Finalizaba 1973 y estaba en la Troya del Hipódromo Chile junto al Mago Cavieres, amigo y preparador, a esas alturas, de sus tres caballos. Ahí, mezclados con los jinetes, demás preparadores, propietarios y toda la fauna hípica, escuchaban los datos para las carreras. Cavieres sabía que él era comunista, pero no le daba importancia, la política no le interesaba mayormente. Se decía derechista, pero, más que nada, era un tipo dedicado a lo suyo, los caballos, y a tomar todo en broma. Aunque era católico de procesión, no tenía problemas en hacer un chiste sobre la Virgen y después seguir conversando.
En un momento, mientras avanzaba junto a él por la Troya, se cruzó con Pablo Baraona, uno de los hombres fuertes de ese mundo, accionista y luego presidente del Club Hípico. Era un especialista en economía muy cercano a Pinochet, parte del núcleo más duro de conservadores. Con tono festivo, el Mago Cavieres le dijo a Baraona, señalándolo a él:
—Mira po’, Pablo, acá están los upelientos. Chuta que eran valientes y ahora están pa’l gato. A ver qué van a hacer…
Se dio cuenta de dos cosas. La primera es que la intención de su amigo era hacer una broma, estúpida o inocente en esos primeros días de dictadura, pero una broma al fin y al cabo. Y también que Baraona les clavó una mirada que decidió no enfrentar.
Otra vez a solas con Cavieres, le habló en serio:
—Por ningún motivo me puedes molestar con eso otra vez —le advirtió—. Por ningún motivo. Esta dictadura es grave y me puedes hacer daño.
El Mago Cavieres se rió de buena gana. ¡Cómo tan miedoso!, se estaba tomando las cuestiones demasiado a pecho. Era una broma no más, no pasaría nada. De vuelta él, que por favor entendiera.
Un par de días después se encontró con Cavieres.
—Tenías razón —le dijo preocupado como solo lo vio en esa ocasión—. Tenías razón. Después de la broma, Baraona se acercó a mí. Estaba muy interesado en saber exactamente quién eras tú y a qué me refería con eso de que eras un “upeliento”.
Estaban de acuerdo entonces. Él era solo un comunista de palabra. Era obvio que pertenecía a la burguesía. Los caballos y el casino eran eso, la vida burguesa. De cualquier manera, analizaba a su amigo y lo veía preocupado de verdad: ¿de qué forma lo habría interrogado Baraona? ¿Acompañado de alguien más, de algún agente?, ¿en el Hipódromo o en el Club Hípico? No se lo preguntó.
El Paco Letelier, un teniente de Carabineros pronto a ascender a capitán, amigo también de la hípica, por esos días le dio la clave para sortear escollos como ese y peores.
—Tienes que hacerte público —le dijo en serio—. A partir de este momento va a haber ojos sobre ti, así que mejor que te vean en lugares públicos. Tu vida no puede tener espacios escondidos. Ojalá estés siempre en algún lugar donde todos puedan decir: “Ahí está Mariano”.
Se habían conocido un poco antes de la Unidad Popular, en la hípica, pujando por los caballos, probablemente a través del Mago Cavieres. El Paco era un tipo extraño, inclasificable. En 1972, en medio del gobierno de Allende, se le había acercado para pedirle ayuda a ingresar como guardia de La Moneda, el palacio de gobierno, nada menos. Pero luego se había “desaparecido” durante algunos meses. Aunque nunca lo reconoció, él estaba seguro que el Paco había ido a un curso de inteligencia en Estados Unidos. Por lo mismo, había decidido no ayudarlo. En ese tiempo, durante el gobierno de Allende, él no tomaba alcohol y no salía mucho tampoco. El Paco, en cambio, era bebedor. Alto, delgado, de rasgos equilibrados, buena dicción y buena voz, se escuchaba como un tipo confiable, correcto. Por otro lado, era un jugador empedernido, fanático, capaz de perderlo todo, hasta su sueldo. Cuando esto sucedía, andaba con la cara larga, arrastrando los pies por los pasillos de los hipódromos, y los amigos —entre otros, él— lo ayudaban con dinero. Así volvía, otra vez, a estar atento, extrovertido, alegre.
“Javier Rebolledo conoció a Mariano Jara Leopold en el lanzamiento de su libro El despertar de los cuervos. Después se reunirían y Jara le contaría la doble vida que tuvo que llevar como agente comunista”
Era posible entonces que el Paco lo creyera solo un simpatizante, un posible reconvertido. Le haría caso, total caso. Y para lograrlo agregaría a su amigo a esa vida pública que le proponía. Con el pasar de los años —no lo sabía en ese momento—, el Paco sería una excelente prenda de garantía de su comportamiento y transparencia. “El Paco de la Tele” se hizo célebre en los ochenta, debido a que consiguió un espacio en la televisión, donde lo invitaban a dar consejos a los conductores: “Cuídese, queremos que usted viva”.
“Hacerse público”, como le había recomendado el Paco, podía interpretarse de varias formas. Para él, sería estar en la hípica, en los casinos y salir de noche con amigos derechistas. Una parte de eso le gustaba. Al principio, el toque de queda empezaba temprano, pero con los meses se fue corriendo y los primeros locales nocturnos, las boîte, abrían sus puertas para los hombres de la noche. Después de las carreras partía —junto a su grupo compuesto por el Mago Cavieres, su sobrino Carlos y el Paco Letelier— al restaurante El Parrón, en Providencia, donde jugaban dominó; el que perdía pagaba la cuenta. Por esa época empezó a tomar alcohol. Cuando este se subía a la cabeza de los presentes, enfilaban envalentonados hasta un cabaret debajo de las Torres de Tajamar. Y luego más: al Bim Bam Bum, el Tap Room, La Sirena.
A la vuelta, el toque de queda no era problema. No con el Paco Letelier a su lado. Quién iba a controlarlo, si era teniente y conocía la respuesta a la pregunta secreta elaborada cada día en la inteligencia conjunta de las Fuerzas Armadas. Cuando los detenían, arriba de su Dodge Dart, el Paco daba la respuesta y les abrían el paso. Varias veces pasaron por afuera de alguna embajada donde hubiera asilados políticos, disidentes a la dictadura, en espera de salir del país. Despacio, tocando la bocina y gritando hacia el interior: “¡Comunistas de mierda, los vamos a matar!”, “¡Váyanse luego, mierda!”, “¡Conchas de su madre!”, “¡Hijos de puta!”. Y partía pelando la goma de los neumáticos.
Arriba, sus amigos desahogados, contentos, seguían hacia donde los llevara la noche.
Su estrategia sería blindar sus locales Nadir en regiones y, para eso, en los aniversarios siguientes de la dictadura compró insertos en los diarios de varias ciudades donde tenía tiendas. Media página. En La Prensa de Curicó, por ejemplo: «Nadir Electrónica. A través de sus distribuidores Creditono de Curicó y Talca, saluda jubilosamente el aniversario de la Liberación Nacional. ¡¡Viva Chile y la Honorable Junta de Gobierno!!». En La Voz de La Serena, donde abrió un nuevo local: “Nadir distribuidor, Mariano Jara Leopold, se complace en saludar a la Honorable Junta de Gobierno y Fuerzas Armadas en su tercer aniversario de la patriótica tarea en pos del engrandecimiento del país, y adhiere con hondo beneplácito a la celebración que brinda toda la ciudadanía en esta fecha trascendental para la historia de Chile”.
Sólo flores a la dictadura.
***
Por esos días (a inicios de los 80) decidió subir su apuesta en el mundo de la noche. Dos abogados conocidos de la hípica le ofrecieron el negocio: hacerse cargo del club nocturno Flamingo, uno de los más concurridos de la época, cerrado desde hacía algún tiempo. Estaban aproblemados, pues no eran capaces de administrar un negocio así, mantener patentes al día, un productor y muchos empleados. Le gustó la idea. Lo pensó. Sabía de números y tenía contactos con vedettes, humoristas y cantantes.
El productor se llamaba Luis Álvarez y también mantenía excelentes nexos con el espectáculo. En la contabilidad puso a su hija Tatiana. Él, en la administración general, a cargo de la comida, los garzones, los tragos y los artistas del momento: Leonardo Favio, Lucho Gatica, Bigote Arrocet. Un techo alto, buena caja de resonancia, y animando, Óscar Olavarría, en ese momento una joven promesa que él descubrió. Era su primer trabajo pagado como maestro de ceremonias. Simpático, histriónico y con buena pinta, luego pasaría a la televisión y a formar parte del elenco del Jappening con Ja.
Luis Álvarez también le presentó al productor televisivo Alfredo Lamadrid, un tipo parco, pero con buen ojo. De él surgió la idea de hacer un programa de televisión en el salón principal del Flamingo. Boxeo, los mejores peleadores chilenos; eso a la gente le gustaba. Lamadrid tenía un lugar donde venderlo: Canal 11, de la Universidad de Chile. A cambio, el programa ofrecería publicidad al Flamingo. Al poco tiempo estaba ahí: un ring perfectamente armado, con las sillas del local puestas alrededor. De animadores, dos periodistas conocidos: Edgardo Marín y Milton Millas. Box de Gala. Fue un éxito: la sala repleta de invitados y él sentado en primera fila.
Lamadrid, a su vez, le presentó a René Kreutzberger, hermano de Don Francisco. Trabajaban juntos en Sábados Gigantes, entonces el programa más importante de la televisión. Se reunió con ambos. Querían hacer una parte del show en el local. Le pareció perfecto. Ellos ya tenían toda la utilería. A cambio le harían publicidad a través del programa. Así apareció el Flamingo, otra vez, anunciado ahora por las tardes.
No podría decir si toda la gente de ese mundo era o no de derecha. Le parecía que sí… la mayoría. Izquierdistas, en cualquier caso, no eran. Flotaban en la dictadura, como todos, sin hablar de política, mientras el Flamingo se iba convirtiendo en parte del decorado de esos años oscuros, dando luces con los espectáculos de Maggie Lay, Antonio Prieto, el Temucano, el Pollo Fuentes y Buddy Richard, entre otros. Y él, haciéndose cada día más conocido. Su grupo íntimo le seguía los pasos en su nuevo emprendimiento: Carlos González, tanto o más sociable que él, el Mago Cavieres, que traía a gente de la hípica, y el Paco Letelier, que daba consejos a los conductores por televisión y conocía a mucha gente, entre esta a autoridades como Álvaro Corbalán, uno de los jefes de la CNI, a quien le encantaba la noche.
Le gustaba su camuflaje.
Conoció a mucha gente en esa época: militares, carabineros y artistas, todos mezclados entre el humo de los cigarrillos, la música y el alcohol. Se hizo amigo de un grupo de tres detectives, todos subcomisarios, que llegaban ahí en busca de parranda. No pertenecían a la CNI, pero trabajaban en el Cuartel Borgoño, a un paso. Eran compañeros de juerga que le podían servir en los negocios y para su camuflaje, parte de lo mismo. En las noches salía con ellos; a veces, iban al cuartel a buscar droga. Cocaína. Los detectives la tenían ahí mismo. Él los esperaba en su automóvil. Alguna vez la probó, pero nada más. La mayor parte del tiempo hacía sólo la mímica y en realidad la soplaba. No le gustaba la sensación. Pero a sus amigos sí, iban “duros” arriba del automóvil descubriendo la noche santiaguina.
Él era el dueño del juego. Siempre alegre, dándoles la bienvenida a todos y rodeado de las mejores mujeres del espectáculo.
Hasta que lo detuvieron.