Cuando le preguntan si estamos o no solos en el universo, Paul Davies, autor de libros como Are We Alone? (¿Estamos solos?), tiene tres tipos de respuesta: una científica, una filosófica y una personal.
Su respuesta científica es que no se ha decidido, así que está abierto a cualquier evidencia. Pero que, forzado a jugársela, diría que probablemente estamos solos, por la complejidad y la cantidad de procesos que requiere el surgimiento y la evolución de la vida.
Su respuesta filosófica es que le cuesta mucho aceptar que todo eso que está allá afuera existe simplemente para el disfrute del Homo sapiens.
Y la respuesta de “Paul, el ser humano” es que simplemente le fascinaría que el universo estuviera lleno de vida, ojalá vida inteligente.
El problema es que este físico teórico británico (doctorado en University College London, actualmente director del Beyond Center for Fundamental Concepts in Science de la Universidad Estatal de Arizona), después de décadas de buscar y de analizar los resultados, se ha tenido que conformar con que no hemos descubierto ni la más mínima señal que nos haga pensar que en alguna parte del universo existe vida.
“Ni la más mínima señal”, insiste. De ningún tipo.
Davies estuvo hace unas semanas en Chile, invitado por el II Congreso del Futuro, realizado en Santiago, donde habló acerca del origen de la vida. Y eso es llamativo, porque toda su formación académica es en física y astronomía; pese a ello, la mayor parte de su carrera ha estado dominada por la biología: desde que comenzó a hacerse las “grandes preguntas”, sobre todo las que se relacionan justamente con el origen de la vida.
Una de esas interrogantes se la hizo de adolescente, cuando entendió que también el cerebro está formado de átomos, como todo lo demás: “Los átomos obedecen las leyes físicas… ¿entonces cómo podemos tener libre albedrío?”. Ha escrito diecinueve libros de divulgación científica, entre ellos God and the New Physics (1983), The Mind of God (1992), Are We Alone? (1995) y The Eerie Silence (2010), su más reciente publicación, a propósito del quincuagésimo aniversario del nacimiento de SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), una de las iniciativas científicas más disparatadas del mundo, que anda a la búsqueda de señales radiales venidas de seres inteligentes.
Por supuesto, para Paul Davies aquella empresa no era ni es en absoluto disparatada: trabajó codo a codo con su creador, el radioastrónomo Frank Drake, le dedicó varias décadas al proyecto y llegó a ser el presidente del Grupo de Tarea Posdetección, es decir, el encargado de hacerle saber al mundo que se encontró vida en alguna parte del universo.
The Eerie Silence, eso sí, concluyó con que el método de búsqueda de SETI no tiene mucho sentido. Si llegamos a detectar una señal radial venida de fuera de la Tierra, lo más probable es que su origen esté a varios millones de años luz de nosotros. Por lo tanto, es perfectamente posible que la civilización que la emitió haya desaparecido. O tal vez esos eventuales seres vivos nunca usaron las señales radiales para comunicarse. Más aún, si quisiéramos mandar nosotros alguna señal, ésta no llegaría a destino sino hasta muchos millones de años más. Y para entonces ¿estaremos todavía aquí?
Y si alguien nos estuviera mirando justo ahora, la verdad es que no vería la Tierra como es en este instante, sino como fue hace muchos millones de años, cuando era harto distinta y cuando nosotros ni siquiera estábamos. Paul Davies propone mantener la búsqueda, pero usar otros métodos: “Tenemos que buscar evidencias de la presencia de vida inteligente como grandes proyectos de ingeniería en cualquier material de desecho que no tenga un origen natural. Por ejemplo, si anduvo por acá una nave espacial, podríamos llegar a encontrar restos de combustible nuclear, aquí en la Tierra, en el sistema solar o en alguna parte de la galaxia”.
Por lo mismo, dice, “debemos suspender la búsqueda de señales de radio y buscar cualquier signo de presencia alienígena, cualquier objeto, cualquier proceso, cualquier fenómeno que no parezca natural. Eso sería una muestra de que no estamos solos”.
Nada de eso ha llegado, eso sí. Para profundizar en la búsqueda de vida, Davies no considera necesario mirar demasiado lejos. Una posibilidad es que lleguemos a detectar acá mismo en la Tierra alguna manifestación de vida que no siga las mismas leyes que la vida que conocemos: lo que él llama “una biosfera en la sombra”. De hecho, ya se han encontrado microbios capaces de desarrollarse en condiciones “imposibles”, como las del lago Mono, que proliferan en el arsénico: pero no son extraterrestres, tienen la misma estructura que el resto de los organismos vivientes que conocemos.
El planeta de al lado
Marte es un candidato interesante, dice Davies. La Tierra y Marte se han contaminado mutuamente durante toda su historia: hay restos del planeta rojo acá, y restos terrestres allá.
Hasta el momento, en todo caso, no se ha encontrado nada. Ni siquiera lo ha hecho el Curiosity, el vehículo que recorre Marte desde agosto del año pasado. De todas maneras, para Davies Marte sigue siendo un buen lugar: “Es probable que unos 4 mil millones de años atrás se hayan dado las condiciones necesarias para el surgimiento de la vida, mucho antes de que ocurriera en la Tierra”, plantea el científico.
La vida pudo haber llegado desde allá, en forma de microbio, alojado en lo hondo de un meteorito marciano. Por el momento, ni en la Tierra, ni en Marte ni en la Vía Láctea se ha encontrado algo.
-¿Y si se encontrara?
-Sería uno de los descubrimientos más importantes en la historia de la humanidad. Me imagino que sería como cuando Copérnico anunció que la Tierra orbita alrededor del Sol. En un primer momento a nadie le importó, pero con el tiempo se volvió esencial en nuestra comprensión de la realidad. Lo mismo ocurrió con la teoría de la evolución cuando la planteó Darwin.
Al igual que con esos dos descubrimientos, para Davies el mayor impacto de la constatación de vida inteligente en otras partes del universo lo sufriría la religión. “Ese sería un golpe inmediato, sobre todo en el cristianismo, que está basado en el concepto de salvación, del Salvador, de Dios haciéndose hombre para salvar a la humanidad. Nunca he escuchado a algún cristiano decir que Cristo vino para salvar a otras especies: las ballenas, los delfines, o los neandertales. Entonces, si hay alguien más en el universo ¿también sería considerado en la salvación?”, se pregunta.
“Muchas veces los teólogos cristianos, sobre todo católicos, se preguntaron si la Encarnación incluía a eventuales seres de otros planetas”, agrega. “La respuesta es que la salvación es sólo para el ser humano”.
Uno de los problemas de la religión, argumenta, es que busca demostrar la existencia de Dios a partir de los misterios que la ciencia no ha podido resolver. Es lo que llaman “el Dios de las brechas” (the God of the gaps): donde la ciencia no ha llegado, ahí está Dios. “Una manera patética de ver la religión”, en opinión de Davies. “Un Dios cuyo papel se reduce a haber, en algún momento, movido un átomo por aquí y una molécula por allá… patético”.
Las preguntas que nadie hace
Su trabajo actual no tiene que ver ni con Dios ni con la vida fuera de la Tierra, en todo caso.
Paul Davies es actualmente el director del Center for the Convergence of Physical Science and Cancer Biology. El centro depende del Instituto Nacional del Cáncer, la iniciativa federal estadounidense para luchar contra la principal causa de muerte en el país, y su papel es buscar nuevos caminos para comprender la enfermedad y atacarla. En este caso a través de la física.
El papel de Davies es hacer preguntas disruptivas, llevar a pensar acerca de lo cual nadie está pensando. Y también lidiar con respuestas que no parecen fáciles de aceptar: como que el cáncer tal vez simplemente no tiene cura. Dice con convicción y sin tristeza: “No creo que encontremos una cura para el cáncer. Se ha avanzado muy poco, aunque sí se ha avanzado en tratar y mitigar sus efectos”. Por lo mismo, Davies ve el cáncer de una manera similar al envejecimiento: “No puedes curarlo, sólo mitigar sus efectos”. Puede parecer pesimista, pero donde cierra un camino abre otro, explica. “Piensa en lo siguiente: en muchos casos, después de que se remueve un tumor, el cáncer parece desaparecer, pero diez o quince años después puede volver, y es el mismo cáncer atacando un órgano diferente. En esos años intermedios el cáncer estuvo todavía en el cuerpo, pero inactivo”.
Siguiendo esa lógica, Davies está trabajando en describir las condiciones en que se da esa inactividad, con el objetivo de poder extenderla. “Si podemos alargar ese período de inactividad hasta, por ejemplo, cincuenta años, el cáncer ya no sería una preocupación”, plantea. “Entremedio nos moriríamos de cualquier otra cosa”.