En un viaje, a Penrose le llamó la atención una exposición de un tal Maurits Cornelis Escher. Lo que vio allí le impactó profundamente. Figuras imposibles que creaban un universo único que Penrose disfrutó, primero, y luego quiso entender y trabajar.
Richard Feynman era un curioso ejemplar de genio travieso. Le gustaba practicar lo que en las grandes universidades de Estados Unidos se conoce como hacking, que consiste en asistir a una charla con el único objeto de atosigar al conferencista con críticas y preguntas. El fin último era divertir a sus colegas, con altas dosis de ingenio y sarcasmo. Cierto día, Feynman se dirigía a la charla de un conocido físico inglés en Caltech y el cuerpo le pedía una dosis urgente de hacking. Estaba dispuesto a hacerle la vida imposible al conferencista y así lo hizo saber en el café, para que todos estuvieran atentos. La charla progresaba y, contra lo que todos esperaban, Feynman permanecía callado y muy atento. Un físico que se sentaba en la fila de atrás interpretó que debía romper el hielo e inició el acoso con una retahíla de objeciones. A la tercera, Feynman se giró hacia su colega y, muy serio, le gritó: “¡Cállate, ya! ¡Escucha lo que este hombre tiene para decir!”. Ese hombre era Roger Penrose y había logrado lo que ningún otro: torcer la voluntad de Feynman con el brillo de sus ideas.
Matemático de profesión, Penrose es quizás quien mejor se ajusta a la etiqueta de ser un Da Vinci de nuestro tiempo. Un pensador singular, arriesgado, cuyas contribuciones son fundamentales y polémicas en campos tan variados como la gravitación, la geometría, la neurociencia, la cosmología y el arte. Un genio sin atenuantes que, no obstante, habla siempre en un tono apacible, mesurado y con una modestia inverosímil. Luce siempre un aire despreocupado y el cabello hecho un torbellino sobre sus cejas arqueadas y su mirada profunda.
En el nombre del padre
Su padre, Lionel Penrose, luego de graduarse en Cambridge, viajó a Viena. Lo hizo atraído por los rumores que hablaban de una nueva forma de abordar la mente humana, buscaba entender qué era eso del psicoanálisis de primera mano, con Sigmund Freud. Fascinado por el corpus teórico que éste había edificado, Lionel regresó a Inglaterra con la intención de dedicarse al psicoanálisis. En aquellos tiempos se autorizaba la terapia psicoanalítica sólo a aquellos que tuvieran el título en Medicina. Decepcionado por este contratiempo y jalonado por su motivación última, Lionel Penrose hizo la carrera de Medicina en menos de tres años. Pero la prisa no le hizo llegar antes. Le hizo llegar a otro sitio. Al acabar la carrera, le parecían cuestionables los principios científicos del psicoanálisis y se dedicó a la genética, convirtiéndose en un pionero en el estudio del autismo y de las bases genéticas del retardo mental.
Roger Penrose habla de su padre con conmovedora admiración. Siempre encontró en él al interlocutor perfecto para discutir sus ideas más originales. Siendo estudiante de doctorado, con 23 años, asistió a una conferencia en Ámsterdam y, en un paseo que realizó una tarde libre, le llamó la atención el anuncio de una exposición de un artista contemporáneo, un tal Maurits Cornelis Escher. Lo que vio allí le impactó profundamente. Figuras imposibles, paradojas visuales, sortilegios construidos con perspectivas mentirosas que creaban un universo único que Penrose disfrutó, primero, y luego quiso entender. Discutió con su padre sobre el asunto y ambos comenzaron a trabajar sobre las figuras imposibles. Así salió a la luz el triángulo de Penrose, una figura a la que se catalogó como “la imposibilidad en su forma más pura”.
Estudiaron otras figuras y escribieron un trabajo inclasificable, que decidieron publicar en el British Journal of Psychology, aprovechando una vieja amistad con un editor, de la época en la que Lionel perseguía el sueño de ser psicoanalista. El padre de Penrose envió el trabajo a Escher, quien respondió con gran interés y acabó utilizando las bases geométricas de estas figuras para crear algunas de sus obras más famosas, como “La cascada”. Roger Penrose visitó a Escher en 1971, en la casa de retiro para artistas en la que vivía y aún trabajaba. En reconocimiento al uso que había hecho de sus aportaciones a la topología, el artista le dijo al matemático que se llevara una de sus litografías. Pocos meses después falleció.
El socio de Stephen Hawking
Una de las consecuencias más sorprendentes de la Teoría de la Relatividad General de Einstein es la existencia de agujeros negros, entes que se caracterizan por dos aspectos extraños. Primero, ser un punto de dimensiones infinitesimales con una densidad de materia infinitamente grande: lo que se conoce como una “singularidad”. Segundo, estar rodeados por una superficie, el “horizonte de eventos”, con la propiedad de que cualquier objeto que la traspase no podrá salir jamás y acabará alimentando aún más la singularidad.
En un comienzo, los agujeros negros eran tomados como curiosidades teóricas cuya existencia en la naturaleza no debía considerarse. En 1939, sin embargo, Oppenheimer y Snyder publicaron un trabajo en el que mostraron la posibilidad de que una estrella colapsara bajo el efecto de su propio campo gravitatorio y se convirtiera en un agujero negro. Las hipótesis no eran lo suficientemente realistas como para vencer la desconfianza de la comunidad científica. Consideraban un colapso perfectamente esférico, en el que cada partícula de la estrella viajaba para encontrarse con las demás en el centro, algo difícil de imaginar en la realidad.
En 1965, Roger Penrose, junto a un joven Stephen Hawking, en un trabajo realizado casi completamente mediante conversaciones telefónicas, demostraron que la forma precisa en que ocurre el colapso no es importante. Las singularidades son habituales, genéricas y siempre ocurrirán durante la evolución del universo. Los agujeros negros debían existir. Y así fue como, en 1974, Cygnus X-1 fue el primer agujero negro observado en nuestra galaxia, a sólo seis mil años luz de la Tierra.
El teorema de Hawking y Penrose mostraba que las singularidades del campo gravitacional debían ser usuales, pero nada decía del horizonte de eventos. Es muy difícil para un físico aceptar la existencia de una singularidad. Allí la teoría deja de tener sentido. Si está rodeada por un horizonte de eventos, en cambio, la cosa es más razonable. Cuando menos, no hay forma de que alguien viaje a conocerla y vuelva a relatar su experiencia. Penrose postuló su famosa conjetura de la censura cósmica. En ella dice que no existen singularidades “desnudas”; todas deben estar cubiertas bajo el pudoroso vestido de un horizonte de eventos.
La conciencia y la Mecánica cuántica
Si un agujero negro es un fenómeno extraño, hay otro que supera con creces su misterio y dificultad de estudio: la conciencia. En este terreno de lo aparentemente imposible es donde Roger Penrose se siente a gusto. Es así como propuso una de las más extrañas y audaces ideas sobre la conciencia. El tema es tan complejo que incluso es difícil postular una pregunta. Lo que sucede es que, a diferencia de cualquier otro problema científico, la conciencia es una experiencia personal, en primera persona, intransferible. Veamos un ejemplo.
Estamos acostados en una cama con la luz apagada. Una infinidad de procesos biológicos están ocurriendo en nuestro cuerpo, dentro de cada una de sus células. Nuestro cuerpo funciona sin operador, automáticamente, sin necesidad de control. En cierto momento, podemos tomar conciencia de nuestra respiración. Nada ha cambiado. Sólo nuestra mirada interna, que se concentra en el fluir de aire hacia nuestros pulmones. Ahora podemos cambiar la velocidad con que respiramos o incluso suspenderla por unos segundos, aunque sólo sea para decirnos que tenemos el control. Podemos concentrarnos en los olores y en las memorias que nos evocan. Pasamos así de un estado de “máquina respiradora” a un estado consciente, sin demasiados signos externos que nos delaten.
Alguien podría objetar que un electroencefalograma sí delataría nuestro nuevo estado. Pero, ¿es lo mismo un circuito neuronal con todas sus complejidades que la experiencia subjetiva que parece provocar? ¿Es posible simular un cerebro en un computador y dotarlo de conciencia? Roger Penrose piensa que no. No se trata de buscar respuestas sobrenaturales. Él cree que hay ciertas leyes de la física que aún no conocemos y que son necesarias para la comprensión del fenómeno de la conciencia. Se trata de la gravitación cuántica, teoría que es además necesaria para explicar la naturaleza de las singularidades de los agujeros negros y el origen del universo.
Según Penrose, esta teoría tendrá implicancias, más allá de la física gravitacional, que podrían explicar el fenómeno de la conciencia. En concreto, su sustrato serían ciertos componentes celulares llamados microtúbulos. La teoría ha sido ampliamente criticada por la comunidad científica. Se trata de un conjunto de ideas muy especulativas. Pero su punto esencial es que el fenómeno de la conciencia es, probablemente, imposible de explicar con la ciencia actual. Una nueva revolución científica podría ser necesaria para atacar el problema con propiedad.
El quijote británico cabalga de nuevo
Las contribuciones relevantes y originales de Penrose son demasiadas para hacerles justicia en un texto tan breve. Fue él quien inició, por ejemplo, el estudio de estructuras espaciales que nadie había imaginado jamás y que están en la base de los cuasi-cristales, cuyo descubrimiento le valió el Premio Nobel de Química a Dan Shechtman en 2011. ¿Debió haber compartido el galardón? Muchos creemos que sí. Él dice que no.
A pesar de haber pasado ya los ochenta años, no hay señales de que Roger Penrose esté pensando en tirar la toalla y dejar de avanzar tercamente hacia las fronteras del conocimiento, como si estuviera dispuesto a llevárselas por delante. En 2010 publicó el libro Ciclos del tiempo, en el que cuestiona dos de los conceptos más consolidados de la cosmología contemporánea, el Big Bang y la inflación cósmica. Como casi siempre, la mayor parte de la comunidad científica está en contra. Pero muchas otras veces ha ocurrido que este quijotesco caballero británico ha vuelto victorioso cuando se le auguraba una sonora derrota.