La sala tiene dos sillas vacías. Por las ventanas, enrejadas, entra el latido monótono de un reggaeton. Es lunes por la tarde, es la clase número cinco y ya hay dos alumnos que dejaron de asistir. Les dio pánico enfrentarse a su primera prueba, que consistía en actuar en público. Se sienten más seguros en sus celdas, bajo las reglas ya aprendidas de la violencia que bajo la luz fluorescente de esta sala encerrada. O eso dicen sus compañeros, los 18 que siguen aquí.
La clase de hoy trata de habilidades discursivas, y Allan, de 24 años, intenta copiar todo lo que dice el profesor en su nuevo cuaderno, luego de perder el primero en un allanamiento. Le dicen “el rapero”. Lleva un buzo de la Selección y su rostro aún tiene algo de niño, aunque su niñez terminó hace mucho. Le habría gustado ser ingeniero, pero empezó a robar a los 12, comida y ropa, y terminó asaltando casas comerciales a mano armada. Hoy vive en un módulo violento, el 105, en el que no se puede sobrevivir sin pelear: en el último tiempo han asesinado a dos internos delante de él, pero de todas formas, dice, le da susto estar aquí. Que se burlen de él, no entender.
Como ahora, que toma la palabra para explicar la intención del emisor en un discurso de Ingrid Betancourt que acaban de ver, pero se le traban las ideas y se oyen risas.
—No tengo las palabras para expresarlo —dice al fin.
El profesor Gabriel Ramos, de 43 años, le da ánimos, y le sugiere que use palabras sencillas. Su tarea, como docente del primer curso de la carrera, sobre competencias comunicativas, tiene que ver con eso: reforzarles la seguridad para hablar, hacerlos más tolerantes al rechazo. Muchos de sus alumnos aquí, aunque parezca raro, le parecen más sensibles que los de sus cursos en la universidad. Equivocarse los abruma, los llena de vergüenza. Una respuesta severa puede significar que ya no vuelvan, y eso significaría perder otro pasajero en un viaje importante. Entre los 50 mil presos que hay en Chile, estos 18, en esta improvisada sala del Complejo Penitenciario de Valparaíso, son la primera generación del programa piloto de educación superior en cárceles de la Universidad de Playa Ancha, el único en Chile. De ellos dependerá demostrar si esta iniciativa inédita, financiada por la gratuidad, es una herramienta de reinserción social poderosa o sólo un puñado de buenas intenciones.
“Uno siente pánico de no poder expresarse. Pero hoy creo que el más vivo no es el que las hace todas, sino el que sabe harto”, dice Rigoberto, uno de los alumnos del programa.
Por petición de Gendarmería, que quiso que el experimento fuera lo más real posible, en esta sala hay todo tipo de delitos. Sobre todo robo con violencia y narcotráfico, pero también más graves. Todos son reincidentes, y en el sistema están considerados como presos con contaminación criminológica alta, de muy difícil rehabilitación. Todos tienen condenas al menos hasta 2026. La idea del programa es ésa: comprobar si la oportunidad concreta de acceder a estudios superiores puede generar que una persona que ha vivido al margen de la sociedad vuelva a entrar en ella; en un país como éste, que tiene la mayor tasa de habitantes presos de Sudamérica, apenas un cuarto de ellos con educación escolar completa y la pavorosa cifra de casi un 50% de reincidencia.
La carrera que están cursando es Técnico en Administración Logística, que les permitiría trabajar en almacenaje y distribución de mercaderías a gran escala o continuar afuera con Ingeniería. El programa dura dos años, más un proyecto de tesis, con clases impartidas por profesores de la universidad. Pero primero tienen que reforzar otras cosas, como la dificultad que tiene la mayoría para hablar sin léxico carcelario. Por eso, en estas primeras clases han hecho cosas como simular entrevistas laborales, grabar publicidades de radio y analizar discursos en video.
Como el que ven ahora, un pedazo de la película El discurso del rey, en que un rey tartamudo sufre por tener que dar un discurso frente al pueblo. Luego, uno de los 18 lee con mucha dificultad su respuesta, otro se burla de él y empiezan a discutir a los gritos. El profesor espera. Más tarde, otro interno, que se llama Peter, se atreve a tomar la palabra y responde con hondura, citando la Biblia, pero habla tan fuerte que su voz suena intimidante, agresiva.
El profesor se lo hace notar.
—Es que también tengo ese problema… —dice él—. Mientras más fuerte hablo, menos tartamudeo.
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Peter está sentado afuera de un gimnasio, en el que otros presos reciben a sus visitas en mesas de plástico. Es jueves, y las nubes están cargadas. Tiene 34 años y es menudo; lleva pantalones de tela, chaleco, bufanda. En una mano tiene tatuado un fantasma, que se hizo en la calle a los nueve años. Tiene otros diez más en el cuerpo, pero no le gusta que se le vean. Aunque ha pasado más tiempo de su vida encerrado que afuera, y ha estado involucrado en fugas, motines y peleas, dice que desde que conoció a Dios, hace seis años, su vida cambió. Ahora predica por las mañanas en la cárcel, y es uno de los alumnos más participativos. Cuando cumpla su condena por robo con intimidación le gustaría seguir con Ingeniería.
—Yo siempre tuve sueños, y siempre me sentí con capacidad para lograrlos. Era deportista, jugaba en las inferiores del Wanderers. Pero me volví drogadicto. Cocaína, pasta base, neoprén. Y las cosas empezaron a alejarse. Empecé a robar, y entraba y salía de la cárcel de menores. Mi mamá también se metió en la pasta base, y eso también la llevó a robar. Murió aquí, presa.
—¿Por qué quisiste estudiar ahora?
—Porque siempre quise estudiar. Cuando estuve en la sala y vi a la profesora, sentí una emoción muy fuerte. Me dieron ganas de llorar. Creo que al fin puedo cambiar mi vida. Gracias a Dios, mi mente y mi corazón ya no piensan como antes, pero tampoco tengo herramientas para insertarme afuera. Esto lo veo como una oportunidad verdadera. Por eso hoy quiero salir y seguir estudiando. Quiero ser normal, tener una casa, una familia…
Cuando dice eso, parece a punto de emocionarse, pero otro preso lo interrumpe. Es su hermano menor, que le grita que se apure para que puedan recibir a su visita: la hermana de ambos, también presa.
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La profesora Violeta Acuña, creadora del proyecto, conduce cerro abajo luego de que termina la jornada de clases en la cárcel. Lleva el pelo hasta los hombros, parece cansada.
—Sabemos que en la opinión pública hay mucha gente que está en contra de esta iniciativa —dice, de pronto—. Que piensan que no tendríamos que trabajar con la delincuencia. No es que nos dé susto, pero tienes que luchar con más molinos de viento… Tú puedes convertirlos en profesionales, pero si luego no tienen apoyo afuera, no va a pasar nada.
Está algo nerviosa por el inicio del proyecto. Las noticias de la iniciativa generaron comentarios agresivos en redes sociales, y eso provocó llamadas en la universidad. Pero lo importante, dice, es lo que pasa adentro de la sala de clases. Cree que si logran graduar a 15 alumnos, el piloto va a ser un ejemplo de reinserción y, entonces, continuarán con carreras universitarias. La idea en un comienzo era ésa, y barajaron la posibilidad de impartir Sociología o Periodismo, pero la barrera de entrada de la PSU los decidió por dar el primer paso con una carrera técnica.
El comienzo, cuenta Violeta, creadora del Magíster de Educación de Adultos de la Universidad de Playa Ancha, fue una invitación a Argentina que recibió en 2013 para conocer el trabajo educativo en cárceles. Primero fue a la Cárcel de Cierra Chica, en la ciudad de Olavarría, en donde la Unicem da las carreras de Comunicación Social y Antropología, y después a la Cárcel de Devoto, en la que la Universidad de Buenos Aires lleva treinta años dictando Derecho. Allí estuvo conversando de leyes chilenas con su grupo de guías, que asumió que eran profesores, y luego se dio cuenta de que eran presos cuando la despidieron en la reja. Eso la impactó. Apenas aterrizó en Chile, llamó a Patricio Sanhueza, el rector de la UPLA.
Con el rector de su lado, en 2014 firmaron con Gendarmería un convenio de investigación que incluyó la elección de un interno que hoy estudia en la universidad, anónimamente, y la preparación de un programa piloto para instalar la universidad dentro de la cárcel y hacer un estudio pedagógico de la experiencia. En la misma universidad ese plan fue manejado discretamente, y recién se dio a conocer este año. Mientras, se definían las condiciones para llevar a los profesores a una cárcel donde el año pasado hubo al menos media docena de muertos. Querían evitar que el tema levantara polvo.
“Quiero que la sala se transforme en un espacio académico, pero la cultura de la cárcel es fuerte. Esto también es una investigación pedagógica”, dice Gabriel Ramos, profesor de la carrera.
Con el programa andando, el rol de Violeta Acuña es el de ir a algunas clases de cada ramo, que son impartidas de lunes a viernes, de 4 a 7 de la tarde, y hacer un estudio del impacto del programa. Aunque asumen difícil que de los 20 alumnos ninguno vuelva a delinquir —según la UBA, de sus 132 egresados en 2013 el 84% no ha vuelto a hacerlo—, replicar una cifra similar en Chile, en donde uno de cada dos presos reincide, lo considerarían un éxito.
—Es hora de que las universidades salgan de su burbuja y ayuden —dice el rector Sanhueza—. A mí me gustaría que el 100% pueda reinsertarse, pero si eso no ocurre, igual habremos logrado algo mejor que lo que existe. Es un piloto, y si resulta lo vamos a replicar con otras carreras, pero tiene que haber un trabajo legislativo para que no se les cierren las puertas cuando salgan al mundo externo.
El profesor Gabriel Ramos sabe lo complejo que es educar adentro de la misma cárcel. Por vocación, ha hecho clases en los colegios del penal durante los últimos 12 años, y ha visto alumnos salir, ir a la universidad afuera y volver a caer. Pero también ha visto a muchos cambiar.
—Yo intento que la sala se transforme en un espacio académico, donde puedan discutir con buenos medios, pero tampoco los puedo abstraer del hecho de que están adentro de una cárcel. Y la cultura de la cárcel es más fuerte que la académica. Pero vamos a ir probando cosas. Esto también es una investigación pedagógica.
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Nicolás está sentado afuera del Módulo 101. El frío arrecia, y adentro los presos han hecho un fogón para calentarse. Un grupo camina por el patio en círculos, taciturnos. A diferencia de la mayoría de sus compañeros, él llegó a cuarto medio afuera, en un colegio privado. Dice que pensaba estudiar Bioquímica, y que sacó 620 puntos en la PSU, pero que se perdió en la noche. Primero empezó a traficar marihuana y luego cocaína, entre gente de clase alta. Luego a consumir. Cuando lo agarraron llevaba dos kilos y una escopeta, con la que enfrentó a la policía.
“Antes trabajábamos la reinserción con primerizos. Hoy el desafío es trabajar con gente que tiene mucho contagio criminológico”, dice Eduardo Muñoz, director regional de Gendarmería.
Aquí, en la cárcel, ya se fue volviendo otro. Es imposible no endurecerte, dice. El año pasado vio a un hombre morir de una puñalada en el corazón, y también cosas peores. El problema, dice, es el clonazepam, que todos consumen para olvidar que están allí y los vuelve agresivos.
—Yo lo he pasado muy mal, en todo aspecto. He tenido muchos problemas, me han pegado dos puñaladas y he tenido que pegar. La cárcel te transforma, física y mentalmente.
—¿Crees que puedas cambiar otra vez?
—Esta es una oportunidad que yo no puedo desaprovechar. Cuando me la ofrecieron fui corriendo. Ahora estoy enfocado en estudiar, leyendo libros de biología y también novelas. En la sala de clases uno se transforma, deja los garabatos, y deja los gestos malos. Eres otra persona. Yo acá a la mayoría los conozco, y hemos sido malos. Hablo por mí mismo también. Pero veo que cambian, que intentan dejar a esa persona mala atrás. Lo intentan.
—¿Qué novela estás leyendo?
—Una de Franz Kafka. La metamorfosis se llama.
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Es martes, y por las ventanas de la sala de clases se filtra el caos de afuera. Se oyen gritos, discusiones, ruidos que parecen golpes. Adentro, los 18 alumnos tratan de escuchar al profesor, que habla sobre el lenguaje de Ingrid Betancourt en el discurso que vieron la clase anterior. Algunos alumnos dan su opinión y lucen nerviosos, pero no hay burlas. Luego se genera un debate cuando uno de los internos, narcotraficante, defiende los secuestros de las FARC. Piensa que los hacen para luchar por los pobres de Colombia, pero la mayoría no está de acuerdo. Luego el debate gira a la pregunta de si ellos mismos son cautivos, por estar presos. Uno de los alumnos cita la declaración de derechos humanos de la ONU.
—Ahí dice que todos los seres humanos nacen libres
—explica desde el fondo de la sala—. Por eso es considerado un derecho intentar fugarse, y no nos castigan.
—¡El hombre no nació para el cautiverio! —lo apoya otro.
El profesor parece disfrutar el debate, y el logro de que argumenten sin ocupar lenguaje carcelario. Luego los forma en parejas y les da crónicas y perfiles periodísticos para que analicen: historias de ciencia, pobreza, relatos policiales. No los deja elegir con quiénes trabajarán.
—Hay que aprender en la vida a trabajar con gente que no es nuestra amiga —les dice.
Aunque al principio se conversó la idea de trasladar a los alumnos a vivir juntos para facilitar el trabajo en grupo, luego se descartó para evitar riñas entre ellos. De todas formas, en Gendarmería reconocen que tienen que afinar sus procedimientos para que puedan trabajar juntos, y evitar que en los allanamientos les rompan sus cuadernos. Pero ese cambio entre los gendarmes no es fácil, y tendrá que ser gradual. El coronel Eduardo Muñoz, director regional y encargado de seleccionar a los alumnos, explica que la mayoría de los internos ingresó en la delincuencia justo después de abandonar el colegio, y que uno de cada tres vuelve a estudiar cuando está adentro de la cárcel.
—¿Qué te dice eso? Que antes de cometer delitos ya vivían excluidos del sistema. Muchos no tuvieron oportunidades, e indistintamente del delito que hayan cometido algún día van a obtener su libertad. La pregunta es cómo vuelven a la comunidad, con qué herramientas. Ellos ya fueron juzgados, creo que lo que tienes que condenar es la acción, no a las personas.
—¿Esto es un cambio cultural en Gendarmería?
—Antes trabajábamos la reinserción con primerizos. Gente de buena conducta, que no se drogaba, que no pertenecía a bandas. Pero esos se reinsertan solos. Hoy hemos cambiado de modelo, y el desafío es trabajar con la gente que tiene mucho contagio criminológico, reincidentes, porque creemos que así haremos un real aporte a la seguridad pública. Es algo institucional.
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Rigoberto está solo, sentado en la sala. Tiene 27 años, es muy tímido. En las clases apenas habla; cuando contesta una pregunta, murmulla y mira al piso. Le preocupa mucho que en este texto aparezca como alguien que habla mal. Tiene un anillo colgando del cuello, que le regaló su polola, y un infinito tatuado en el brazo izquierdo, que también está lleno de cicatrices; tajos que se empezó a hacer a los ocho años para calmar la angustia en el Sename. Le da pena que se le vean tanto, porque cree que por ellas la gente piensa mal de él.
Su infancia la pasó entre fugas de los hogares para buscar a su familia, y viajes de regreso en patrulleros de la policía. Más tarde empezó a entrar a la cárcel, una y otra vez. Su vida ha sido más que nada ese ir y volver. Aquí aprendió a leer y escribir, y luego tomó un taller de poesía en el que descubrió a Pablo de Rokha. Hoy tiene siete libros escritos, que guarda en su celda.
—Yo no sabía nada cuando llegué acá. Empecé a leer poesía para aprender a modular, para expresarme mejor, y luego saqué cuarto medio también. Hace cuatro años di la PSU y tuve 670 puntos, pero me cerraron las puertas porque me quedaban muchos años.
—¿Qué sientes por estar en esta sala?
—Uno siente pánico de no poder expresarse, de que alguien diga “mira este hueón”. Pero hoy creo que el más vivo no es el que las hace todas, sino el que sabe harto. Estar aquí te ayuda a pensar y ver mejores caminos. Creo que es importante para mi futuro, pero trato de no pensar en el mañana, porque acá te puede pasar cualquier cosa. Puedes no despertar. El día no nos pertenece.
—¿Es la mayor oportunidad que has tenido?
—Es la primera oportunidad que he tenido. Antes me cerré la puerta, pero ésta la voy a aprovechar. Ya perdí mucho. Lo único que me queda es mi señora y esto. No me puedo cerrar esta puerta.
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La clase ya termina. Los alumnos están sentados en círculo y comparten la lectura de sus textos. Uno de ellos intenta explicar la historia de una geóloga que busca meteoritos, pero se angustia, no puede seguir y se agarra la cabeza. Otros sí logran hacer análisis profundos y debatir.
Casi al final, uno de los internos empieza a explicar el texto que le tocó, que habla del trabajo de unos universitarios porteños que crearon un software para ayudar a cuadrapléjicos. Él mismo tiene un familiar cuadrapléjico, por un ajuste de cuentas. De golpe, se detiene y grita:
—¿Por qué cuando hablo y todos están aquí transpiro y me pongo rojo? ¡A mí nunca me pasa eso! ¿Por qué siento como si viniera caminando desde Atacama?
El profesor le explica que es normal que le pase eso, que ya irá acostumbrándose a hablar en público. El resto de los alumnos lo animan, y por un momento conversan sobre lo que sienten por estar aquí. Afuera va atardeciendo. A su manera, estos 18 hombres ya parecen compañeros.