Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Febrero 7, 2013

Los científicos solemos pasear cuando se acaban las ideas. Cuando un problema se torna más difícil de lo esperado y los senderos que llevan a su solución se angostan hasta oscurecerse del todo. Caminar por Valparaíso una mañana de verano es por eso un buen ejercicio. La brisa marina y las coloridas callejuelas nos ayudan a sumirnos en el universo abstracto de nuestra mente. Pero el puerto nos depara otra sorpresa. El andar distraído, ignorante de los aspectos más mundanos, provoca que nuestro zapato derecho se hunda inadvertidamente en un voluminoso trozo de excremento canino. La forma más indigna de acabar con nuestras aspiraciones intelectuales. Al tiempo que cada perro que vemos se nos antoja culpable del escatológico accidente, una idea feliz surca nuestra mente: que llegue el día en que todos los problemas científicos se hayan resuelto. En el que nadie deba salir por las calles en pos de la ciencia, arriesgando la integridad de su calzado. El día en que la ciencia muera.

 Si bien no es la primera acepción que se nos viene a la cabeza, la escatología, además de lidiar con residuos como el que ahora llevamos a cuestas, también hace referencia, al final, a la muerte. Antes de ser conscientes de ello, estamos pensando en la escatología de la ciencia.  Nos consuela haber dado con una palabra que confiera unidad a lo que nos ocurre, desde la suela de los zapatos hasta la punta del sombrero.

¿Se acabará la ciencia algún día? Algunos piensan que sí. Muchos científicos han anunciado, incluso, que ese final es inminente. La teoría final, o teoría del todo, que resolvería todas las preguntas que podamos formular. Un conjunto de leyes que permitirían a un computador suficientemente poderoso simular o predecir cualquier fenómeno natural que deseemos. Toda la naturaleza, desde una colisión subatómica hasta los avatares de la economía. Desde la evolución de las especies hasta las condiciones climáticas que se presentarán mañana, pasando por el estado psicológico del lector de estas líneas.

Se dice que Lord Kelvin, el gran físico irlandés, en un discurso dado en 1900, aseguró que no había “nada nuevo que descubrir en física; todo lo que queda son mediciones más y más precisas” de las teorías conocidas, “salvo por un par de nubarrones”. Esa física que consideraba establecida para siempre incluía su extravagante teoría en la que los átomos eran ovillos de vórtices de éter. Pero los nubarrones no se disiparon con el sosiego imaginado por Lord Kelvin. Esclarecerlos demandó la construcción de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, que revolucionaron nuestra comprensión de la naturaleza.

Stephen Hawking también fue presa de similar entusiasmo cuando, hace un cuarto de siglo, anunció la inminencia de una teoría final,    “último triunfo de la razón humana, que nos permitirá conocer la mente de Dios”. Otros pregonan en la actualidad que la teoría de supercuerdas podría ser la teoría final que unifique las leyes fundamentales de la física, otorgándonos una comprensión completa de la materia, sus interacciones, el espacio y el tiempo. Las palabras de Carl Sagan, “la ciencia moderna ha sido un viaje hacia lo desconocido, con una lección de humildad aguardando en cada parada”, sin embargo, son un llamado a la cautela.

Pero no podemos hablar de la muerte de la ciencia sin recordar su nacimiento. Los tiempos en que cada avance científico, por modesto que fuera, implicaba una gran aventura. Un esfuerzo de connotaciones épicas. Como el de uno de los padres del pensamiento científico moderno, Francis Bacon, que acabó costándole la vida.

 

El sacrificio de Francis

La entrada de Bacon en la dimensión escatológica se produjo en 1626. Se podría decir que ofrendó su vida por una obcecada fidelidad al método científico, por una pulsión irrefrenable de saciar su curiosidad. Conocemos los hechos que dieron fin a su vida a partir del relato que apareció en Brief lives, de John Aubrey, en 1669. Ocurrió al norte de Londres, una gélida noche de principios de abril en la que Bacon viajaba en compañía del Dr. Whiterborne, médico del joven rey Carlos I. Éste seguía con atención las curiosas palabras de su acompañante quien, con la mirada perdida, parecía subyugado por el manto blanco que todo lo cubría. “No veo ninguna razón por la que la nieve no pueda servir para preservar la carne, en lugar de la sal”, acabó de razonar Bacon, y pidió al conductor que detuviera a los caballos. No podía demorar la puesta a prueba de una hipótesis tan audaz.

Los dos contertulios se bajaron a las puertas de una casa humilde en las faldas del monte Highgate y compraron una gallina eviscerada. Rellenaron la oquedad con abundante nieve. La operación llevó demasiado tiempo, a la intemperie, y Bacon cayó enfermo. Tuvo que refugiarse en la mansión de un noble, en donde se le brindó una cama. Sin embargo, el lecho estaba húmedo por falta de uso y el resfrío se convirtió en una neumonía. En menos de tres días Bacon murió asfixiado. En su lecho de muerte, agonizante, dictó una carta para Lord Arundel, el ausente dueño de casa, en la que recordó, identificándose con ella, la fatídica curiosidad que empujó a Plinio el Viejo a las faldas del Vesubio durante la erupción que destruyó Pompeya. Hombres que llevaron la experimentación hasta sus últimas consecuencias y no perdieron el rigor del método hasta consumir el aliento postrero.

 

 

 

Un montón de átomos

El método científico ha acompañado el desarrollo de todas las áreas de la ciencia con innegable éxito. Pero la observación sistemática y cuidadosa de la naturaleza es sólo uno de los ingredientes necesarios en la construcción de teorías científicas. También está el deseo de unificar. De entender la mayor cantidad de fenómenos a partir de la menor cantidad de leyes. Isaac Newton, por ejemplo, fue capaz de unificar el movimiento de objetos sobre la superficie terrestre con aquél de los astros en el cielo, a través de su ley de la gravitación universal.

Varios siglos después, la mecánica cuántica fue capaz de explicar los fenómenos atómicos, unificando las ciencias físicas con la química. Más tarde, en la segunda mitad del siglo XX, los físicos construyeron el modelo estándar de las partículas elementales, que describe todas las interacciones fundamentales con excepción de la gravedad.  La incorporación de ésta al dominio de la física cuántica es el gran problema de la física teórica contemporánea y, para algunos, el único ingrediente faltante para conseguir esa teoría final que sacaría a la física de los laboratorios para convertirla en una pieza de museo. 

Si tuviéramos una posibilidad de cálculo ilimitada, la teoría final podría explicar, en principio, cualquier fenómeno. Nosotros mismos, después de todo, no somos más que un enorme conjunto de átomos en constante y sofisticada interacción. Así, con un computador suficientemente poderoso, podríamos explicar o, si se quiere, replicar, desde los átomos a las células, de las células a la mente humana, a la psicología, la sociología, la economía. Hay que decir, claro está, que ninguno de estos fenómenos parece servirse de la gravedad en modo alguno.

 

Condenados por creativos (y curiosos)

Se podría objetar que el obstáculo es mucho más el computador que la teoría. Pero a los científicos nos gusta hablar de cosas que podríamos hacer “en principio”, sin importar la posibilidad real de llevarlas a cabo. Así, en este sentido preciso, una teoría unificada podría explicarlo todo. ¿Sería esto realmente una comprensión de los fenómenos naturales? Nos parece que no. Y hay al menos dos razones.

Primero, tal como elaborara el físico británico Freeman Dyson en su libro El infinito en todas direcciones, no es razonable pensar que exista, a un nivel fundamental, una teoría final. El intelecto humano parece suficientemente creativo como para tener siempre una nueva pregunta que guíe la exploración hacia nuevos rumbos. Por otra parte, no hay nada que nos invite a pensar que el proceso evolutivo que nos llevó a poblar este planeta haya llegado a su fin. Podemos fantasear con seres conjeturales para los que nuestra inteligencia sea risible por sus limitaciones manifiestas. Al igual que sabemos que nuestro gato pasará toda su vida persiguiendo el punto rojo que produce el puntero láser, sin ser capaz de colegir su origen, es razonable pensar que los seres humanos tenemos similares limitaciones impuestas por la arquitectura de nuestro cerebro.

En segundo lugar, parece sensato argumentar que una simulación no constituye explicación alguna, ya que jamás podrá satisfacer nuestra curiosidad. Aunque un computador pudiese, algún día, replicar la crisis subprime a partir de las leyes fundamentales de la física, no renunciaríamos a una explicación económica. Porque es la economía la que nos brinda, o así debería ser, conceptos inteligibles que, aunque estuvieran basados en principios microscópicos que fuéramos capaces de simular, nos ofrecen la posibilidad de razonar, de cotejar con nuestros estados mentales y con la modesta porción de realidad a la que tenemos acceso. Aunque existiera la teoría final, necesitaríamos las rústicas leyes de cada disciplina para tener una idea de cómo funcionan las cosas a la escala del hombre.

Como vemos, un tema arduo, pero fértil. También lo es la ciencia de la escatología, a la que acudimos sólo  para ilustrar un punto. En Argentina, en presencia de una persona pedante, se dice que “está más agrandada que sorete en kerosene”. Pues bien, el físico Alberto Rojo, con aconsejable escepticismo y emulando el ímpetu explorador de Plinio y de Bacon, acometió la  búsqueda de la verdad, experimentando con muestras propias. Las separó en dos lotes, uno lo sumergió en agua, el otro en kerosene. El lacónico informe final indica que “al cabo de 30 horas no hubo expansión apreciable”.

Este expemimento pone de manifiesto que estamos tan lejos del fin de la ciencia, que ni siquiera podemos predecir la veracidad de un dicho popular a partir de leyes fundamentales.

 Así, pues, resulta que nuestra suela tuvo la desdicha de hundirse en uno de tantos puntos ciegos que las calles de Valparaíso ofrecen a la ciencia.

 

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