medida, con la llamada “literatura de los hijos” (narraciones acerca de aquellos que fueron hijos de las víctimas o de aquellos a los que les tocó padecer esos nefastos diecisiete años). Aun así, y arriesgándome a dejar libros clave que enfrentaron el tema de lado, me gustaría señalar al menos tres: La casa de los espíritus, de Isabel Allende que, de manera más literal pero, también en clave de realismo mágico, hizo una muy entretenida saga familiar, de proporciones épicas, que resumió los cincuenta años anteriores al golpe y trató de explicar por qué sucedió lo que sucedió. José Donoso procesó el golpe y sus orígenes en Casa de campo (quizás la mejor alegoría del golpe: niños sobregirados se toman una casa y los patrones instigan a los empleados para imponer el orden) y, luego, volvió al ataque con la notable y poco apreciada El jardín de al lado, donde el año 1981 Donoso deja las metáforas en el clóset y se pregunta: ¿puede un autor chileno no escribir de Pinochet? Luego Donoso, de manera muy atinada, intentó captar el Chile bajo Pinochet y con toque de queda con un título tan preciso como tremendo: La desesperanza.
En los libros de Donoso, Pinochet está detrás del tupido velo. En libros más recientes ha aparecido en cómics y en sátiras y en crónicas y como parte de investigaciones y obras de no-ficción. Once años después del regreso de la democracia, Lemebel satirizó con humor a la pareja Pinochet-Hiriart en Tengo miedo torero. Lucía Hiriart sí provoca morbo y funciona como personaje y ahí está el alucinante libro de Alejandra Matus titulado Doña Lucía. ¿Es entonces Pinochet una figura literaria o lo literario pasa necesariamente por ser víctima o haberlo padecido de una u otra manera?
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La literatura y el arte siempre han tenido claro que lo justo y lo que corresponde es perpetuar la memoria (no olvidar, esto pasó y no puede volver a suceder, una dictadura que desata violencia y rabia deja a todos, incluso a dos o tres generaciones posteriores, dañadas). Esto es clave y es parte de lo que se trata el arte real: recordar, rememorar, no permitir que la historia se disipe.
Pero ¿dónde está la línea fina entre ser consecuente, empoderado y mesiánico y, por otro, como se dice vulgarmente, “quedarse pegado”? Es aquí donde entramos en un terreno más resbaloso y donde quizás el arte chileno ha sido menos responsable al momento de ayudar a sanar las heridas, a curarlas, a proponer una alternativa, un camino nuevo, a abrazar incluso el presente, la modernidad y la democracia. ¿Dónde está la novela que explica el primer gobierno de Bachelet? ¿Existe un buen libro sobre los años de Ricardo Lagos? ¿Puede la memoria saturar y abrumar? El filósofo búlgaro Tzvetan Todorov cree que, sobre todo ahora, los occidentales, y más concretamente los europeos, parecen obsesionados por el culto a la memoria. Rozando lo políticamente incorrecto afirma que, aunque hay que procurar que el recuerdo se mantenga vivo, “la sacralización de la memoria es algo discutible”. Y acota: “Debemos permanecer alertas para que nada pueda apartarnos del presente, y también para que el futuro no se nos escape de las manos”.
Todorov cree que el presente merece una chance, entre otras cosas, para enfrentar el racismo, la xenofobia y la exclusión del otro y así también intentar paliar las atrocidades de mañana. Todorov cree que a veces se abusa de la memoria y se pregunta: “¿Una vez restablecido el pasado: ¿para qué puede servir, y con qué fin?”. Todorov señala dos grandes males que aquejan a la memoria. Por un lado, los intereses ideológicos por hacerla desaparecer; por otro lado, la sobreabundancia de información que amenaza con el colapso y la tergiversación interesada de los hechos. Sin duda la condena del olvido es intolerable (the UDI way of life), pero también subraya el problema que implica el elogio incondicional de la memoria puesto que la carga emocional que lo acompaña puede llegar a límites insospechados. “La exigencia de recuperar el pasado, de recordarlo, no nos dice todavía el uso que se hará de él”, sentencia. Su libro Los abusos de la memoria, que acabo de comprar en la FIL de Guadalajara, abre con esta cita de Jacques Le Goff: “La memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente y a los tiempo venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de los hombres y no para su sometimiento”.
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Quizás ahora, a 43 años del golpe y diez de la muerte de Pinochet, y a días de la desaparición de Fidel Castro, está sucediendo algo no menor que capaz que no se haya constatado: un arte post-Pinochet.
¿Los nuevos narradores nacidos a fines de los ochenta son eso? Paulina Flores, Daniel Hidalgo, Juan Pablo Roncone, Matías Correa, Romina Reyes, Antonio Díaz Oliva, Juan José Richards, el Gay Gigante, Camila Gutiérrez y tantos más son post-Pinochet?
Al parecer no son hijos de la literatura de los hijos.
¿No son acaso hijos de la transición?
¿No tienen otras luchas que dar?
Romina Reyes lo dijo una vez: “Me carga ese afán de limpiarse en el lenguaje para borrar ciertas marcas de clase”.
¿No hay un tema que sí tiene que ver con la memoria y además con el presente?
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Esto quizás se está alargando.
Mucha memoria, quizás más presente.
Veamos algo de cine, fijémonos en el cine chileno. Eso es lo que voy a hacer, con esto voy a cerrar. He hecho cine, veo cine, me considero cinéfilo, he intentado ser crítico de cine, me gusta escribir de cine.
Me siento parte del cine chileno.
A Pablo Larraín, quizás nuestro mejor cineasta de exportación, le duele Chile, indaga en la memoria de Chile, le preocupa la memoria. Yo personalmente creo que su tema es el poder y por eso quizás su cinta más interesante es una que no me gusta nada, pero que me parece la mejor de las suyas: El club. Ahí el malo es otro (la Iglesia, no Pinochet) y el tema subyacente es el poder (su tema que, sospecho, se lucirá en Jackie, su mirada al traspaso del poder después del asesinato de JFK).
Los grandes éxitos chilenos (más de premios que de público) han estado cerca del tema de la memoria y de Pinochet y el golpe. Ahí están Machuca, Dawson: Isla 10; Tony Manero y decenas y decenas de documentales. Pero este año he visto cintas nuevas, cintas llena de libertad, contemporáneas, libres, que no han convocado suficiente público, pero que están, acaso sin querer, cambiando el paradigma. Son cintas post-Pinochet y algunas son comedias (todo Nicolás López); aunque hay muchos dramas que indagan en Chile y en sus miserias e injusticias pero se saltan, consciente o inconscientemente, a Pinochet. Ahora hay otros enemigos. Y a pesar que esas amenazas existen y siguen, la vida continúa y a veces hay hasta felicidad, ligereza. Hace unos años, Sebastián Silva (acaso nuestro mejor cineasta, de una sensibilidad pop finísima, que sabe fusionar el humor con la empatía) fue desplazado con ese exitazo que fue La nana de estar nominado al Oscar para darle un espacio a Dawson, de Littin.
Ahí partió el declive del cine memorioso.
Ahí partió el cine que nace del Gen Raro, que a veces es queer o gay o raro, sin duda liminal, al borde, ambiguo, en las afueras, y muchas veces femenino. Ahí está Gloria de Lelio, Joven y alocada de Mariali Rivas, y ahí está Vida sexual de las plantas, de Brahm. Pinochet ni se aparece en Sebastián Silva (qué gran cinta es La vida me mata; que notable es Gatos viejos) y en El Bosque de Karadima, de Matías Lira, el malo puede votar por Pinochet o tenerle simpatía, pero Karadima no es Pinochet. Hace poco quedé fascinado con Las plantas, una cinta joven en todos los sentidos de Roberto Doveris que indaga en una generación nacida en los 90, y con Nunca vas a estar solo, el debut de Álex Anwanter, es la homofobia y hasta el sistema de salud lo que destroza a los dos héroes: padre e hijo. De jueves a domingo, de Dominga Sotomayor, recuerda el pasado de una separación, y su visión del calvario de los hijos poco tiene que ver con ser hijos de la dictadura sino con ser hijos de personas falibles y confusas. En la ultra contemporánea Aquí no ha pasado nada, de Alejandro Fernández Almendras, el sistema imperante es el enemigo que convierte en víctima a un casi-victimario y el personaje inspirado en Carlos Larraín y sus redes aterra tanto o más que las redes que tejió la dictadura.
Entre otras cosas porque esto ocurre en democracia.
Las cosas no deberían ser así, pero lo son.
Podría seguir nombrando cintas (quizás las mías son parte de este opus), pero la mejor de todas, la cinta que creo que va a ser recordada por lograr alterarlo todo, por encontrar una estética y una ética, es la emocionante y sutil y cotidiana Rara, el debut de Pepa San Martín. Rara le da el nombre Gen Raro a este artículo, y es una rareza en el buen sentido: el enemigo acá son los prejuicios y la idea de confundir “Viña con Nueva York”. Inspirada en el caso de la jueza Karen Atala, es una cinta acerca de una tragedia contada con cariño, amor y sentido de familia. Rara es una película sobre algo horroroso (el desmantelamiento de una familia por una homofobia cotidiana que no es una caricatura sino una forma de ser chilena), y aún así permite que todos sus protagonistas sean víctimas. Quizás sólo una mujer (y un grupo de mujeres) pudo haber hecho algo tan rupturista para nuestra tradición. Rara nos recuerda el pasado, nos restriega el presente y nos advierte del futuro.
Quizás ya estamos cambiando el tema. No tanto para olvidar sino para cuidar heridas nuevas y tratar de curar y darle una chance a las pulsaciones, miedos y esperanzas de una nueva generación.