Todos los amigos de Luriel Laboy se fueron de Puerto Rico. Empezaron a irse apenas tres días después del huracán María, en septiembre pasado, hace ya más de siete meses.
—Para mí fue muy fuerte porque todos mis amigos se fueron en menos de una semana. Se fueron diez. Dije: “voy a hacer una sola despedida porque no aguanto” —explica Laboy, 25 años, trabajador de una agencia de publicidad, mientras maneja por la carretera que une San Juan, la capital, con el pueblo de Humacao.
Mientras conduce para visitar a su familia –su madre de 45 años y su hermana de 20 perdieron su casa y sus pertenencias con el paso del ciclón–, dice que “la gente se ha cansado de luchar”.
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Puerto Rico ha perdido medio millón de habitantes y va a perder otro medio millón porque los jóvenes ya no quieren —o no pueden— vivir ahí. Se van.
El devastador paso del huracán María en septiembre pasado metió a la isla, hundida por la deuda fiscal desde 2006, en una crisis humanitaria sin precedentes.
Ya antes de María, Puerto Rico llevaba una década en el proceso de emigración más grande a Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Según el Pew Research Center, entre 2005 y 2015 más de 446 mil personas dejaron la isla, una cifra altísima para un país que llegó a tener 3,8 millones de habitantes. Los destinos en busca de empleos fueron, principalmente, los estados de Florida, Massachusetts, Pensilvania y Nueva York.
Otro detallado estudio divulgado en marzo por el Centro para Estudios Puertorriqueños de la City University of New York (CUNY) reveló que, desde el paso de María, 135 mil puertorriqueños se han asentado en Estados Unidos, principalmente en el noreste y sur del país. Y se estima que casi medio millón más podría emigrar para el próximo año.
Las razones parecen obvias: a las precarias condiciones económicas se suma que a siete meses de la catástrofe, miles de personas siguen sin electricidad y la calidad del agua no regresa a la normalidad.
Mientras la economía estadounidense se beneficia con los recién llegados —principalmente adultos de entre 18 y 45 años de edad, muchos con títulos universitarios—, en la isla se quedan los niños y los viejos.
En Punta Santiago, una de las ciudades más afectadas, la comunidad decidió actuar e hicieron una cocina comunitaria.
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Laboy es uno de los pocos profesionales que no tienen planes de dejar la isla.
—No tengo planes de irme, porque realmente hay una necesidad bien grande aquí, en zonas como Humacao. Y ni hablar del centro de la isla, ese sí que está mal. Orocovis, por ejemplo, es una zona de guerra, no tienen puentes —dice.
Los primeros días después de María, para él, fueron la muestra de que en Puerto Rico no se podía confiar en las autoridades. Hizo viajes de San Juan a Humacao para llevar ayuda a su familia y vecinos.
—Fue una odisea. Hacía filas de 23 o 24 horas y no llegaba el camión (de bencina). La comunicación colapsó por casi un mes. Viajar era la única forma de saber si la gente estaba bien. Y viajar hasta donde podías, porque todos los árboles estaban en el medio de las autopistas —cuenta.
Hoy demuelen la casa en donde Marta, la madre de Luriel, y Krystalee, su hermana, han vivido toda su vida. Por el inmueble deambula una familia estadounidense con poleras azules que dicen que están ahí para ayudar. “Son voluntarios”, dice Marta al recibirnos. Luego me muestra un video que hizo la comunidad al reconstruir la escuela de la ciudad y se termina limpiando los ojos con el dorso de la mano derecha.
Sobre una de las ventanas destruidas de la casa, en un cartón clavado, puede leerse con pintura roja: “Estamos bien y eso es lo que importa”.
—Esos días yo creo que nos salvamos porque teníamos latas de comida —dice el novio de Krystalee, Joseph Gonzalez Díaz, de 18 años, que sueña con enrolarse en el Ejército para aprender a “ayudar mejor”.
En los primeros dos meses después de María, dice Laboy, nadie sabía quién tenía el mando.
—El gobernador en un punto desapareció. No lo dejaban hablar. No había televisión. Te enterabas por lo que escuchabas en la única radio que estaba transmitiendo. Todavía hoy hay ayuda estancada en los puertos. El Gobierno entorpeció todo el proceso. Yo tuve que luchar con las autoridades de puerto. Te lo digo y me dan ganas de llorar de rabia. Cuando vino Trump dijo “estamos haciendo esto”, pero el gobernador no estaba haciendo nada. Nadie estaba haciendo nada.
Laboy trabaja, entre otros clientes, para la oficina de turismo de las Islas Vírgenes Británicas y dice que cuando se enviaba ayuda allá “ahí la cosa fluía”, a diferencia de la burocracia puertorriqueña.
—Por ejemplo —cuenta Laboy—, la primera dama tiró una propuesta de hacer parques conmemorativos, en cada municipio, para recordar a María. ¿Quién quiere recordar a María? ¿Quién quiere un parque cuando yo lo que tengo es hambre, cuando yo lo que tengo es sed, necesidad de un hogar, de un techo?
Después de unos segundos, concluye:
—Somos un pueblo fuerte y con esto hemos aprendido a no depender del Gobierno.
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El Gobierno ni siquiera sabe cuántas personas murieron en la tragedia. Pese al tiempo transcurrido, las autoridades no han podido determinar con certeza el número de muertes relacionadas, por ejemplo, con la pérdida de electricidad en hospitales o domicilios que limitó la atención de pacientes.
La cifra oficial es de 64 muertos, pero un análisis de The New York Times concluyó que en los 42 días posteriores al huracán perdieron la vida 1.052 personas más que la media en esas fechas en 2015 y 2016. El dato es similar al que encontró el Centro de Periodismo Investigativo de Puerto Rico, con 985 fallecidos en los primeros 40 días. Según datos recogidos por CNN en empresas funerarias, al menos medio millar de víctimas no habían sido contadas.
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Carlos Vásquez, de 43 años, es vicepresidente ejecutivo de Peces, una ONG que nació en la localidad de Punta Santiago para fomentar el desarrollo de comunidades marginadas. Ha trabajado con desertores escolares, desempleados y personas con enfermedades terminales. Él mismo se considera un hijo de la ONG, que surgió en 1985 como una escuela de líderes para jóvenes.
—Yo soy producto de eso y me quedé en la organización —dice.
Peces cuenta con escuelas para padres como herramientas para prevenir el embarazo juvenil o talleres para que niños de diez años descubran qué carreras quieren y cómo enfocarse para llegar a ese objetivo pese a las carencias. Pero para los huracanes Hugo (1989) y George (1998), la organización detuvo sus programas para convertirse en una agencia de ayuda primaria ante la ineptitud de las autoridades locales.
La experiencia se repitió con María. El huracán fue la madrugada de un miércoles y ya el domingo Vásquez decidió ir a San Juan “con la poca gasolina que teníamos”. Allá acudieron al centro gubernamental que debía coordinar la ayuda.
—Nos pidieron los nombres y los teléfonos y todavía estamos esperando que nos llamen —dice con una sonrisa.
El ingreso del mar de madrugada hizo que en Punta Santiago se juntaran sus aguas con el desborde de los pozos sépticos.
—Si lo contabas, nadie lo iba a creer. La gente estaba en shock —señala.
La urgencia lo hizo volver para anunciar que estarían operativos como agencia de ayuda y documentar en Facebook sus esfuerzos. La diáspora puertorriqueña, muy activa en el desastre, empezó a canalizar la ayuda a través de ellos.
—El alcalde, por su salud, ha estado ausente, inexistente. No ha podido pelear con el gobierno central —señala.
Incluso hoy, sólo el 30 por ciento de Punta Santiago tiene luz: apenas el centro del pueblo. En las zonas altas, en donde residen muchas personas mayores, la energía aún no llega. La organización se preocupa de llevar comida y ayuda a aquellos que no pueden bajar a buscarla.
El Gobierno no sabe cuántas personas murieron. La cifra oficial es de 64, pero un análisis del New York Times concluyó que en los 42 días posteriores al huracán fallecieron más de 1.052 personas.
El pasado 18 de abril, de hecho, un apagón dejó todo Puerto Rico a oscuras. Pese a que desde el Gobierno afirman que hasta el 98 por ciento de los consumidores tienen electricidad de nuevo, nadie se traga esa cifra. La contratación de Whitefish Energy Holdings, una empresa sin experiencia pero con vínculos con el equipo del presidente Trump, amplió la percepción de que la isla no importa en Washington.
Sin embargo, los problemas de electricidad en la isla son el producto de una serie inagotable de malas decisiones, la mayoría de ellas previas al paso de María. Los expertos llevan meses alertando que reconstruir una red con el diseño actual volverá a dejar a la isla vulnerable. Y el tiempo empieza a acabarse: un estudio de la Universidad Estatal de Colorado (CSU) advirtió que la temporada de huracanes de 2018, que parte el 1 de junio, será tan fuerte como la del año pasado.
Apenas unos metros fuera de la oficina de Vásquez, los pescadores se equilibran ante la ausencia de tablas para alcanzar el extremo del muelle.
—El huracán, lo que hizo, fue poner nuestra crisis de relieve. Las pocas cosas que quedaban tapadas el huracán se las llevó. La economía de los municipios quedó al descubierto todavía más. Es una situación de país. Uno podría decir “es culpa del político”, pero es que no tan sólo ocurrió a nivel de gobierno. El privado también quedó al descubierto que no tenía planes —dice Vásquez.
Para él, esa es la mayor enseñanza:
—Decir: “Gobierno, yo sé que tú vas a tardar, pero no voy a depender de ti”. El ejemplo más bonito de cómo las comunidades se ayudaron fue que en el centro del barrio hay un rayado de un SOS. Ese SOS fue la primera llamada de la comunidad: necesitamos agua y comida”. Pero al lado de ese SOS lo que hicieron fue una cocina comunitaria. En la tarde cocinaban ahí y la gente del barrio comía. La ayuda, para nosotros, no está fuera.
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Naomi Klein, la célebre autora de No logo, advirtió en octubre pasado sobre “los buitres” que sobrevolaban Puerto Rico, cuando la prensa ya sugería que la única forma de volver a tener electricidad era vendiendo las empresas de servicio eléctrico. Hablaba de lo que ella misma bautizó como “doctrina del shock”: aprovecharse de crisis desgarradoras para introducir políticas que destruyen recursos públicos y enriquecen aún más a las elites.
“Al igual que sucedió tras el huracán Katrina, el gobierno brilla por su ausencia”, dijo entonces Klein. La respuesta fue una visita de cinco horas de Trump a la isla, sin anunciar ninguna medida y lanzando rollos de papel a los damnificados imitando el gesto de los jugadores de básquetbol.
“Odio decirles esto, pero hemos gastado mucho dinero en Puerto Rico”, dijo además el presidente antes de irse.
El mismo estatus de Puerto Rico es confuso. Es un “territorio no incorporado” y sus habitantes son ciudadanos estadounidenses. Pero de acuerdo al Tribunal Supremo Federal, a los puertorriqueños que residan en la isla se les podría discriminar selectivamente, ya que la isla “pertenece, pero no forma parte de Estados Unidos”. Tampoco pueden votar en las elecciones presidenciales, a menos que tengan residencia oficial en alguno de los cincuenta estados o el Distrito de Columbia.
“Puerto Rico ha sido racista, desigual y pobre siempre. Pero cuando afecta a los que tienen más, se vuelve una cosa por ‘descubrir’”, dice un profesor de la Universidad de Puerto Rico.
Por el contrario, todo el poder recae en Washington. En 2016, el entonces presidente Barack Obama estableció una junta de control fiscal para Puerto Rico, creada en virtud de la llamada “Ley Promesa” para reestructurar la deuda puertorriqueña, que asciende a más de 70 mil millones de dólares, y que voces en la isla critican como una “suspensión de la democracia”.
La junta tiene ocho miembros: cuatro republicanos, tres demócratas y el gobernador de la isla, que es el único que no tiene derecho a voto.
Para el historiador e investigador de la Universidad de Harvard Pedro Reina Pérez (52), Puerto Rico es hoy “un laboratorio del neoliberalismo más puro que persigue, mediante la austeridad y la privatización, escribir un nuevo capítulo en el manual sobre el capitalismo del desastre”. Por ejemplo, la Universidad de Puerto Rico —única institución de educación superior pública— tendrá que reducir su presupuesto en más del 50 por ciento en cinco años.
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Ariadna Godreau, de 32 años, es abogada y coordinadora de la iniciativa Ayuda Legal Huracán María, que ofrece asesoría gratuita a las personas de escasos recursos afectadas por el ciclón. La mayoría de las consultas que recibe son cómo apelar a decisiones de la Administración Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) o enfrentar moratorias de bancos y desahucios tras el paso del huracán.
Pero el huracán María no cambió algo estructural, dice la abogada.
—Puerto Rico ha sido racista, desigual y pobre siempre. La falta de vivienda siempre ha estado ahí. Siempre ha habido gente sin luz, gente sin agua. Pero cuando afecta a los que tienen más, se vuelve una cosa a ‘descubrir’. Nuestra realidad tiene unos contextos coloniales jodidos —recuerda en un restaurant semivacío de San Juan.
Godreau y su pareja —el también abogado, poeta y profesor de la Universidad de Puerto Rico Guillermo Rebollo Gil, de 39 años— también piensan en irse.
—Uno empieza a tomar las decisiones despidiéndose. Una casa o un contrato de alquiler de un año no, porque no sé lo que pasa de aquí a tres meses. Si hay que cambiar la nevera, no hay que hacerlo todavía por si nos vamos —enumera. Pero por ahora anuncia que viajará pronto a Estados Unidos en busca de fondos que permitan a su programa seguir funcionando.
—Mi trabajo es por propuestas. Y las propuestas se acaban —dice Godreau.
—Un día uno está bien pumpeado con irse pa’l rayo con el resto del mundo, ver que todo será posible y qué sé yo, y de repente estás como que el mundo te cae un poco más encima, porque sientes que, en efecto, no hay mucha más alternativa —dice Rebollo.
—Yo creo que uno se quiere quedar, pero no encuentra cómo. Hay una cosa afectiva con el país, con el Caribe, con vivir en la isla, con el mar, con esas cosas, pero no sabes cómo hacerlo”, precisa Godreau mientras Rebollo asiente. Ambos esperan su primer hijo.
—Tú quisieras que el bebé creciera con sus abuelos, pero está cabrón vivir aquí —dice ella—. ¿A qué médico lo vamos a llevar? ¿Dónde va a estudiar? Así no se puede.