Habían pasado sólo 48 horas desde el hundimiento del Titanic, y un hombre se aprestaba a emprender un viaje en sentido contrario. En Viena, el austríaco Victor Hess terminaba los preparativos para iniciar un arriesgado ascenso, a bordo de un globo de hidrógeno, a 5 kilómetros de altitud. Podría haber parecido un mal momento. Pero el 17 de abril de 1912 era el día preciso. En pocas horas habría un eclipse casi total de Sol. Un evento poco frecuente que Hess, físico del Instituto de Investigación del Radio en Viena, esperaba con ansias. Necesitaba que la Luna bloqueara la luz del Sol para averiguar si las misteriosas radiaciones que hoy llamamos rayos cósmicos, y que él mismo había concluido que venían desde el cielo, provenían específicamente de este astro.
Hess subía a la barquilla pensando en la oscura y estrellada noche que vio naufragar al gran trasatlántico. Y claro, los eclipses siempre ocurren cuando la Luna está nueva, es decir, cuando se esconde en la oscuridad mostrándonos, completa, su cara sombría. Hess subía ahora a enfrentarse a la misma Luna, una Luna culposa que intenta escabullirse, pero cuya presencia será revelada muy pronto, cuando pase por delante del Sol. Allí el austríaco usaría sus electrómetros para medir la carga eléctrica que las moléculas de aire adquieren debido al bombardeo cósmico que desgarra sus electrones.
Si esa carga venía del Sol, pensaba Hess, ahora la Luna los protegería.
No fue así. Sus mediciones mostraron que la Luna no hacía diferencia alguna, y que por lo tanto la fuente no era el Sol. Hoy sabemos que las radiaciones cósmicas provienen desde mucho más allá del sistema solar, de los confines de nuestra galaxia, e incluso de otras galaxias lejanas. Se trata de una lluvia de partículas extraterrestres que recibimos desde todas direcciones. Pero esa noche al menos quedó claro que, como en todas las otras noches, nada podía hacer la Luna para detenerla. Si ni siquiera había podido iluminar la tragedia del Titanic dos días antes.
Las mediciones de Hess mostraron que la fuente de las radiaciones cósmicas no era el Sol. Hoy sabemos que provienen desde mucho más allá del sistema solar, de los confines de nuestra galaxia, e incluso de otras galaxias lejanas.
¿De dónde venían entonces? Esa respuesta probó ser un poco más compleja.
Victor Hess hizo una gran cantidad de viajes en globo entre 1911 y 1913. Su idea era averiguar el origen de la radiación que provocaba que los átomos del aire se ionizaran, es decir, que perdieran electrones adquiriendo carga eléctrica.
El fenómeno era ya conocido por los fundadores de la física nuclear. Se sabía que la corteza terrestre contiene sustancias radiactivas que emiten partículas y radiación. Que ésta, a su vez, colisiona con los átomos en el aire. No era de extrañar, por lo tanto, encontrar aire ionizado en la atmósfera. Pero ¿era la tierra la única fuente de radiación ionizante?
Hess disponía de los electrómetros de precisión que el físico alemán Theodor Wulf había diseñado años antes. Estos aparatos miden las pequeñas corrientes que puede transportar el aire ionizado. Recordemos que una corriente no es más que el movimiento de cargas eléctricas. El aire neutro, no ionizado, no contiene cargas que transportar, pero mientras más átomos cargados eléctricamente contenga, mejor conducirá la electricidad. El mismo Wulf fue de los primeros en preguntarse si la emisión radiactiva de la tierra era suficiente para dar cuenta del fenómeno de ionización del aire. En un viaje a París, se le ocurrió comparar la medida de esta ionización en el suelo con aquella en lo alto de la torre Eiffel. Si las radiaciones provenían sólo de la tierra, el aire arriba debía estar menos ionizado. Descubrió que así era, pero en mucho menor medida de lo que predecían sus cálculos.
Fueron los viajes de Hess los que terminaron por zanjar cualquier duda. A 5 kilómetros de altura, el aire ya estaba dos veces más ionizado que sobre el nivel del mar. Para Hess era claro, la radiación ionizante venía desde arriba. Luego, el eclipse de abril de 1912 terminaría por confirmar que no era el Sol el responsable.
Como consecuencia de todo esto, en diciembre de 1936 Victor Hess emprende un nuevo viaje a las alturas. Esta vez a Estocolmo para recibir el Premio Nobel de Física.
El alma del rayo
Hoy sabemos que los rayos cósmicos primarios son núcleos atómicos que inciden en la atmósfera. La mayoría son protones (núcleos de hidrógeno), pero su zoología es variada. Los distintos núcleos llegan en proporción similar a su abundancia en la naturaleza. Al chocar con las moléculas de aire inducen una cadena de colisiones, que provoca la creación de un sinnúmero de otras partículas, o rayos cósmicos secundarios. Durante las primeras décadas del siglo XX, antes del advenimiento de los grandes aceleradores, los rayos cósmicos eran la fuente principal de observaciones en física de partículas. En 1932, por ejemplo, Carl D. Anderson, físico norteamericano que trabajaba en Caltech, fue el primero en descubrir una partícula de antimateria: el positrón o antielectrón. Esto le valió compartir el Premio Nobel de Física, en 1936, con Victor Hess.
Anderson observaba los rayos cósmicos usando una cámara de niebla. Estas cámaras permiten ver las trayectorias de las partículas elementales, que al pasar por un contenedor sellado que contiene vapor de agua, provocan la condensación de ésta. Así la partícula en movimiento crea una estela de gotitas de agua que podemos ver y fotografiar. Por estos días las cámaras de niebla están de moda nuevamente. El experimento CLOUD del laboratorio CERN en Suiza está estudiando una posible relación entre la formación de nubes y los rayos cósmicos. Se piensa que los niveles de radiación cósmica pueden tener importancia en el clima. Algunos incluso han indicado que estos rayos podrían ser responsables, en parte, del calentamiento global.
El experimento CLOUD del laboratorio CERN estudia una posible relación entre la formación de nubes y los rayos cósmicos. Se piensa que pueden tener importancia en el clima. Algunos incluso han indicado que estos rayos podrían ser responsables, en parte, del calentamiento global.
La edad de las cosas
Los rayos cósmicos tienen importantes aplicaciones prácticas. Sin duda la más famosa es que hacen posible la datación por carbono 14. La cosa es más o menos así. El átomo de carbono se caracteriza por tener seis protones en su núcleo. Como ocurre en casi todos los núcleos, éste además contiene neutrones. El tipo más abundante de carbono es estable y contiene 6 neutrones. Se lo conoce como carbono 12 (6+6). Casi el 99% del carbono que encontramos en la tierra es de este tipo. El 1% restante contiene 7 neutrones por lo que se conoce como carbono 13 y es también estable. El carbono 14, en cambio, se encuentra en cantidades despreciables y es inestable, ya que eventualmente uno de sus neutrones se transforma en un protón, emitiendo en el proceso un electrón y un antineutrino. El carbono 14 se transforma en nitrógeno 14, un átomo estable muy común en nuestra atmósfera. Este proceso, llamado decaimiento radiactivo, ocurre de tal forma que si tenemos 1 kg de carbono 14, en 5730 años sólo nos quedará la mitad.
El mecanismo de la datación se basa en el carbono que contienen los organismos vivos. Las plantas lo obtienen del dióxido de carbono presente en la atmósfera, comenzando la cadena alimenticia que provee de este elemento a toda la fauna terrestre. Cuando morimos, dejamos de reciclar nuestro carbono, por lo que el carbono 14 comenzará a desaparecer, y podemos estimar nuestra data de muerte de acuerdo a la cantidad de carbono 14 que quede en nuestros cuerpos (aunque estén ya fosilizados).
¿Cómo es posible que después de millones de años aún quede suficiente carbono 14 en la tierra como para que sea útil en este ejercicio? La respuesta está en los rayos cósmicos. Son los responsables de las colisiones de neutrones con nitrógeno 14 en la alta atmósfera, que dan origen a nuevos núcleos de carbono 14. Ésta es la fuente que permite que la cantidad de carbono 14 disponible en la atmósfera se haya mantenido relativamente constante por cientos de miles de años.
Preguntas cósmicas
La radiación cósmica está en todas partes. Una lluvia suave que nos bombardea desde los confines del universo. Hasta nuestros días no sabemos con precisión el origen de estas partículas y la forma en que alcanzan sus enormes velocidades. Es bastante aceptado que algunas son aceleradas en restos de supernovas dentro de nuestra galaxia. Las más energéticas, sin embargo, aún son materia de discusión. Sus energías son millones de veces mayores que las que se logran en el acelerador actual más poderoso, el Gran Colisionador de Hadrones. Se piensa que podrían haber sido acelerados cerca de los agujeros negros supermasivos que contiene el centro de muchas galaxias.
Si el hundimiento del Titanic subrayó la pequeñez humana frente a la naturaleza, los rayos cósmicos que Hess descubrió 2 días después son como el eco que nos lo sigue recordando día a día. Sus energías imposibles de reproducir, sus orígenes difíciles de comprender y sus consecuencias en la Tierra, desde su influencia en el clima como en las mutaciones que provocan el cáncer son una permanente burla cósmica. Una que lejos de detenernos nos motiva a la aventura de abordar más globos, y más barcos.