Chile está atrasado en medidas de prevención. El Alzheimer se confunde con otras demencias propias de la edad y la cifra que se maneja oficialmente es sólo una aproximación: 150 mil adultos mayores enfrentan el deterioro de sus capacidades cerebrales.
Lo último que se olvida es aquello que primero se aprendió. Ese registro inicial que guardó la memoria -el conocimiento profundo, por ejemplo, de que uno se llama como se llama- o las capacidades desarrolladas en la primera infancia, como erguir la cabeza o sonreír, se resisten al avance de una enfermedad que, sin embargo, tarde o temprano lo borrará todo.
La voluntad sucumbe al mal de Alzheimer. Desaparecen hábitos, las ganas de comer, los nombres propios de los hijos, las normas básicas de urbanidad, las mañas cotidianas. La mente es una máquina que arma su historia a punta de fragmentos, y son esos fragmentos los que se borran poco a poco, hasta que el olvido consigue que no quede nada.
La enfermedad de Alzheimer es la causa más frecuente de demencia en los ancianos, muy rara en gente más joven, pero cada vez más frecuente en adultos de mediana edad. Un país como Chile, cuya expectativa de vida ha aumentado en las últimas décadas, es candidato a albergar un número importante de estos enfermos entre sus habitantes. Se habla de 170 mil adultos que padecen hoy alguna demencia, ese calificativo que incluye a este mal y que sirve también de paraguas para estados que son la antesala del Alzheimer.
Las proyecciones para la próxima década no son muy auspiciosas: este es un mal que aumenta su presencia en poblaciones que envejecen. De modo que quienes se enfermen no morirán de Alzheimer sino tras diez, quince años de padecer un trastorno que degenerará sus capacidades
mentales, les hará perder neuronas y un sinnúmero de códigos sociales que definían su personalidad.
Gente que dejará de ser quien era para convertirse en otra gente. Gente sin recuerdos. Gente que morirá, de algún modo, mucho antes de morir.
El mal de Alzheimer explica hasta el 70% de los casos de demencia en el mundo. En Estados Unidos constituye la cuarta causa de muerte. En Chile, la quinta. Las estimaciones globales hablan de 35 millones de enfermos en el planeta, y probablemente en los próximos 20 años los casos se duplicarán, sin que se haya encontrado todavía una cura.
Se sabe que las proteínas acumuladas sobre su corteza deterioran el cerebro, como si se tratara de ovillos de basura.
Se sabe que afecta aquellas partes del cerebro que permiten pensar, memorizar y hablar.
Se sabe que primero viene el olvido -algo aparentemente simple, como no reconocer el camino de regreso a casa- y luego viene la desorientación, las alucinaciones, la muerte del yo. Pero no se sabe su causa exacta, ni menos si hay un tratamiento que anule sus efectos.
Un final inmerecido
La primera vez que me acerqué a la enfermedad de Alzheimer fue motivada por la contingencia y una nota aparecida en televisión en 2006: el caso de una profesora abandonada a su suerte por sus hijos, desmemoriada al punto de comerse la espuma del colchón sobre el cual dormía, inspiró mi primer reportaje sobre el tema para la revista en la que trabajaba por esos años.
Fue el tiempo de mis primeras lecturas, mis incursiones por los pasillos del Hospital del Salvador buscando pacientes, las primeras conversaciones con siquiatras y neurólogos habituados al diagnóstico.
Por esos años escuché el rumor de que Gabriel García Márquez padecía el mal. Fue mucho antes de que se publicara alguna línea al respecto. Pero la memoria del Nobel es un tesoro que tiene custodios: al preguntarles, ninguno de los cercanos al autor de Cien años de soledad me reconoció que presentara alguno de los síntomas.
Resultaba (lo es) una paradoja feroz: el escritor de la memoria ya lo había imaginado en su obra cumbre: Cuando su padre le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. (…) Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
Después de conversar con la escritora estadounidense Amy Tan, quedé con la sensación de que el cerebro del ser humano, no obstante todos sus prodigios, parece una máquina cargada de fatalidad. Al menos para ella y su ascendencia asiática, las cosas se presentaban de ese modo: su padre murió víctima de un tumor cerebral, al igual que su hermano. Luego Daisy, su madre, enfermó del mal de Alzheimer, algo que no hizo más que acrecentar la distancia que había entre ellas.
En su literatura, la enfermedad ha sido un detonante escritural más que un tema presente de modo tangible. Ella escribió un breve relato que reconstruye la conversación telefónica que sostuvieron ambas tres años después de que su madre evidenció los síntomas del Alzheimer.
No me acuerdo de lo que hice ayer. No me acuerdo de lo que pasó hace mucho tiempo, de lo que te hice…”, dijo la madre, e insistió: “Sé que hice algo para hacerte daño (…). Hice cosas terribles. Pero ahora no me acuerdo qué. Y sólo quiero decirte que espero que puedas olvidar, igual como he olvidado yo.
Seis meses después de esa conversación, la madre de la escritora murió.
-Entonces me sentí más vulnerable -reconoció Amy-. Ahora había peligro en el mundo.
A Mario Benedetti lo visité en su departamento en Montevideo tiempo después de que Luz López, su mujer, muriera en abril de 2006. Fue justamente la enfermedad de Alzheimer, que la aquejaba hacía años, lo que obligó el regreso definitivo a Sudamérica. Hasta entonces, ambos pasaban seis meses en España y luego otra temporada similar en Uruguay.
-Allá en Madrid tengo muy buenos amigos, pero todos tienen sus preocupaciones, no me era fácil quedarme con ese futuro de la enfermedad de mi mujer- me dijo esa vez.
Vivieron juntos un tiempo más, pero Benedetti finalmente decidió internarla para hacer más fácil la rutina de constantes exámenes y visitas al médico.
Él mismo salía poco a la calle cuando lo conocí.
-Con la enfermedad y la muerte de mi mujer comenzó una etapa muy dolorosa para mí. Es una enfermedad muy cruel, mucho más para los familiares que para el propio enfermo -describía, cansado, empequeñecido sobre un sofá.
No se le hacía fácil hablar del tema, pero sí me dijo que la literatura se había convertido en un refugio. La muerte de Luz quedó por escrito en uno de sus últimos versos:
Antes de su final inmerecido
Luz abrió por última vez sus ojos y su mirada fue una despedida nunca podré olvidar esos ojos tan míos resumiendo una vida dando un amor postrero más o menos consciente del temblor de mis manos.
Mario Benedetti murió en mayo de 2009.
A veces la voluntad se resiste al olvido. Y las más de las veces son los otros -los hijos, las esposas, los maridos- quienes dan una pelea obstinada frente a un proceso irreversible.
El novelista norteamericano Jonathan Franzen se empeñó en resguardar por escrito los dos años en que la memoria de su padre se esfumó por completo. Dio forma así al ensayo “El cerebro de mi padre”, un texto que habla de amor filial y de impotencia, de un dolor parecido al espanto, ante una enfermedad que Franzen consideraba, en principio, sobrediagnosticada.
El padre de Franzen era depresivo, sordo, introvertido. Las primeras manifestaciones de pérdida de memoria fueron atribuidas, justamente, a estas características.
Al escritor no le bastó ser testigo de una conducta nueva y errática en su padre, ni recibir las constantes quejas de su madre, ni escuchar el diagnóstico definitivo entregado por un médico. La autopsia del cerebro de su padre, la confirmación de la presencia de placas y ovillos en su corteza cerebral, le permitió finalmente cierta conformidad. Un sentimiento cubierto de nostalgia.
El médico brasileño Dráuzio Varella dijo que en el mundo se invierte cinco veces más en silicona para mujeres y en remedios para la impotencia que en Alzheimer. Que por eso habrá, pronto, “viejas de tetas grandes y viejos con el pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para qué sirven”.
La analogía es cruda, feroz, casi pornográfica. Y podría resistir muchos más adjetivos sin que pierda un ápice su verdad.
La enfermedad de los otros
No sólo el desarrollo del Alzheimer es demoledor: tampoco es fácil hacer el cálculo de cuántos ancianos lo padecen en Chile. Durante estos años de investigación coincidí con el doctor Patricio Fuentes en algunos encuentros de la Corporación Alzheimer Chile, un grupo creado a pulso por familiares de enfermos. El doctor Fuentes trabaja en el sistema público -en el Hospital del Salvador y en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile- y asesora a la agrupación en lo que requieran. Una de sus quejas apunta directamente a las políticas de salud pública, que contemplan medidas de protección del corazón pero no del cerebro. Monitorear la memoria, dice, debiera ser una obligación. Hay experiencias de este tipo en otros países, las que les permite establecer predictores de demencia: cuánta gente enfermará en los próximos años.
Chile está atrasado en medidas de prevención de enfermedades mentales. El Alzheimer se confunde con otras demencias propias de la edad y la cifra que se maneja oficialmente es sólo una aproximación: 150 mil adultos mayores enfrentan el deterioro paulatino de sus capacidades cerebrales en un tiempo que varía de los tres a los quince años. El dato no incluye a los innumerables ancianos que son mal diagnosticados o reciben como explicación a sus síntomas que “son propios de la edad”.
Fuentes me explica que no hay fármaco milagroso. Incluso el Dimebon, hasta hace unos años el medicamento más celebrado, no demostró los resultados esperados y, de hecho, los análisis indican que su consumo aumenta el depósito del beta-amiloide cerebral. Medicinas paliativas, como los neurolépticos, que permiten tranquilizar al paciente, tampoco son del todo seguros: hay datos que comprueban que aumentan la tasa de mortalidad.
Pese a los avances, pareciera que el Alzheimer mantiene en jaque a la ciencia. Ya se ha dicho: se sabe cómo se ve el cerebro enfermo, se conocen los síntomas, pero los factores de riesgo no son predictores certeros, porque hay viejos que no enferman y hay otros, gente joven, con estudios, deportista, que enferma de todos modos.
Afecta, también, a los familiares cercanos del enfermo que se hacen cargo de la situación. Ésos a los que los informes llaman “cuidadores” y que son, en buena parte, cónyuges e hijos que han decidido atender ellos mismos a sus enfermos. La mayoría son mujeres. La mayoría lleva años haciéndose cargo de una enfermedad para la que no están preparados y que los lleva, generalmente, a sufrir sus propios males, como la depresión.
De acuerdo al Estudio de carga de cuidadores de personas con enfermedad de Alzheimer y otras demencias (de Slachevsky, Budinich, Núñez, Martorell y Bedwell), realizado en varias ciudades de Chile y presentado en septiembre de 2009, el promedio de edad de los cuidadores es de 58 años y son, en ocho de cada diez casos, mujeres. Tres de cada diez tienen trabajo remunerado. El 80% vive con el enfermo y le da los medicamentos y el 98% lo acompaña al médico.
La investigación revela, además, que el 52% tiene probabilidades de sufrir un trastorno de salud mental, un punto muy relacionado con la sobrecarga de trabajo que tienen, justamente, por cuidar de estos pacientes.
El Alzheimer es una enfermedad que no termina en el enfermo. Es, de alguna manera, contagiosa: a veces enferma a los que están alrededor.