Por Javier Rodríguez // Ilustración: Alfredo Cáceres Febrero 17, 2017

La cordillera y Pinochet. Kete Mirela Fuma (32 años, licenciada en Relaciones Internacionales del Instituto de Relaciones Internacionales de Maputo, capital de Mozambique) dice que cuando vio aquel folleto de becas en Sudamérica, particularmente en Chile, intentó recordar qué sabía del país. Y esas dos palabras se vinieron a su mente.

Kete trabajaba en una empresa que se dedicaba a hacer consultas ciudadanas para proyectos de multinacionales. Vivía con su madre y dos de sus siete hermanos. En ese momento se encontraba haciendo las consultas para un proyecto en Pemba, un pueblo pesquero al norte de Mozambique, donde dos multinacionales moverían a su población para instalarse a extraer gas y petróleo. Le preocupaba cómo serían reubicadas esas personas, una realidad común de Mozambique, donde más del 70% de la población vive en casas “informales”, el símil de nuestros campamentos.

“En mi país se habla del racismo. Pero lidiar con él, sola, es duro. Generalmente no son palabras: o te miran feo, o te sientas a su lado en la micro y se cambian de puesto”, dice Kete Mirela Fuma, de Mozambique.

Una amiga que se encontraba estudiando en Chile le contó de la  beca Nelson Mandela que daba el gobierno chileno desde 2015. Revisando los programas —que van desde astronomía, minería, agricultura y ecología— encontró uno que le interesó. Ahí fue cuando, por primera vez, se perdió en la traducción.

Postuló, y el 2 de agosto de 2015 aterrizó en Chile para unirse a la primera generación de becarios Nelson Mandela, con compañeros de Sudáfrica, Angola y de su país. 22 profesionales que estudiarían por dos años en Chile, con una beca de 460.000 pesos para mantenerse con el compromiso de que, al finalizar su programa, volvieran a trabajar en lo que aprendieron a sus respectivos países. Una medida de cooperación internacional que hoy le cuesta 1 millón de dólares anuales al gobierno chileno.

Kete llegaba a cursar el magíster en Asentamientos Humanos y Medio Ambiente dictado por la Universidad Católica. Debido a su trabajo en Maputo, ella pensaba que el programa trataría sobre cómo integrar a la gente a sus nuevos hogares, pero cuando llegó se encontró con que tendría que aprender, incluso, planificación urbana, algo que nunca pensó. Confundió “asentamiento” con “reasentamiento”.

—Me ha costado mucho el idioma. En Mozambique me dijeron que era fácil, que se parecía al portugués. Pero me di cuenta de que tiene muchas trampas. Por suerte, al principio, los profesores me dejaban hacer los trabajos en portugués o en inglés. Es que no les entendía nada —dice.

Imagen 20161121_115123Pero el idioma no ha sido lo más difícil. Lo que más le costó, explica, fue encontrarse con un modelo de vida diametralmente opuesto al de su país. De esto se dio cuenta cuando un compañero suyo del magíster, también becario y mozambiqueño, se enfermó de cálculos renales en diciembre. A pesar de tener un seguro de salud como parte de la beca, en una clínica santiaguina les informaron que no podían operarlo. Por suerte sus profesores les dijeron que, por ser alumnos, tenían un convenio con la Clínica de la UC.

En la sala de urgencias de la primera clínica privada, precisamente, escuchó cómo una abuela le decía a su hija que la llevaran para otro lado, que ahí era demasiado caro.

—Ahí me di cuenta de que en Chile uno puede morir sin seguro de salud. Si te enfermas en Chile no piensas en cómo mejorarte, sino en cómo pagar. Eso es lo primero. En mi país la calidad no es la misma, pero al menos hay oportunidades para todos. Yo estoy acá porque pude hacer un pregrado. Acá en Chile es difícil salir adelante. Ahí miré a Mozambique y pensé: con todos los defectos que tienes, no eres tan malo. ¡Te quiero!— dice riendo.

Además, a diferencia de becarios que viven en otras ciudades, ha sufrido la discriminación en carne propia.

—En mi país se habla del racismo. Pero salir de tu zona de confort y lidiar con él, sola, es duro. Generalmente no son palabras: o te miran feo, o te sientas a su lado en la micro y se paran. Una señora una vez me preguntó en la calle cuánto me pagaban por limpiar el piso. Con lo de la micro es lo mismo. Prefiero pensar que no es por mí. Decidí contestar con una sonrisa.

Y así le contestó, por ejemplo, a una señora que en enero pasado le metió conversa en el metro. Kete le comentó que había ido a la playa.

—Me encantó Pichilemu, lo malo es que no me eché bloqueador y me quemé.

—Disculpa, ¿pero cómo te das cuenta si te quemas?

Hoy cuenta la anécdota riendo. A pesar de que le ha costado, le gusta Chile. Y le gustaría quedarse. Pero sabe que en agosto debe volver a su país. Y ya tiene planes.

—Quiero trabajar en la municipalidad de Maputo o en ONU Habitat en Mozambique. La ciudad y el país están creciendo igual que otros países, incluso Chile, pero con una diferencia: nadie se preocupa de que sea un desarrollo sustentable, que se cuide al medioambiente y a la gente. Hay mucho por hacer.

Una historia en común

Alexis Sánchez, Eduardo Vargas, Arturo Vidal. Desde el Mundial de Sudáfrica 2010 que Bhekumuzi Sifuba (28 años, licenciado en Negocios y Administración de la Universidad de Fort Hare de Sudáfrica, la misma donde estudió Nelson Mandela) se hizo fanático de la selección chilena. Le gustó la apuesta de Bielsa: arriesgado y con jugadores jóvenes. Pero su máximo referente chileno no era ninguno de estos cracks, sino Manuel, como él llama a Manuel Pellegrini. Porque la influencia inglesa sigue siendo fuerte en Sudáfrica. Bhekumuzi se considera hincha del Manchester City y aún lamenta la partida del ingeniero.

“Creo que la dictadura de Pinochet se parecía a nuestro apartheid. La discriminación, las injusticias. Los dos países dejaron, hace poco, episodios dolorosos de lado para entrar al desarrollo”, dice Bhekumuzi Sifuba, de Sudáfrica.

Antes de venirse a Chile, en 2016, trabajaba en el Ministerio de Comercio e Industria en Pretoria, específicamente en la unidad de internacionalización, analizando opciones de cooperación con países asiáticos. La necesidad de seguir aprendiendo idiomas y perfeccionarse lo llevó a buscar una oportunidad para especializarse. Estaba entre Rusia y Chile, pero decidió venir a nuestro país, particularmente a la Universidad de Concepción, donde estudia un máster en Economía y Recursos Naturales.

Esto porque, según él, ambos países viven momentos similares.

—Creo que la dictadura de Pinochet se parecía a nuestro apartheid. La discriminación, las injusticias. Los dos países dejaron hace poco episodios dolorosos de lado para entrar al desarrollo. Aparte el clima también se parece —explica.

A diferencia de Kete, no se ha sentido discriminado. De hecho, todo lo contrario; varios de sus amigos lo llevaron a las reuniones y manifestaciones por la vuelta del “Lion” al fútbol profesional, como llama él al “León de Collao”, Deportes Concepción.

DSC_0025.jpgAsí también estuvo ayudando en los incendios en Tomé. Junto a otros compañeros se acercaron a una compañía de bomberos, se juntaron con otro grupo de voluntarios y partieron. Allí movieron escombros, cocinaron para la gente y limpiaron la basura. Y a pesar de que la gente le pedía fotos, él asume que por ser negro, no se ofendía, todo lo contrario: sabía que con eso los podía ayudar a pasar un buen rato.

Pero él no es el único sudafricano en Concepción, como cantaría Sting de conocer su historia. Lona Gqiza (24 años, licenciado en Relaciones Internacionales) trabajaba en el Departamento de Ciencia y Tecnología de la Fundación de Investigación Nacional de Sudáfrica. A pesar de que no maneja el idioma, como Bhekumuzi, se ha sentido igual de bien que él en Concepción y ,cuando vuelva, quiere escribir sobre la relación entre Chile y Sudáfrica para luego poder volver. Hoy estudia un magíster en Gobierno y Ciencias políticas.

Y si de cooperación con África se trata, la Universidad de Concepción es pionera. En 2014 crearon un programa de cooperación con el continente, donde ingresaron 16 alumnos de pregrado angoleños a carreras como Ingeniería Civil en Minas, Geofísica e Ingeniería Geomática, financiados por la empresa petrolera Sonangol. Luego, gracias a la Beca Nelson Mandela, pudieron extender el beneficio a alumnos de posgrado, de los que hoy ya tienen 22 alumnos.

 

Aprender a no escuchar

Edison Atencio ya llevaba dos años trabajando en Luanda, Angola, cuando conoció a Jercia Julio (33, angoleña, licenciada en Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Lisboa), su futura esposa. Pero no la conoció en Angola, donde trabajaban a pocas cuadras de distancia —él como consultor en Sonangol, ella en la Cancillería angoleña— sino en Santiago de Chile.

Era octubre de 2014 y una compañera de Jercia en la cancillería, que conocía a Edison, le comentó que venían a Chile a hacer una pasantía en la Academia Diplomática. Él justo venía de vacaciones en el mismo período así que aprovechó de mostrarles Santiago y pasear juntos. Luego de eso nunca dejaron de hablar.

DSC_0035.jpgPor eso, cuando Jercia recibió un correo de la embajada chilena en Sudáfrica, pensó que Chile, aquel país que ya conocía, podía ser una buena oportunidad. Postuló y quedó en el magíster en Ética Social y Desarrollo Humano en la Universidad Alberto Hurtado. Edison se vendría con ella, pero le pidió que hicieran las cosas bien y se casaran.

Lo que Edison no tenía claro era que tendría que pedir la mano de su amada al estilo angoleño: debía ir donde los padres de Jercia, pedirles permiso para casarse con su hija. Luego estos se reúnen con el resto de la familia y fijan una dote, que consistió en un traje para el padre, zapatos, bebidas y 500 dólares. Las familias se conocieron por Skype y Jercia se pudo venir.

Aquí la recibieron sus suegros, en septiembre de 2015, ya que Edison sólo podía volver en diciembre por su trabajo. Y, al principio, se arrepintió de venirse a Chile. Sobre todo cuando caminaba por el centro y los hombres se le acercaban más de la cuenta. A hablarle al oído o a preguntarle cuánto cobraba. Cosas que Jercia, asegura, tuvo que aprender a dejar de escuchar. A dejar de escuchar y a tener paciencia con cada persona que le preguntaba si cuando despertaba veía leones en la calle o si en su país vivían arriba de los árboles.  La dificultad de los estudios también la complicó.

Imagen PREBODA EDISON Y JERCIA_0028—Me costó al principio. La cantidad de material para leer, en español, era mucha. Llegaba a mi casa llorando, incluso en clases lloraba, pero con la ayuda de mi esposo pude ir avanzando. Si no entendía un párrafo, le mandaba la foto por WhatAsapp y él me ayudaba.

El jueves de esta semana, Jercia Julio volvió a Luanda a visitar a sus 13 hermanos y 17 sobrinos. Un viaje al que, asegura, se tendrá que acostumbrar. Porque mientras ella está obligada a volver a Angola, tendrán que ver cómo lo hará su marido, quien renunció allá a la principal empresa petrolera del país. Ella, dice, estará yendo y viniendo.

Pero eso vendrá después. Mientras, se preocupa de terminar su tesis sobre, por supuesto, Angola. Quiere entender por qué un país en crecimiento, como el suyo, que logró la paz luego de la guerra civil de 2002, que es la potencia petrolera africana, no tiene desarrollo social. Quiere ver qué está fallando para que se produzca un país tan desigual.

Algo que, le quedó claro luego de vivir en Santiago, no sólo pasa en África.

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