Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Marzo 29, 2012

Insistentemente el hombre aprieta el botón del ascensor. Una y otra vez. Deja el dedo apoyado un rato. Lo retira. Aprieta tres veces seguidas. Se cruza de brazos. El hombre está enojado. Insulta al ascensor. Aprieta de nuevo. Yo lo miro con curiosidad. El tipo debe tener más de sesenta años. Seguro que no es la primera vez que usa un ascensor. Me lo imagino fantaseando con que el ascensor piensa: "Más vale que me apure o este caballero me va a enloquecer". 

Es natural. Los ascensores no vienen con un manual de uso. Así como un montón de otras cosas. En muchas circunstancias de la vida cotidiana nos enfrentamos a objetos cuyo funcionamiento debemos adivinar. No tenemos tiempo para pedir el manual de instrucciones del microondas, o de averiguar cómo funciona el nuevo equipo de música, o el hervidor de agua.  Solemos, por ejemplo,  utilizar un procesador de texto nuevo sin consultar el bendito librillo de instrucciones. De hecho, entendemos que los software son mejores si son "intuitivos", "user friendly" (o lo que antes llamábamos "a prueba de tontos").

La promesa para todo esto es simple: que no necesitaremos leer un manual, que a través de prueba y error, de observar cuidadosamente, y de nuestra experiencia pasada llegaremos a dominar el programa sin necesidad de instrucción. 

Es una forma de pensar a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación. Sin ir más lejos, después de los temblores del fin de semana pasado, buena parte de la información que recibimos provenía del pensamiento mágico de algunos de los derrotados en la batalla de la sinrazón. 

Ese camino para obtener conocimiento - y nada, absolutamente nada más - es el método científico.  Es un procedimiento práctico, del que muchos han escrito grandes tratados. Lo experimentamos a diario en buena parte de nuestras decisiones. La ciencia es sólo la utilización sistemática y cuidadosa de este procedimiento. En palabras de Einstein, "la ciencia no es más que el refinamiento del pensamiento cotidiano".

Sube y baja

Al enfrentarse por primera vez a un fenómeno desconocido, debemos utilizar nuestra experiencia para proponer una hipótesis razonable. Así, en un comienzo, el acto de llamar un ascensor puede parecernos análogo al de  llamar a un amigo que nos dará una mano. Uno al que podemos presionar para apurarlo. No es extraño entonces que un usuario primerizo caiga en la trampa e insista con el botón. Es sólo una hipótesis equivocada. Un prejuicio natural. Uno que esperamos sea revertido cuando el uso continuo del ascensor de su edificio le muestre empíricamente que el ascensor es inmune a  súplicas, insultos e insistencias. Su actuar es el mismo si oprimimos el botón una o quince veces.

Para ayudarnos en el proceso de descubrimiento, algunos fabricantes de ascensores decidieron instalar una lucecita que se enciende en el instante que apretamos el botón por primera vez. Algo que además nos revela que el apretar el botón tuvo la presión y prolijidad necesarias como para accionar la cadena de eventos que esperamos gatillar.

Pero para el señor del ascensor no era suficiente. La luz estaba encendida, y él seguía pulsando el botón e insultando las puertas de acero. ¿Sabría que su actuar no tenía objeto alguno? Probablemente. Si le hubiese preguntado, quizás me contestaba lo mismo que contestan los consumidores de homeopatía cuando se enfrentan a la evidencia de su ineficacia. "No puede hacer daño".

La guerra contra el pensamiento mágico

El señor del ascensor es víctima del pensamiento mágico. No importa mucho que le mostremos la evidencia. En este caso es sencillo. Bastaría que le pidiéramos que durante los próximos 6 meses  cronometre  el tiempo que demora del ascensor cada vez que lo use. Que la mitad de las veces sólo apriete una vez, y el resto lo haga como siempre lo hace. Que finalmente promedie el tiempo de espera en ambos casos y compruebe que no hay diferencia significativa (siempre habrá alguna pequeña diferencia, pues el azar está en acción continuamente en cualquier experimento). El señor probablemente seguirá con su añosa tradición, porque al pensamiento mágico no lo tuerce la razón. Porque está anclado en alguna parte de la biología humana. Basta mirarnos a nosotros mismos. Hasta los más racionales de nosotros han insultado máquinas expendedoras de bebidas, o han "tocado madera", o han hecho pequeñas apuestas irracionales consigo mismos. La lucha contra la sinrazón suele ser constante dentro de cada uno de nosotros. Muchos pierden tempranamente esa guerra, como este señor que ahora apoya la palma completa de la mano en el botón del ascensor.

En realidad, las cosas van de mal en peor para el señor en cuestión. Todo comenzó el día en que llegaron los innovadores con una idea revolucionaria. Se les ocurrió agregar un segundo botón a los ascensores del mundo. Uno tendría una flecha apuntando hacia arriba. El otro una hacia abajo. Esto ahorraría tiempo de viaje y energía, ya que el ascensor que va subiendo no pararía a atender a aquellos que oprimieron el botón para bajar. Los innovadores, claro está, no contaban con que el señor del ascensor, y muchos otros de sus vecinos, apretarían invariablemente los dos. Por lo tanto, los que iban  subiendo tendrían no sólo que tolerar la inútil parada, sino también la voz amargada de nuestro personaje preguntando "¿baja?".

Es una forma de pensar a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación. Sin ir más lejos, después de los temblores del fin de semana pasado, buena parte de la información que recibimos provenía del pensamiento mágico de algunos de los derrotados en la batalla de la sinrazón. Tabloides, matinales y noticieros sucumbieron a la tentación de las explicaciones mágicas, sensacionales, casi tan escalofriantes como la ignorancia. 

Tal como cotidianamente perdemos esa lucha contra el pensamiento mágico, también tenemos momentos en que triunfa la razón y aplicamos el método. Lo hacemos, por ejemplo, cuando definimos nuestra ruta cada mañana para llegar más rápido al colegio de los niños.

Porque es tan probable que un ascensor llegue más rápido por accionar más botones como que la ocurrencia de un terremoto tenga relación con tormentas solares o un aumento de la temperatura ambiental. No hay manual de uso de temblores, pero cualquiera puede construir una lista completa de sismos, incluyendo la actividad solar y la temperatura de ese instante y comprobar que no hay relación alguna.  Habría que ver a los charlatanes llamando al ascensor con algo de apuro.

Opiniones educadas

El método científico no es, por lo tanto, sólo un "método". Ésta es de hecho una mala palabra, pues sugiere la existencia de alternativas (aunque es cierto que las hay para muchas actividades humanas). Tal como cotidianamente perdemos esa lucha contra el pensamiento mágico, también tenemos momentos en que triunfa la razón y aplicamos el método. Lo hacemos, por ejemplo, cuando definimos nuestra ruta cada mañana para llegar más rápido al colegio de los niños.  Enfrentados a esta clase de problemas actuamos del mismo modo como un investigador enfrenta problemas científicos tales como el cáncer: observando las evidencias, establecemos una hipótesis, experimentamos, aceptamos las consecuencias, tanto si validan nuestra hipótesis inicial como si la tiran por la borda.

Esto es tan cierto en el ejemplo del ascensor como en cualquier compleja teoría científica. Si vemos que, en promedio, el tiempo de espera del ascensor es el mismo, independientemente del número de veces que lo llamamos, lo lógico es que concluyamos que basta con apretar el botón una vez para conseguir nuestro objetivo. Lo mismo ocurre con cualquier hipótesis. Si los experimentos no la validan, debemos abandonarla no importa el efecto o la utilidad que haya tenido en el tiempo. En este acto de modestia cósmica reside el corazón del pensamiento científico.

Es por esto que cuando miro al señor del ascensor, mi sentimiento es el mismo que experimento cuando me dicen que soy rígido si no acepto la utilidad de ciertas medicinas alternativas, o cuando escucho a gente hablando cosas sin sentido sobre el origen de los temblores. 

El método científico, como vemos, no sólo nos ayuda a ser científicos.  Nos ayuda también a manejar mejor ese ascensor que el señor ahora insulta con gruesos adjetivos.  Nos ayuda a eliminar prejuicios a través de la experiencia y la observación. Nos muestra, por lo tanto, un camino para construir no sólo teorías científicas, sino que opiniones educadas para la vida diaria. Y esto, sin duda, es de ayuda para todos. Después de todo, es bien probable que este señor suela insultar no sólo a ascensores.

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