“El feminismo es demasiado importante para dejarlo sólo en manos de eruditos”, escribía Caitlin Moran en Cómo ser mujer (2011), un bestseller tan gracioso como lúcido que prueba, al menos, dos cosas: que los chistes y la cultura popular no le quitan fuerza al feminismo, y que el asunto hoy le interesa a tanta gente que dejó de ser patrimonio exclusivo de la academia. Dicho eso —y para no espantar en el primer párrafo a los que se tapan los oídos cuando escuchan hablar de patriarcado o heteronormatividad—, permítanme aterrizar el asunto en la televisión chilena, y en particular en el Festival de Viña del Mar que, además de piscinazos de mujeres en bikini y algunos chistes machistas, nos dejó un par de lecciones.
Este año, el primero en que hubo paridad de género entre humoristas, dos de las participantes trazaron sus definiciones en torno al movimiento: por un lado, Alejandra Azcárate dijo que no pertenece al feminismo “porque no se identifica con ninguna corriente extrema”, y por otro, Alison Mandel, ante las críticas de sus colegas Jani Dueñas y Paloma Salas, afirmó: “Que dos mujeres comediantes que se hacen llamar feministas critiquen a otra, me parece que es un retroceso”. Para una, el feminismo es una lucha para radicales, un fenómeno digno —da la impresión— de encapuchadas. Para la otra, tiene que ver con una suerte de solidaridad de género, con una unión hermanal conocida como sororidad y que se refiere a un apoyo femenino mutuo e incondicional.
En esos días de festival, las redes sociales eran un hervidero de críticas e insultos
—desde machista para la primera y feminazi para la segunda— y como broche, durante esas semanas, El Mercurio publicó una columna sobre la coprolalia de dos jóvenes “atractivas, buen físico, bellas” que viajan en micro, chicas que lucen “estupendas hasta que abren sus boquitas”. La historia de estas “alcantarillas con piernas”, como las llama el autor de la columna, cierra con una pasajera indignada que le comenta a una amiga: “Déjalas, porque a lo mejor son humoristas y se están preparando para actuar en el Festival de Viña”.
Volviendo a la idea de Moran, estos casos poco eruditos entregan luces sobre la complejidad del fenómeno que desde hace ya varios meses está acaparando las portadas de los medios. En primer lugar, que hoy hay muchas respuestas —algunas muy desinformadas— sobre lo que es el feminismo (o, mejor dicho, los feminismos). También, que aún no hay que cantar victoria, pues la historia nos ha enseñado que cada revolución tiene su contrarrevolución, y eso de que las groserías no son para señoritas —y otros dichos por el estilo— es síntoma de una resistencia. Lo último y más relevante: el género ha cobrado tal importancia, que hoy es imposible —incluso para un evento en apariencia tan poco político como el certamen viñamarino— darle la espalda.
Más allá de las posturas diversas y a veces contradictorias que se enfrentan en los debates sobre los derechos y roles de la mujer en la sociedad —y dejando de lado la especificidad de las múltiples corrientes feministas—, el asunto se instaló con una fuerza nunca antes vista. Algo que podría explicarse, en gran medida, a la luz de esta frase del sociólogo francés Pierre Bourdieu: “Las manifestaciones de más éxito no son necesariamente las que movilizan a más gente, sino las que suscitan más interés entre los periodistas”.
El hecho de que este estallido feminista comenzara en Hollywood con los movimientos #MeToo y Time’s Up, tras el caso del productor Harvey Weinstein, fue esencial: ¿Qué medio no iba a darle cámara y micrófono a estrellas como Natalie Portman o Angelina Jolie? Las mujeres del cine le dieron visibilidad a un problema histórico de violencia, abuso de poder y desigualdad de derechos y oportunidades, pero ante todo le pusieron una voz. Parafraseando una columna recién publicada por la ensayista estadounidense Rebecca Solnit en The Guardian, al romperse el secreto sobre los acosos sistemáticos de Weinstein, algo se quebró. “Las excusas se rompieron. El silencio se rompió. La apariencia respetable de muchas instituciones se rompió”, apunta la autora.
El hashtag #MeToo dejó de ser una noticia de farándula cuando un coro de voces femeninas se fue orquestando en las redes sociales, diciendo “yo también he sido acosada, yo también tengo una historia que callé”. Muchas escarbamos en los recuerdos: un profesor que nos manoseó, un pellizcón en la calle, un taxista que nos intimidó. Tontas graves, dirán algunos, pero si esos gestos humillan es porque paralizan, es porque hacen que nos demos cuenta, como dice la francesa Virginie Despentes en su manifiesto Teoría King Kong, de que estamos convencidas hasta el tuétano de nuestra supuesta inferioridad e indefensión. “Estoy furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a golpear a un hombre si me abre las piernas a la fuerza”, escribe la autora, violada a los 17 años. Y agrega: “Somos el sexo del miedo, de la humillación”.
Más allá de que muchos no entiendan de qué se habla cuando se habla del tema, lo interesante de este boom ha sido ver cuánto asusta el término feminista.
El shock del movimiento #MeToo no fue tanto ver la escala mundial del acoso como darnos cuenta de hasta qué punto estamos formateadas para callar. “En nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de haberla violado es una palabra que ponemos inmediatamente en duda”, explica Despentes, y esa es la clave para entender lo que pasa hoy: callar y acatar dejaron de ser reflejos atávicos. Todo cambió, según Rebecca Solnit, cuando las mujeres comenzaron a ser escuchadas, cuando las víctimas revelaron los nombres de sus victimarios y los acosadores empezaron a caer. Desde ahora, los actos tienen consecuencias, y las consecuencias, dice la escritora, son las que hacen la diferencia.
La raíz del miedo
La explosión mediática de los temas feministas no vino de la nada: “Es una revuelta para la que nos hemos estado preparando por décadas, o quizás es el punto en que un proceso largo, lento y mayormente silencioso se volvió rápido y ruidoso”, afirma otra vez Solnit, autora del ensayo Los hombres me explican cosas, un éxito editorial de 2015 que prueba que hace rato que el feminismo se convirtió en un asunto de interés masivo. Quizás un buen reflejo son las librerías: Caitlin Moran vende millones de copias de sus libros; Teoría King Kong, publicado en 2006, fue muy difícil de conseguir y circuló en versiones piratas por Sudamérica hasta que Penguin Random House lo reeditó en enero de este año. Los ensayos sobre cómo educar en el feminismo, de la escritora Chimamanda Ngozi Adichie, se venden por miles. Y un cahuín de pasillo: cuentan libreros chilenos que entre los libros más robados están los de Judith Butler, una de las grandes teóricas del feminismo y la teoría queer.
El hecho de que este estallido feminista comenzara en Hollywood fue esencial: ¿Qué medio no iba a darles cámara a estrellas como Natalie Portman o Angelina Jolie?
Las niñas miran videos de Beyoncé cantando sobre una pantalla en la que se lee FEMINIST, y las tiendas de retail imprimen poleras con lemas como “El futuro es femenino”. El problema no es tanto que el capitalismo haya mercantilizado el tema —lo positivo es que está en boca de todos—, sino que nadie sabe mucho de qué hablamos cuando hablamos de feminismo. La alcaldesa de Maipú, Cathy Barriga, por ejemplo, dijo: “Soy superfeminista, pero no de las que se dejan bigotes”, y quizás ese es otro mérito del #MeToo: haberle cambiado la cara a un movimiento político que en el imaginario colectivo era caricaturizado como un club de radicales de pelo corto y axilas hirsutas. Las actrices de Hollywood, epítomes de un ideal de femineidad y belleza inalcanzable, dijeron: nosotras también.
El cine ha sido la gran pantalla de un cambio sociocultural que se ha venido gestando desde hace más de un siglo, que partió con el derecho a voto, al estudio universitario y al trabajo, y que desembocó en un sinfín de posturas y demandas heterogéneas, y he ahí otra falacia: que todas las mujeres luchan por lo mismo, que lo femenino es una identidad homogénea. A las diferencias culturales, morales, de clase o edad, se suman las distintas opiniones y corrientes. Hay feministas igualitarias, de la diferencia, radicales; hay militantes anti y pro pornografía; hay defensoras y detractoras de la maternidad; hay heterosexuales y hay quienes creen que el lesbianismo es la única salida ante la opresión patriarcal.
“Lamento comunicarles que hay ahora toda clase de declinaciones en el pensamiento político de las mujeres. Tantas son sus ideas de libertad que llegan a contradecirse”, escribe la autora chilena Lina Meruane en su diatriba Contra los hijos, en la que contrapone, por un lado, el feminismo de la igualdad, que demanda los mismos derechos que los hombres y defiende, entre otras cosas, la libertad de decidir sobre el cuerpo. Por otro, apunta Meruane, están las esencialistas, las que gritan ¡iguales pero distintas! y que en su versión más extrema proclaman cosas como el parto sin anestesia y todo lo que suene a un retorno a lo natural. Para complejizar aún más el panorama, por qué no mencionar a las “lesbianas radicales” como la teórica francesa Monique Wittig, que plantea que “la heterosexualidad es un régimen político que se basa en la sumisión y apropiación de las mujeres”.
Este resumen no es para nada exhaustivo, pero ilustra lo que Meruane llama el “mareo de la emancipación actual”, la heterogeneidad de pensamientos que aglutina hoy lo que suele llamarse “feminismo”. De ahí que sea imposible desmenuzar en un texto de esta extensión la ensalada de ideas, mitos y falacias que hay en torno al asunto —implicaría trazar una historia de las mujeres—, pero más allá de que muchos y muchas —valga la diferenciación de género— no entiendan de qué se habla cuando se habla del tema, lo interesante de este boom ha sido, entre otras cosas, ver cuánto asusta el término feminista. La ensayista Susan Sontag lo dijo así: “(El feminismo) puede definirse como una postura —sobre justicia y dignidad y libertad— a la que casi todas las mujeres independientes adherirían si no temieran la represalia que acompaña a una palabra de tan sulfurosa reputación”.
Los epítetos del estilo feminazi también responden a un miedo, eso sí, masculino. El avance implicará, parafraseando un artículo de Meruane, que muchos hombres deberán ceder “sus prerrogativas de género y sus privilegios históricos”, deberán repensar, entre otras cosas, su papel en la sociedad, su rol de padres y sus ideas sobre una masculinidad, a grandes rasgos, violenta y avasalladora. “El prestigio viril está muy lejos de haberse borrado: todavía descansa sobre sólidas bases económicas y sociales”, escribió Simone de Beauvoir en 1949 en El segundo sexo, uno de los ensayos fundacionales del feminismo, y casi 70 años más tarde la cita sigue vigente. Pero no hay que confundirse: cuando Alberto Plaza escribe en una carta al director que hay mujeres que instalan el tema de la igualdad como una “guerra de sexos” o que quieren “anular al otro”, se equivoca. No somos bandidas, no queremos tomar el patriarcado por asalto.
Nadie está luchando por instalar un matriarcado.
El género en disputa
El debate en torno al feminismo ha tenido luces y también un par de sombras, que van desde la ola de puritanismo que remece a las industrias culturales —algunos quieren censurar cuadros o libros de varias décadas atrás— hasta la generalización excesiva del tema, lo que ha invisibilizado casos dramáticos como, por ejemplo, la vulnerabilidad de las mujeres inmigrantes. Retirar pinturas de Balthus de los museos o sacar de circulación libros como Lolita por naturalizar la pedofilia y el abuso a las mujeres implicaría arrasar con cientos de miles de obras hechas décadas y siglos atrás. Dos ejemplos al azar: en Lo que el viento se llevó hay una escena en la que Rhett Butler lleva por la fuerza al dormitorio a Scarlett O’Hara, y en la canción “Run for your life”, de los Beatles, Lennon le dice a una chica que corra por su vida, que la prefiere ver muerta antes que con otro hombre.
Esos arranques conservadores no han hecho más que desviar el debate hacia zonas infértiles. El asunto de fondo es otro: ninguna lucha feminista tiene futuro si participan sólo mujeres, ningún cambio real se logrará si no se integra a los hombres en el diálogo. En algunos países, el tema dejó de ser tanto el feminismo como la masculinidad. Así lo plantea Despentes: “Si queremos vivir juntos hombres y mujeres, ellos tienen que empezar a pensar en un posmasculinismo: ¿qué quieren? ¿ser violentos para siempre? Son ellos los que tienen que entrar en una búsqueda de una masculinidad que nos convenga a todos”.
Cuando Alberto Plaza escribe sobre el tema de la igualdad como una “guerra de sexos”, se equivoca. No somos bandidas, no queremos tomar el patriarcado por asalto.
En América Latina, cuna del término machista, desde hace bastante tiempo se discute la violencia de género —el movimiento #NiUnaMenos comenzó en 2015 y abarcó países como Argentina, Chile, Perú y México—, pero lo curioso, como lo destaca el académico Ilan Stavans en el New York Times, es que el #MeToo no estalló con la misma fuerza que en países como Estados Unidos o Francia. “Ningún político, empresario, cineasta o funcionario cultural latinoamericano ha perdido su cargo por acusaciones de acoso”, advierte, y salvo unas excepciones, como los casos mediáticos de los músicos Cristian Aldana, de El Otro Yo, o Camilo Castaldi, de Los Tetas, no ha existido un fenómeno #YoTambién a gran escala, más allá de las marchas que han reunido a miles de mujeres.
Quizás sea porque en esta parte del mundo todavía hay temas más extremos que resolver, como lo plantea Stavans: “En América Latina, 60.000 mujeres mueren al año a manos de un hombre, según ONU Mujeres. Tres de cada diez latinoamericanas sufren de violencia, ya sea física o psicológica. De los veinticinco países con más femicidios en el mundo, catorce son de América Latina”. El subcontinente fue fundado, dice el autor, en base a una conquista no sólo militar, sino también sexual. La paradoja es la gran participación femenina en la esfera política: ha habido presidentas en Costa Rica, Argentina, Chile, Brasil y Panamá; hemos sido un ejemplo para el mundo. Por lo mismo, dice Stavans, ya es hora de que la ola del #MeToo llegue a estas latitudes.
No se trata de una caza de brujas ni de llamar “acoso” a todo flirteo torpe, sino de visibilizar los tratos viciados, los actos violentos que pasan por galantería, el abuso de poder, el maltrato físico y psicológico, la desigualdad enraizada. Hay que repetirlo: esto no es una batalla entre amazonas y guerreros griegos, sino una demanda de justicia e igualdad, un llamado a repensar las nociones culturales en torno a lo masculino y lo femenino. A la larga es eso: lo que está en disputa, parafraseando a Judith Butler, es el género.
Lo dijo Simone de Beauvoir —“no se nace mujer: se llega a serlo”—, lo dicen las feministas radicales como Kate Millett —“el patriarcado no es parte de la esencia humana, sino una construcción histórica”—, lo dicen las feministas liberales y más moderadas, como Martha Nussbaum —“las diferencias entre hombres y mujeres son sociales”—. Cuando dejemos de hablar de paridad de género y de cuotas, cuando dejen de existir los ministerios de la Mujer, cuando todo esto deje de ser tema lo entenderemos: el feminismo es más que olas, mares de teorías o gritos de guerra. Es una revolución, un cambio mental. Una demanda para reeducarnos.
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