Por Nicolás Alonso Marzo 12, 2014

© Patricio Otniel

El mes pasado encontraron en Magallanes, excavando el 2% del sitio, huesos de cuatro hadrosaurios y dos saurópodos. Con los análisis preliminares de estos últimos -el clásico dinosaurio de cuello largo-, ya aseguran que se trata de una especie nueva, de 20 metros.

“Chile es un lugar privilegiado”, dice David Rubilar, jefe de Paleontología del Museo Nacional de Historia Natural. “Es una isla, y por eso creo que tuvo dinosaurios distintos, con distinta evolución. Podemos reescribir la historia de los dinosaurios”.

-Yo rememoro. Yo vivo un poco del pasado. No sólo del geológico, también de mi pasado personal. Intento revivirlo. Este trabajo es eso, una obsesión infantil que perdura de adulto. Es un trabajo de detective, cuando uno llega a un terreno llega a una escena del crimen.

El que habla es David Rubilar, 39 años, jefe de Paleontología del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN) y doctor en Biología Evolutiva de la U. de Chile. Lleva polera de tiranosaurio rex, y en su pequeña oficina lo rodean huesos de dinosaurios, caca fosilizada de dinosaurio y figuritas de plástico de dinosaurios.  Abre una estantería y muestra los huesos de sus descubrimientos más famosos. Fue el primer científico, en 2011, en inscribir un dinosaurio chileno, el Atacamatitan chilensis, encontrado en el desierto de Atacama. Un año antes había dado un golpe mundial con el Pelagornis chilensis, una de las aves prehistóricas más grandes conocidas, de más de cinco metros, encontrada en Bahía Inglesa por saqueadores de fósiles y rastreada por él durante años.

Toma ese enorme pico prehistórico en su mano y lo muestra con orgullo infantil. El mismo con que le mostraba a Alexander Vargas, su gran socio y paleontólogo de la U. de Chile, sus libros de dinosaurios. Pero entonces eran niños, tenían 11 años y pertenecían al club de aficionados a la paleontología del Parque O’Higgins. Se conocieron allí, y se juntaban para buscar fósiles en el Cajón del Maipo y para ver películas de dinosaurios juntos. Aunque lo soñaban, no tenían idea de que en 30 años dirigirían -junto a Marcelo Leppe- un grupo de paleontólogos que refundarían la disciplina en Chile. Ni que en febrero de 2014 darían un golpe tras otro.

Rubilar, quien asegura que ya sabía lo que quería hacer en la vida desde los cuatro años, luego de ver un documental sobre la prehistoria, camina ahora hacia una bodega repleta de huesos, donde se encuentra el último hit del grupo, publicado en Journal of Vertebrate Paleontology: el Aristonectes quiriquinensis, una nueva especie de plesiosaurio encontrada en la VII Región. Un reptil marino de nueve metros que nadó por las costas chilenas hacia fines del Cretácico, hace unos 70 millones de años.

La historia empezó en 2001, cuando Rubilar, aún colaborador del museo, vio llegar el cráneo del animal descubierto en la costa de Colchagua. Era demasiado achatado y grande para ser de una especie normal. 150 años antes, Claudio Gay, el fundador del MNHN, había descrito vértebras que parecían de un nuevo plesiosaurio, pero desde entonces el animal había sido un misterio. Recién en 2008, cuando el mar desenterró el resto del esqueleto, empezaron a saber lo que tenían entre manos.

Allí entró en acción Rodrigo Otero, de 37 años, experto en reptiles marinos del grupo. Junto al estudiante Sergio Soto, dedicaron cinco años a limpiar los restos y estudiar cientos de otros alrededor del mundo. El hallazgo en 2012 de un ejemplar juvenil con las mismas características, pero sin cráneo, guardado durante 50 años en las bodegas del museo, terminó de completar el puzle. Ya no les quedaban dudas: se trataba de una especie nueva. “Lo improbable pasó: el esqueleto de 2012 era exactamente de la misma especie que este animal del que teníamos el cráneo”, dice Otero.

Para Rubilar, el descubrimiento tiene una importancia capital. Cuando él y su amigo Vargas empezaron a empujar la paleontología de vertebrados, la disciplina prácticamente no existía en Chile. Antes de los 70, algunos paleontólogos extranjeros habían hecho descubrimientos, pero luego primó la búsqueda de invertebrados, más útil para rastrear minerales con valor comercial. Durante décadas, dice Rubilar, se pensó que en Chile no había fósiles de dinosaurios, y se tildaba de locos a quienes los buscaban. Lo que no había, acota, era paleontólogos de vertebrados. El plesiosaurio chileno, con características evolutivas diferentes a los demás, fortalece su visión: piensa que Chile va a transformarse en un nuevo foco paleontológico mundial. “Chile es un lugar privilegiado”, dice David Rubilar. “Es una isla, y por eso creo que tuvo dinosaurios distintos, con distinta evolución. Podemos reescribir la historia de los dinosaurios”.

Sabe de lo que habla, y se guarda algunos ases bajo la manga. Hace dos años el grupo descubrió en las bodegas del museo un fósil de un silesaurio chileno, un antepasado de los dinosaurios que vivió hace 230 millones de años. También tienen guardados los restos de un nuevo titanosaurio, que aún no publican, y de otros plesiosaurios, recogidos en una expedición a la Antártica en 2011.

Y desde hace dos semanas tienen algo más: una enorme e inexplorada reserva de huesos de dinosaurio al norte de Magallanes. La más grande que jamás han visto.

LLAMADO DESDE EL SUR

Lo único que lamenta, dice risueño el paleobotánico y jefe científico del INACh Marcelo Leppe, de 45 años, es que no hubiera nadie filmando. A diferencia de sus compañeros, a él lo que le interesa son las plantas prehistóricas. En eso andaba en 2010, con un grupo de alumnos buscando plantas fósiles al norte de Magallanes, cuando cerca de Cerro Guido empezaron a encontrar geología prehistórica. Se dio vuelta y les dijo a sus estudiantes, teatralmente: “Si hundo la pala en este sitio debería topar un hueso de dinosaurio”. Hundió la pala y golpeó de lleno en un hueso. Leppe no lo podía creer. Sus estudiantes menos.

Entonces decidió llamar a Rubilar y Vargas, y les propuso que fueran con él a estudiar el sitio. Este verano viajaron para allá, en un grupo de ocho profesionales y 24 estudiantes. Encontraron, excavando menos del 2% del sitio, huesos de cuatro hadrosaurios y dos saurópodos. Con los análisis preliminares de uno de estos últimos -el clásico dinosaurio de cuello largo- ya aseguran que se trata de una especie nueva, de 20 metros. “Es el sitio más importante descubierto en el país. Tenemos 13 ó 14 kilómetros de estrato”, dice Leppe. “Necesitamos que las autoridades nos financien, que se den cuenta de que esto tiene relevancia mundial”.

En el grupo piensan que el sitio arrojará resultados de impacto mundial. Pero una semana antes de comunicar el hallazgo, otro de sus golpes dio la vuelta al mundo. En un proyecto liderado por la paleontóloga Carolina Gutstein, esposa de David Rubilar, y el norteamericano Nicholas Pyenson, se dio a conocer el descubrimiento, cerca de Bahía Inglesa, de 40 esqueletos de cetáceos prehistóricos, mayoritariamente ballenas, de entre 5 y 12 millones de años de antigüedad. La muestra, extraída tras dos años de excavación, es la mayor encontrada de este tipo de animales. “Nunca se había encontrado algo así en el mundo, tenemos una gran muestra de individuos que murieron al mismo momento”, dice Gutstein. “Y una causa de muerte común: florecimiento de algas tóxicas. Puede ser el primer registro de una marea roja en esa época”.

Ahora está postulando, junto al resto del grupo, a un proyecto Milenio -un fondo estatal de unos 180 millones al año- para crear una red multidisciplinaria que estudie el nuevo sitio de Magallanes, el de Bahía Inglesa -“la piedra de Rosetta de los mamíferos”-, y otros en Coyhaique, Atacama y Torres del Paine. Pero saben que no es fácil. En algunos sectores, cuentan, la paleontología de vertebrados sigue siendo mirada con sospecha por su utilidad. Hasta ahora se han logrado valer con un fondo que le otorgó National Geographic a Carolina, un par de fondos estatales Anillo Antártico que ganó Leppe, y otro conseguido por Vargas en la U. de Chile, más el trabajo voluntario de una primera generación de estudiantes. “Al final, lo más importante es eso: que estamos haciendo escuela. Nunca nadie en Chile había querido formar gente”, dice David Rubilar, el líder del grupo. “Y les vamos a dejar pruebas a los paleontólogos del futuro”.


1. Carolina Gutstein en el sitio de ballenas prehistóricas.
2. Sergio Soto y Rodrigo Otero limpiando el plesiosaurio.
3. David Rubilar.

EL CREADOR DE DINOSAURIOS

-¿Sabes cuál es el problema de mostrarte lo que hago aquí? -dice Alexander Vargas, 37 años, de chalas y short en el pequeño laboratorio que comparte con Humberto Maturana.  ¡Que me acusan de que ando creando velociraptors!

 Se ríe de su frase, pero no es un chiste. Lo que hace Vargas, doctor en Ciencias Biomédicas en la U. de Chile, se acerca en parte a eso: “dinosauriza” embriones de aves. Desde hace algunos años, la comunidad científica mundial reconoce que las aves no sólo descienden de dinosaurios, sino que son propiamente dinosaurios. Su compañero de oficina, Maturana, cuenta Vargas, fue uno de los primeros en señalar, cuando estudiaba en Londres en los 50, que los dinosaurios eran más cercanos a las aves que a los reptiles, y que tenían sangre caliente. Entonces se mofaron de él, y lo apodaron “el dinosaurio de sangre caliente”. Medio siglo después, con el desarrollo de pruebas moleculares, fue incontestable que estaba en lo cierto.

Según David Rubilar, enterarse de eso cambió su manera de pensar.  Pero Vargas, su viejo amigo, fue más allá: ante el nulo desarrollo de la paleontología de vertebrados en el Chile de principios de milenio, y la dificultad de acceder a fósiles, fundó una línea investigativa pionera en el mundo: el estudio de dinosaurios a través de sus antiguos genes en los embriones de aves, y la alteración molecular de éstas para desarrollar características de sus antepasados. Es decir: crear aves con miembros de dinosaurios.

“Cuando se desarrolla un embrión de ave, muchas características aún permanecen como dinosaurios. Pasa el esqueleto por una etapa parecida a un tiranosaurio y luego se modifica a la condición del ave”, explica Vargas. “Lo bonito es que puedes evitarlo de forma experimental. Estudiar dinosaurios vivos ha sido una mina de oro”.

Sobre una repisa hay cientos de frasquitos con embriones de aves, algunos modificados para que crezcan con características de dinosaurio. Lucen realmente parecidos a sus antepasados. Ha logrado varias mutaciones: desarrollar aves con un dedo “perchador” -el que agarra la rama- similar a sus ancestros; otros con dos dedos, como tiranosaurios; o con la fíbula fuerte de dinosaurios.

Esas modificaciones le sirven para responder la misma pregunta que obsesiona a Rubilar: cómo evolucionaron los dinosaurios. Uno lo hace buscando huesos, el otro alterándolos. “Lo mío puede ser menos azaroso, pero desenterrar huesos es muy importante”, dice Vargas. “No puedes hacer física experimental y astronomía por separado. Cuando haces astronomía contemplas el fósil del universo. El paleontólogo hace lo mismo: recopila información y genera hipótesis. Cuando combinas fósiles y experimentos, llegas a resultados sorprendentes”.

El sueño de Vargas es crear un megaproyecto que permita combinar de forma continua las dos líneas de investigación. Para eso, dice, necesitan que Chile se tome en serio su potencial paleontológico. “Necesitamos proyectos grandes, para arrendar máquinas y helicópteros. Con lo que hemos tenido, hemos hecho un boom en la paleontología de vertebrados en Chile. Estamos formando gente y transformando la cultura científica, pero es muy cuesta arriba. Todo se podría desintegrar con dos años sin financiamiento”, dice Vargas. “Necesitamos salir de la indigencia”.

Si es así, si finalmente todo se viene abajo, asegura, seguirán de todas maneras por su cuenta. Como cuando eran niños en el Parque O’Higgins. Como toda la vida.

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