La última vez que Chile había celebrado un título de básquetbol masculino, en 1937, gobernaba Arturo Alessandri, Juan Radrigán era una guagua de dos meses y Japón preparaba un ataque por sorpresa en territorio chino. Hubo más años de fulgor: en 1950 y 1959 Chile fue tercero del mundo, venciendo a equipos como Yugoslavia o España y plantándose frente a EE.UU..
Cuando escucha de esta época dorada, Maxwell Lorca Lloyd, campeón y mejor jugador del Sudamericano Sub-17 que ganó Chile hace unas semanas en Perú, levanta las cejas.
—No sabía —dice en inglés.
Por supuesto, ni Maxwell ni sus padres habían nacido para entonces. El ala pívot achica los ojos, intentando pensar en ochenta años atrás. El tiempo transcurre intensamente para él, que casi de golpe se ha vuelto uno de los mejores basquetbolistas jóvenes en las canchas de Norteamérica.
—Cuando era más joven, me gustaba leer todo el tiempo —dice de pronto.
—¿Cuando eras más joven? ¿Cuándo fue eso?
—Antes del básquetbol. A los nueve o diez.
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Maxwell habla apenas unas palabras en español. Su padre, Miguel Lorca, dejó Chile para probar suerte en Miami y terminó enrolado en el ejército. Ahí conoció a Patrice, su esposa, en una salsoteca en la lejana Raleigh, en Carolina del Norte.
—Desarrollamos una relación y nos casamos —cuenta Miguel. El 2000 nació Maxwell y cuatro años después Miguel combatió en Irak su primera guerra bajo la bandera de Estados Unidos.
Una oferta para convertirse en policía en Nueva York animó a la familia Lorca Lloyd a probar suerte en la Gran Manzana. Patrice se convirtió ahí en una profesora: primero de educación física y luego de ciencia. Luego se amplió la familia: después de Max, vinieron Lilian e Ian, hoy de siete y seis años, respectivamente.
El padre de Maxwell Lorca llegó en los 90 a Miami. Allá se enroló en el ejército y participó en las guerras de Irak y Afganistán. Mientras, Maxwell descubría el básquetbol.
En mayo de 2012, Miguel combatió en una segunda guerra, en Afganistán.
—Yo no veo cambios en mí después de Irak o Afganistán —explica—, pero Patrice me decía que cada vez que volvía había un tiempo de ajuste en que mi paciencia era muy corta.
Ese segundo regreso, en junio de 2013, cambió todo. Primero para Patrice y luego para Maxwell.
—Siempre fue mi sueño convertirme en enfermera —cuenta Patrice—. Cuando Miguel volvió me dijo que tenía que hacerlo. Me dijo: Ahora es tu turno. Ve y haz lo que quieres hacer. Así que volví a estudiar y fue un montón de sacrificio.
En ese entonces, Max ya era parte de Prep for Prep, un programa de desarrollo de liderazgo y educación, dirigido a estudiantes de minorías de alto rendimiento en las escuelas públicas de Nueva York, que basaba su admisión en pruebas de comprensión de lectura, matemáticas y entrevistas. Después de quedar entre los 120 seleccionados entre tres mil postulantes, el chico empezó a cruzar la ciudad en solitario: tres horas diarias en metro desde el extremo este de Brooklyn.
—Ese año hubo muchos cambios en nuestras vidas —dice Patrice—. Pero lo más importante es que Max descubrió el básquetbol.
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Lo primero de Maxwell que llama la atención, amén de sus 2,08 metros de altura, es la tranquilidad que transmite. Antes de cada respuesta, pareciera tomarse unos segundos para pensar con claridad y termina cada frase en un tono calmo, impropio de un adolescente.
—Me leía todo lo de J. K. Rowling —dice ahora, sentado en el asiento trasero del auto de sus padres.
—Quería estudiar Escritura Creativa. Ser escritor —dice Patrice.
—Pero ahora —retoma Maxwell— leo libros sobre la mentalidad de los deportistas. Sobre cómo hacerse más fuerte, sobre cómo mejorar cada vez más.
Maxwell Lorca se encoge para mostrarme lo que está leyendo: un testimonio del entrenador Tim S. Grover, célebre por su trabajo con Michael Jordan y Kobe Bryant. Me resalta el título con los dedos. Implacable: De bueno a imparable.
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Apenas meses después de empezar a jugar, en 2013, cuando su padre ya estaba luchando en Afganistán, el básquetbol comenzó a abrir puertas para el ya espigado Maxwell.
—Tenía 13 años y podía hacer una clavada
—dice su padre—. Nunca había jugado antes y la primera cosa que aprendió fue a clavarla.
Su talento se topaba con las lógicas carencias de empezar tan tarde en un deporte en que la mayoría de las estrellas —con notables excepciones como Kevin Garnett— parten a los seis años: no podía driblear y tenía problemas de coordinación. Aun así, pronto llegó a probarse a los PSA Cardinals, un equipo con el respaldo de la multinacional Nike.
—El técnico de los Cardinals nos dijo que le faltaba mucho, pero que si estaba dispuesto a hacer el trabajo, podíamos llevarlo cada miércoles. El problema es que era en el Bronx —apunta Miguel.
“Cualquier chico en el básquetbol quiere ser profesional y llegar a la NBA. Pero, por ahora, mi gran meta es volverme la mejor versión de mí mismo dentro y fuera del campo”.
—A dos horas de aquí —dice Patrice, mientras recorremos las calles de Brooklyn, donde viven—. Pero hicimos eso. Y después lo hicimos cada sábado. Y lo terminaron aceptando.
Era el primer equipo importante de Maxwell. Ahora todas las escuelas querían al chico alto e inteligente de las clavadas. Pero el ascenso no terminó ahí: mientras mezclaba las tareas con los entrenamientos, el técnico John Carroll le ofreció ingresar al prestigioso programa de la Northfield Mount Hermon en Massachusetts.
—Es a cuatro horas de aquí —suspira Miguel—. Es una escuela privada, que cuesta unos 60 mil dólares al año, en donde la gente rica envía a sus hijos. La hija de Nat King Cole fue ahí.
—Con Miguel lejos, en Afganistán, Patrice cargó con la responsabilidad de trasladarlo y apoyarlo mientras intentaba criar a sus otros dos hijos.
—Cada semana estaba conduciendo o hacia el Bronx o hacia Upper Manhattan. Pasando toda nuestra vida en el auto. Y pensaba, ¿cómo lo ayudamos y podemos tener un poco de normalidad? Porque también tenemos dos hijos más pequeños. Y la vida de ellos estaba en el auto también.
—Definitivamente, sin mi mamá no estaría en esta situación ahora. Porque esos catorce meses fueron… —dice Maxwell haciendo un brevísimo gesto de cansancio.
Patrice se emociona con la historia de su hijo.
—Es mi inspiración, porque era un niño y el programa de ese entonces era demasiado intenso. En promedio, tenían tres horas de tareas para la casa.
—Cinco —dice Maxwell.
—Llegaba a la casa a las cinco de la tarde para empezar las tareas, terminaba a las tres de la mañana, se volvía a levantar a las seis, y tomaba el bus para volver a la ciudad… Entonces, una noche lo miro y le digo: “Max, honestamente, si no quieres hacer esto, entiendo completamente. Yo ya te admiro”.
Pero la respuesta fue: “Absolutamente no. Voy a terminarlo”.
***
Miguel cuenta otra anécdota para graficar el carácter de su hijo.
—Me acuerdo de Maxwell muy pequeño dando un paseo en bicicleta, intentando recorrer un poco más de siete kilómetros. Tenía unos cinco años. Yo voy detrás de Maxwell, también en bicicleta, y le digo que podemos devolvernos, que podemos irnos a la casa. Pero él no quería. No, quiero llegar ahí. Siempre tuvo esa mentalidad.
—Has dicho que la experiencia de tu padre en Irak y Afganistán te motivaba a seguir. ¿Por qué?
—Es su perseverancia, el hecho de ir a estos lugares peligrosos por un año o dos, sacrificándose a sí mismo por nuestro beneficio. Sacrificar mi tiempo va a darnos frutos en el largo plazo y el sacrificio de mi padre nos va a dar frutos como familia.
—¿De dónde crees que viene esa madurez?
—Creo que es porque pasé la mayor parte de mi infancia con mis padres. No salí realmente mucho.
***
El primer año lejos de la familia, en Massachusetts, en 2015, fue la prueba de fuego. Lorca tensa el rostro por primera vez en la entrevista.
—Fue una transición dura —dice—, pero aprendí cuánto tenía que trabajar para llegar donde quería llegar. Y las clases eran mucho más difíciles que a lo que estaba acostumbrado, que ya era un alto nivel. Toda esa experiencia fue como una cachetada en la cara.
—¿No pensaste en renunciar después de un primer año tan complicado?
—Usualmente, si empiezo algo, lo termino. Si no lo termino estaría perdiendo el tiempo. Y no me gusta perder el tiempo. Pensé: ¿por qué no voy a terminar esto? Porque en realidad, nada podía ser peor —dice entre risas.
Poco después, Lorca llegó a ponerse la camiseta de Chile casi por accidente. Luego de aparecer en una lista de 100 jugadores con proyección para llegar a la NBA, en Puerto Rico pensaron que podría tener sangre boricua por su apellido. Cuando constataron que su padre había nacido en el puerto de San Antonio, dieron el aviso a la federación chilena. La familia se encargó de tramitar el pasaporte en el menor tiempo posible.
Hasta ese entonces, su mayor nexo era la comida chilena que había aprendido a preparar Patrice.
—¿Cómo se llama eso con las papas?… El charquicán —dice Maxwell—. Ese me gusta. Y el churrasco palta.
—¿Cómo fue recibir la oferta de Chile? ¿Estabas convencido?
—Al comienzo pensaba un montón en el Team USA. ¿Quién no querría jugar ahí? Le pregunté a mi técnico y él me explicó que podía tener una chance para la selección de Estados Unidos y quizá jugar ahí una vez. O, por el contrario, jugar por Chile toda mi vida.
Ese primer torneo con Chile, el Premundial Sub-18 de Valdivia en 2016, tuvo un sabor agridulce. Después de un lucido triunfo ante las Islas Vírgenes estadounidenses en el debut —con Maxwell en cancha—, la selección se jugaba todo ante Puerto Rico. Si Chile ganaba, iba al Mundial de Egipto. Pero el técnico decidió no utilizarlo.
—No jugué y no estoy muy seguro por qué. Perdimos y estaba algo cabreado. No quería realmente estar ahí. Ni siquiera quería realmente jugar el partido final contra Estados Unidos. Pensé que nos iban a destruir por cincuenta puntos. Eso es lo que estaban haciendo con los demás —dice riendo.
Pero Maxwell jugó en una jornada emocionante para el fervoroso público valdiviano: Chile cayó en un duelo apretado por 50-70, incluso después de ganar el primer cuarto por 14-9. Fue el aviso de lo que, ya por entonces, se denominó la “generación dorada” del básquetbol.
—Me hizo desarrollar un sentimiento de orgullo de ser chileno —dice Maxwell—. Fue el solo hecho de que pudiéramos competir contra Islas Vírgenes, Estados Unidos, República Dominicana o Argentina.
Un año después, en Perú, el equipo no sólo compitió, sino que se quedó con el Sudamericano Sub-17, superando en la final a la selección trasandina, con Maxwell elegido como el MVP, el jugador más valioso del torneo.
—Ahí ya la pasé bien con mis compañeros —cuenta ahora con una sonrisa.
Sin embargo, a un mes del título, también hay algo de rabia en los Lorca Lloyd. Después del torneo, con Maxwell ya de vuelta en Estados Unidos junto a su padre, la selección Sub-17 fue recibida por la presidenta Michelle Bachelet en La Moneda. Pero ellos sólo se enteraron a través de los diarios. La ausencia de un gesto de la federación les dolió.
—Maxwell hizo un montón de sacrificios para llegar a este punto, pero básicamente le fue negado el celebrar con la selección
—dice Miguel—. Al enterarme, llamé al presidente de la federación, (Iván) Arcos, pero me dijo que no había dinero para que viajara de vuelta.
Pese al impasse, la sintonía con sus compañeros y el técnico Galo Lara garantiza que Maxwell seguirá defendiendo a la selección y tratando de repetir una actuación que lo proyectó entre los más sobresalientes. Hace un año, el sitio especializado Coast 2 Coast lo inscribió como uno de los mejores 50 jugadores jóvenes de la generación 2019 en Estados Unidos: en el puesto 42 y en el podio de Nueva York. La familia tendrá ahora que decidir entre varias ofertas de beca, todas de la División I de la NCAA, la más importante del deporte universitario estadounidense.
No hay espacio para el cansancio. Antes del Sudamericano, Maxwell estuvo en las Bahamas en Basketball Without Borders —un programa para el desarrollo comunitario organizado por la NBA y la FIBA— junto a Ignacio Arroyo, otra de las grandes promesas del básquetbol chileno. El próximo verano boreal tampoco habrá descanso: es el Premundial de Canadá.
—Cualquier chico en el básquetbol quiere ser profesional y llegar a la NBA. Pero, por ahora, mi gran meta es volverme la mejor versión de mí mismo dentro y fuera del campo —dice Maxwell, quitándole dramatismo a un mercado que cada año mueve cientos de millones de dólares. Sabe que tendrá que pensar en eso. Pero por ahora se dedica a pasarlo bien. No quiere perder el tiempo.