Esa noche iba a ser gloriosa. La campaña había terminado, y les acababan de entregar el mando de una federación estudiantil que apostaba a ser importante. Entremedio de la gente, de los gritos de alegría, de los carteles de colores fuertes, estaba Daniela. En ese entonces de 23 años, pelo oscuro, rulos porfiados, ojos azules, casi transparentes. Era 17 de diciembre de 2014, miércoles, y el sol se asomó en todas las fotos que tomaron ese día.
Cuando el acto terminó, decidieron ir a celebrar. Muchos de ellos ya eran amigos de antes, compañeros de carrera, miembros de organizaciones políticas cuya alianza les había conseguido el triunfo electoral. Fueron al departamento de uno de ellos, casi a dos cuadras de la universidad. Antes de llegar, pasaron a la botillería. Estaban felices. Daniela también.
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Con el estallido del movimiento Ni Una Menos en 2016, que visibilizó la violencia de género en Chile y en Latinoamérica, algo cambió en la sociedad. De pronto, diferentes tipos de denuncias comenzaron a aparecer. Víctimas que decidían hablar, contar sus historias: relatos sobre acosos y abusos, incluso violaciones. Voces que abandonaban el silencio y buscaban un poco de justicia, en todos los sectores, en todos los ámbitos. Por ejemplo, en los contextos universitarios. Testimonios que empezaron a recibir secretarías o vocalías de género, organizaciones estudiantiles —creadas en estos últimos años— que buscan dar respuestas a las cada vez más numerosas denuncias en distintos establecimientos.
Isabella Toledo, miembro de la Vocalía de Género y Sexualidad de la UDP, órgano estudiantil creado en 2015 que depende de la federación de estudiantes, pero que cuenta con autonomía para actuar, asegura que el año pasado recibieron siete denuncias que involucraban a estudiantes de la universidad, donde una de ellas era por violación.
—Ocurren en las mismas instalaciones de la universidad, como en las fiestas de fin de semestre, el 18 de septiembre, en las tomas. En general, las denuncias son por abusos y violaciones. El acoso se denuncia muy poco porque está más normalizado y uno cree que es menos grave —afirma—. Hoy incluso hemos recibido denuncias desde fuera de la universidad de mujeres que han sido abusadas sexualmente por miembros de la UDP y que buscan que se haga algo porque les hicieron mucho daño.
Desde la USACh, Stefano Buscaglia, vocal de Género y Sexualidad de la universidad, comenta algo similar. —Hemos tenido denuncias desde sexismo en clases hasta violaciones o abusos sexuales. Principalmente en los pastos, en el “foro griego”, donde se carretea los viernes, en lugares oscuros de la universidad. Mucha gente se aprovecha de las personas que están ebrias.
“Uno podría decir que el límite entre querer conquistar a una mujer y el acoso es el consentimiento. Pero hoy los límites están corridos”, dice la psicóloga Paula Sáez.
Una de las principales problemáticas es que los límites de responsabilidad para actuar no son del todo claros. No todos los establecimientos consideran, por ejemplo, una denuncia si esta ocurrió fuera de los recintos de la universidad o si la denuncia es tardía.
Muchas de las universidades, cuando reciben denuncias, deben recopilar información, como el relato de la víctima, su nombre, el del agresor, la facultad a la que corresponde y toda la evidencia que se tenga. Si la denuncia es por abuso o violación, en el caso de las universidades con protocolos establecidos, se debe ir a la justicia. Pero aseguran que muchas veces es desestimado por falta de pruebas.
El año pasado, cuenta Buscaglia, realizaron un catastro online que buscaba conocer un número estimado de estudiantes que se hayan sentido discriminadas, acosadas o abusadas por miembros de la universidad. Recibieron 80 denuncias. Sin embargo, no pudieron cursarlas pues eran anónimas.
En el caso de la Universidad de Chile, Rocío Gómez, integrante de la Secretaría de Género de Filosofía, relata que en dos años le han tocado 19 casos en su carrera, donde la mayoría eran violaciones.
—Lo común son abusos y violaciones dentro de las fiestas de la universidad. En las denuncias que recibimos, siempre nos damos cuenta de que son por parte de las personas que uno menos espera, un conocido —dice Gómez.
Carmen Andrade, directora de la Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género —órgano oficial de la U. de Chile—, cuenta que no existe un registro centralizado sobre denuncias, ya que las situaciones de acoso sexual o discriminación arbitraria se pueden presentar por distintos canales. Pero la mayor cantidad de denuncias que ellos reciben e investigan corresponde principalmente a acoso sexual.
Según datos de la misma universidad, un 15% de los miembros de la comunidad universitaria ha vivido situaciones de acoso durante su trayectoria universitaria, y un 25% ha conocido casos que ocurren en espacios académicos, fiestas y otras actividades de la universidad, donde las afectadas son principalmente mujeres estudiantes. Sobre las sanciones, la académica cuenta que ha habido “un par de alumnos sancionados”, sin profundizar más.
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La fiesta comenzó alrededor de las ocho. Para Daniela duró poco más de tres horas, hasta que se mareó. Sabía que al otro día debían despertar temprano, ya que tenían el primer hito de su federación: una protesta al frente del Mineduc por el alza de aranceles. Se fue a acostar y se durmió.
Rato después sintió que estaba apretada, acorralada contra una pared que de pronto estaba muy cerca. Abrió los ojos y sintió cómo alguien la movía para poder entrar a su cama. Era Carlos, uno de sus amigos, un compañero de carrera. Comenzó a tocarla, a pegarse contra ella. Ella creyó que se había equivocado, que la estaba confundiendo. Desorientada y con temor, le pidió que parara, que ella no quería, que la dejara dormir sola. Pero él se negaba.
—Vamos a dormir juntos. Es que te veías tan bien con ese vestido. Es culpa tuya, es culpa del vestido —le susurraba.
En ese momento, Daniela supo que él sabía quién era. Que no era una equivocación, que no la estaba confundiendo con su polola, a quien ella conocía.
Él no dejaba de tocarla. De fondo, se escuchaba la música de la fiesta, las risas. Ella se resistía, lo intentaba, hasta que de pronto su voz se volvió imposible de distinguir.
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Del auto se bajan cuatro mujeres y un hombre, todos encapuchados, frente al campus de Vitacura de la Universidad Técnica Federico Santa María (UTFSM).
Son casi las siete de la mañana de un martes de mayo. Todo sucede rápido. Los encapuchados bajan con papeles y masking tape del auto: en cosa de minutos tendrán toda la universidad empapelada con carteles donde explican el acoso, se relatan denuncias de mujeres de la comunidad que estaban en las páginas de “confesiones” en Facebook y se exige, con urgencia, la necesidad de un protocolo.
“Pude superar el abuso, aunque lo recuerde siempre. Pero la injusticia, no. Al final fue peor. Si pudiera retroceder el tiempo, no les hubiese contado nada”, relata Camila.
Cuando el reloj daba casi las ocho de la mañana, la gente comenzó a llegar. Fue una pequeña revolución. Rato después, a los alumnos les llegó un mensaje al celular: la universidad informaba que acelerarían la construcción de un protocolo para enfrentar los casos de abuso y acoso. En la tarde, en una asamblea universitaria, distintos funcionarios de Relaciones Estudiantiles intervendrían para hablar sobre los futuros protocolos, para trabajar junto a los alumnos.
Constanza Bohle (22), ex presidenta de la federación de la UTFSM y parte del Colectivo Feminista que busca constituirse como una secretaría de género, estuvo esa tarde. Bohle cree que toda esta presión que ejercieron los alumnos influyó para que la universidad tomara parte en el conflicto. Hoy, si bien no cuentan con un protocolo formal y la fecha estimada para terminarlo es 2018, poseen un mecanismo temporal para actuar en caso de recibir denuncias.
—Entendíamos que en un ambiente donde las mujeres son minoría, como lo es en esta universidad, era muy probable que ocurrieran estas cosas. Hicimos un canal “formal” donde se envía la denuncia a un correo, esa denuncia va a Relaciones Estudiantiles, y de ahí hay una psicóloga para atender a la víctima. Después de eso, se ve cómo, y si es que se va a la comisión universitaria para entrar a proceso de sumario.
Otras secretarías de género, como la de la U. Diego Portales, U. Católica o U. Central, operan de manera similar.
En la UTFSM, cuando supieron que existían más denuncias, un grupo de alumnas crearon una página para acceder a un formulario donde se relataran experiencias de acoso o abuso que involucraban a gente de la universidad. Sabían que no podrían denunciar, pero buscaban cuantificar. La página duró una semana arriba, luego se “cayó”, sin saber cómo ni por qué. Pero en ese tiempo, recibieron 21 denuncias, 15 de ellas involucraban a estudiantes como agresores.
—Se me acercaron mujeres diciéndome que a ellas también les había pasado, pero que preferían dejarlo ahí porque no existía algo normado para actuar, y necesitaban una formalidad que las amparara —cuenta Bohle.
En Santiago, tres universidades cuentan con protocolos para la violencia sexual: la Universidad Católica, Universidad de Chile, y Universidad de Santiago. La primera lo aprobó en octubre de 2016, la segunda en enero de este año, y la tercera en marzo. El resto de universidades, o no poseen ningún protocolo o están en proceso de construcción —como la Federico Santa María— o acaban de ser aprobados —como la U. Diego Portales—.
Según diferentes opiniones, la U. de Chile es el establecimiento más avanzado respecto a este tema. En su protocolo aborda definiciones de cada problemática, autoridades competentes, canales de recepción de denuncias, acompañamiento, confidencialidad, respeto a las víctimas. Así también, y al igual que la U. de Santiago, establece que el abuso no sólo debe ocurrir dentro de las dependencias de la universidad para poder ser denunciado, sino que basta con que sea funcionario, académico o estudiante del establecimiento para realizar una denuncia. Algo fundamental, considerando que estas prácticas que involucran a estudiantes no sólo ocurren en los establecimientos.
Sin embargo desde las secretarías y vocalías de género, quienes han tomado gran parte de esta causa, aseguran que el problema sigue siendo el mismo: las denuncias escasamente terminan en sanciones. Por eso, hace un año, decidieron organizarse a través de la Coordinadora Feminista Universitaria (CoFeU), donde buscan generar una red de ayuda desde los distintos establecimientos y que les permita actuar en conjunto. Hoy, son alrededor de 20 universidades —de todo Chile— las que participan.
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Paula Sáez, de 46 años, psicóloga, ha dedicado gran parte de su vida a la violencia de género. Hoy es directora de la Escuela de Psicología de la U. Andrés Bello, y señala que el acoso y el abuso sexual entre jóvenes están profundamente naturalizados, además de ser un tema que, a diferencia de otros países, aquí recién comienza a emerger.
—Hay algo que tiene que ver con los límites y con la conciencia del respeto de los géneros —afirma—. Uno podría decir que el límite entre querer conquistar a una mujer y el acoso es el consentimiento. Pero es muy difícil de probar porque en esta sociedad los límites están corridos. Para probar algo así tendría que ser un ataque sistemático, evidente, con una víctima dispuesta a declarar y con un entorno social dispuesto a apoyar.
Según la psicóloga, eso ocurre en muy pocas ocasiones. La mujer, cuando logra entenderse como víctima, tiende a culpabilizarse. Y si es que consigue superar esa etapa, en que comprende que el culpable es otro, muchas veces prefiere no denunciar pues no tiene las pruebas que demuestren lo que vivió. Además del temor de que socialmente vivan alguna sanción por sus pares.
Según diferentes opiniones, la U. de Chile es la más avanzada en el tema. Aborda, por ejemplo, que el acoso o el abuso no sólo debe ocurrir en las dependencias de la universidad para denunciar.
Si bien en Chile no existe una sistematización de esta problemática que revele datos exactos, Estados Unidos es uno de los países avanzados en este tema. Hace un par de años estalló un movimiento universitario que buscó visibilizar la violencia sexual en la universidad. Es lo que podemos ver en el documental The Hunting Ground, de Netflix, donde se muestra a las alumnas rebelándose a lo largo de todo el país contra el encubrimiento de abusos y la desprotección. Las cifras que se entregan, de hecho, son estremecedoras: el 88% de las mujeres que han vivido violencia sexual decide no denunciar, principalmente porque no confían en que se hará algo. Una de cada cinco mujeres puede ser abusada sexualmente en un contexto universitario y sólo el 10% del total de las denuncias podría resultar ser falsa.
Al Ministerio de Educación se le consultó por el número de denuncias de casos de acoso, abuso o violaciones que involucren a estudiantes o contextos universitarios, sin embargo, afirmaron no llevar un registro ni tener cifras sobre este tema, y que serían las universidades o las federaciones estudiantiles quienes podrían contar con esos números. Sin embargo, con la reforma educacional se busca implementar un protocolo que aborde el acoso sexual para orientar a las casas de estudio.
—Hay muchas universidades que se están planteando protocolos o revisando los existentes. Tenemos un sistema judicial que es replicado en las instituciones universitarias, que no está pensando en la protección de las víctimas, que no está pensando en una lógica de género, donde siempre se parte de la base que la víctima está mintiendo —dice Sáez.
De acuerdo a la psicóloga, hay dos principios fundamentales que se ponen en juego: la protección de la víctima y el derecho a la legítima defensa.
—¿Cómo tener un sistema que cobije a la víctima y que le dé un juicio justo al acusado? La justicia como principio debe partir creyéndole a la víctima. Cuando tú denuncias un robo nadie cuestiona si de verdad te robaron, sino que partes investigando creyéndole al denunciante. En violencia de género, la víctima siempre tiene que probar que fue víctima. Vivimos un momento cultural donde prima la evidencia, lo tangible. Pero las declaraciones también son fundamentales, las entrevistas psicológicas, los testigos. Porque si no está la evidencia, si no tienes el rostro destruido, no podrás demostrar nada.
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Fue el 27 de julio de 2015. Camila (21) repite la fecha, como para no olvidar. Está sentada en una banca de su universidad, tiene los ojos claros, el pelo rubio, unas ondas revolotean por su cuello.
Ese día salió a un bar con él, un amigo que le gustaba mucho. Cuando se fueron, él la besó. Pero a los minutos comenzó a jalar su cabello con fuerza, a acorralarla contra la puerta de su propio auto, a morderla brutalmente en su cuello. A pesar de la insistencia de Camila para que se detuviera, sólo lo hizo cuando se aburrió. Al llegar a su casa, entró en silencio para no despertar a nadie. Cuando despertó vería que su cuello estaba negro, y lloró. También cuando se dio cuenta de que no podía moverlo, y que tenía el cuerpo en la miseria. Le contó a una amiga y después no lo habló más. Un año después, explotó el movimiento Ni Una Menos y las denuncias por abusos en su universidad aumentaban con los días. Entonces, decidió hacer algo. Tenía fotos, tenía mensajes de texto donde él le recomendaba cubrir esas heridas, donde se reía y decía que no se había dado cuenta.
Camila lo denunció en su universidad, una de las pocas que cuentan con un protocolo para estos casos. Entregó pruebas, contó la historia una y otra vez. Pero pasaron meses para saber qué ocurría con su caso. Hasta que fue a preguntar.
—Recuerdo la cara, el tono de la voz de la persona que me dijo “sinceramente, se nos fue avisarte” —dice. Cuatro días después de la denuncia, habían desestimado el caso por no ocurrir en las dependencias de la universidad. Sin embargo, la persona a cargo le aseguró que abrirían el caso para ver qué podían hacer. Luego de eso, pasó otro año. El resultado fue el mismo. Cuando fue a preguntar le entregaron tres documentos: la resolución —desestimada por no ser en la universidad—, su declaración y la de él. Jamás la pudo leer. Los tres papeles siguen en el maletero de su auto. Quizás algún día sirvan, dice.
—Pude superar el abuso, aunque lo recuerde siempre. Pero la injusticia, no. Al final fue peor. Si pudiera retroceder el tiempo, no les hubiese contado nada —sentencia.
Paula Sáez asegura que intervenir los espacios universitarios es fundamental: socializar la problemática, transmitir en el saber que esto existe, y validarlo. Si bien contar con protocolos es un avance, es crucial ir más allá:
—Si no tenemos una sociedad que incorpore esto como una realidad, que signe a la violencia de género como un problema estructural, tenemos mucho años más para avanzar.
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Daniela está quieta. No se mueve, aunque su mente se lo pide. Él recorre su cuerpo, mientras ella llora en silencio. De pronto, comienza a sacarse la ropa. Ella, impávida, dice que supo que la iba a violar. Sin embargo, en un momento, Carlos se durmió. Y ella no se atrevió a moverse hasta la mañana siguiente, cuando un amigo entró a la pieza y la vio: tiritando, arrinconada, con los ojos abiertos, todavía húmedos.
Daniela le hizo prometer que no diría nada. En su mente, creía que si lo contaba, él ganaba. Lo siguió viendo durante mucho tiempo, pero nunca habló. Hasta que supo de otros casos, de otras mujeres que él también había abusado. Ahí vino la culpa y decidió contar lo que vivió. La justicia que llegó fue la expulsión de él de su alto cargo en la esfera estudiantil por parte de su partido de militancia. La denuncia formal nunca la pudo realizar. Su universidad no contaba —hoy está en proceso— con un protocolo para actuar en estos casos.
—Cuando alguien está tocando tu cuerpo, cuando tienen más fuerza que tú, cuando estás siendo atacada, es muy difícil saber qué hacer. Te piden pruebas, pero no hay marcas físicas de lo que él me hizo. Fue muy difícil creerme a mí misma, decirme víctima —dice.
Meses después se haría pública otra denuncia en su contra, esta vez en la universidad. Sin embargo, él, al poco tiempo, terminaría su carrera y dejaría la universidad. Hoy está libre.