Pocos científicos tuvieron un reconocimiento de la sociedad de su época como el que disfruta en la actualidad Stephen Hawking. Cuando se glosa su vida, se empieza, inexorablemente, por subrayar que ha sido titular de la Cátedra Lucasiana. Ésa que alguna vez fuera ocupada, ni más ni menos, por Isaac Newton. Cuando hace pocos años Hawking debió jubilarse, la Universidad de Cambridge se enfrentó a la traumática tarea de buscar candidatos que estuvieran a la altura de recoger el testigo. ¿Cómo reemplazar a quien en virtud de su renombre universal ya se había convertido en sinónimo de esta cátedra?
No fue ésta la primera vez que los académicos de Cambridge se enfrentaron a una encrucijada semejante.
La historia de este distinguido magisterio se inició en diciembre de 1663 a partir de una donación del reverendo Henry Lucas, ex miembro de la Cámara de los Comunes en representación de la Universidad de Cambridge. En su testamento, entre otras donaciones orientadas a gente de pocos recursos, el reverendo Lucas dejó su colección de 4.000 libros (que incluía un polémico ejemplar escrito por un contemporáneo suyo, un tal Galileo Galilei) a la biblioteca de la universidad, al tiempo que legó unas tierras cuyo usufructo, estimado en unas cien libras esterlinas anuales, debía utilizarse para financiar una cátedra en matemática. ¡Tan antigua es la costumbre anglosajona de incluir a las universidades entre sus herederos como lo es el hábito latino de hacer lo propio con la Iglesia!
Curiosamente, la matemática estaba lejos de ser una disciplina en la que Cambridge destacara en aquellos tiempos. El primer texto de aritmética y álgebra producido allí es de 1631. La tradición de la universidad en matemática era poco menos que irrelevante. El legado del reverendo Lucas resultó providencial. Un centenar de libras esterlinas anuales fueron el acicate que prohijó una gesta intelectual superlativa. Difícilmente ha habido en la historia de la humanidad, antes o después, una inversión tan rentable.
El primer titular de la Cátedra Lucasiana fue el londinense Isaac Barrow. Tenía los conocimientos teológicos que representaban el contenido habitual del mundo académico del siglo XVII, y saberes de física y matemática más acordes con los tiempos que empezaban a gestarse a partir de Copérnico, Giordano Bruno y, sobre todo, Galileo. En un período políticamente turbulento tras la ejecución del rey Carlos I y el período republicano de los Cromwell, tiempos de fuerte enfrentamiento entre las iglesias anglicana y católica, Barrow tuvo una vida agitada en la que numerosas veces fue sancionado, debiendo pasar largos períodos en el extranjero, y forzado a revalidar su lealtad a la iglesia anglicana.
No deja de ser significativo que su contrato con el Trinity College fuera como profesor de griego. El conocimiento matemático de la época, de hecho, se nutría fundamentalmente de los clásicos griegos. Así, Barrow debió aprender griego antiguo para leer a Euclides y lo tradujo para poder utilizarlo como libro de texto en Cambridge. Sus clases como profesor Lucasiano, sobre todo en óptica y geometría, tenían un éxito enorme entre los estudiantes que se asomaban a los nuevos tiempos abiertos por Galileo. Barrow, sin embargo, se esforzaba por hacer manifiesta su preferencia por la teología. No es difícil conjeturar que actuara bajo la certeza de que sus movimientos eran rigurosamente vigilados siendo, como era, el frágil puente entre una doctrina milenaria que se derrumbaba y la naciente modernidad.
REGIO ENTIERRO DE UN PROFESOR DE MATEMÁTICA
Si bien Barrow tenía una sólida reputación intelectual y se lo consideraba un excelente comienzo para la cátedra, ni el más optimista podía imaginar lo que sucedería con su heredero. En 1669, cuando renunció para dedicarse de lleno a la teología, se decidió nombrar a un joven de 26 años que le había ayudado con sus manuscritos. Nacido en Lincolnshire, un condado del este de Inglaterra (en el que tres siglos más tarde nacería alguien de mucho menos genio pero carácter igualmente irascible, Margaret Thatcher), Isaac Newton ya había dado muestras de su talento con un trabajo inédito, en el que sentaba las bases del cálculo diferencial. Barrow leyó ese manuscrito y no dudó en calificar a su autor como un genio. Se apresuró a presentar su renuncia a la cátedra tras considerar que ya había encontrado a un valioso heredero.
Newton produjo una revolución en el campo de la física. Sus innumerables contribuciones se vieron coronadas por la publicación, en 1687, de los tres volúmenes de Philosophiae Naturalis Principia Mathematica en los que estableció las leyes del movimiento y de la gravitación universal. El mero hecho de que estas leyes no distinguieran entre una piedra, un planeta o un ser humano, que dependieran de una propiedad (la inercia) que todos ellos tienen, acabó de echar por tierra todas las nociones jerárquicas y antropocéntricas anteriores a Galileo.
La autoridad intelectual de Newton se impuso durante más de dos siglos en todo el ámbito científico. Su fama alcanzó cotas impensadas para el mundo del siglo XVII, en el que la información no fluía como lo hace actualmente. Voltaire, exiliado dos años en Inglaterra por los problemas que le generaba su filosa lengua, fue testigo de los honores que se le rindieron en su funeral: “He visto a un profesor de matemática, sólo porque era grande en su vocación, enterrado como un rey que había hecho el bien a sus súbditos”. Paradójicamente, tras la violenta controversia que Newton mantuvo con Leibniz acerca de la paternidad del cálculo diferencial, la comunidad matemática inglesa, que cerró filas en torno a su principal exponente, se vio arrastrada a un período de oscuridad que duró prácticamente un siglo y medio.
LA CÁTEDRA QUE OCUPÓ NEWTON
La cátedra que Newton asumió como una distinción sin mayor valor histórico, adquirió tras los 32 años de su paso por ella un prestigio legendario. Luego de un período como director de la Casa de la Moneda, Newton consideró que era hora de nombrar un sucesor, y propuso para el cargo a William Whiston, un discípulo suyo. Éste pasó con más pena que gloria, y no sólo por el contraste con su mentor. Fue acusado de hereje por las autoridades de Cambridge y forzado a abandonar la institución en 1710. Su contribución más conocida fue el estudio de la física de los cometas, al mismo tiempo que su colega de Oxford Edmund Halley. De hecho, su obsesión por los cometas le llevó a intentar explicar con ellos el diluvio universal y la creación. Newton no dudó en quitarle su apoyo.
La noche en la que cayó la matemática británica después de Newton restó brillantez a la Cátedra Lucasiana hasta mediados del siglo XIX. Si bien siguió estando en manos de académicos de prestigio, George Airy apenas permaneció un par de años, y Charles Babbage no residía en Cambridge. Ni siquiera impartió cursos en la universidad, lo que era un requisito insoslayable según el designio de Lucas. El nombramiento de George Stokes en 1849, un experto en física de fluidos que se mantuvo más de medio siglo como lucasiano, le devolvió el brillo de sus inicios y marcó el final definitivo del trauma académico que representó la omnipresente autoridad de Newton.
LA TRINIDAD LUCASIANA: NEWTON, DIRAC Y HAWKING
En 1903 fue nombrado Joseph Larmor, uno de los precursores del descubrimiento del electrón y de sus propiedades fundamentales. El instante más parecido a aquel mágico momento en el que Barrow dio paso a Newton se dio en 1932. Larmor decidió retirarse a su añorada Irlanda y nadie tuvo dudas sobre quién debía ser el nuevo Lucasiano. Un joven que recién cumplía los 30 años y ya era una leyenda. Paul Dirac aceptó la distinción justo a tiempo para, al año siguiente, desplazarse a Estocolmo a recibir el Premio Nobel de Física junto a Erwin Schrödinger. Se pueden decir muchas cosas sobre Dirac para destacar su relevancia. Curiosamente, una de las más contundentes ha resultado ser, con el correr de los años, que su apellido se haya integrado a la fórmula coloquial que define a la Cátedra Lucasiana: “La que tuvieron Newton y Dirac”. Entre ellos, una docena de lumbreras que, pese a sus enormes contribuciones a la ciencia, no llegaron a dejar la huella de estos dos gigantes.
Dirac dejó la Cátedra Lucasiana al cumplir los 67 años, según la tradición que habría de imponerse, y se fue a Estados Unidos a pasar el final de su vida. Lo sucedió James Lighthill, un matemático con múltiples intereses en campos tan dispares como la aerodinámica, la hidrodinámica y la acústica, que se interesó directamente por las misiones de vuelos tripulados de la NASA y por la puesta en órbita de satélites. Al igual que sucediera con Whiston, el contraste con su predecesor resultaba insoportable. Quizás por ello resignó su puesto en cuanto vio aparecer en escena a un candidato óptimo, un joven que, al igual que el sucesor de Whiston, poseía una característica física especial. A Stephen Hawking se le había diagnosticado desde los inicios de su carrera una esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad neurodegenerativa que progresivamente lo fue paralizando.
En contra de los pronósticos médicos, Hawking prolongó su magisterio hasta la edad de su jubilación, realizando contribuciones sustanciales en el área de la gravitación. Una buena parte de lo que sabemos sobre los agujeros negros ha sido el resultado de sus trabajos, que son referencia obligada en cualquier artículo científico que gire en torno al origen del universo o los agujeros negros. Sin descuidar sus investigaciones y clases, Hawking decidió enfocar el último tercio de su vida académica en la divulgación científica, con un éxito apabullante que contribuyó a darle una notoriedad pública con pocos precedentes en la historia de la ciencia.
DESPUÉS DE HAWKING
En septiembre de 2009, al cumplir la preceptiva edad de jubilación, Stephen Hawking dejó la Cátedra Lucasiana. Por tercera vez Cambridge se veía ante la ardua tarea de buscar un sucesor de fuste. Los rumores se dispararon, barajando por primera vez nombres ajenos a la comunidad británica. La tradición, sin embargo, es un valor seguro al que apostar en el universo de las grandes instituciones del Reino Unido: la elección recayó en Michael Green, uno de los padres de la moderna teoría de cuerdas, cuya oficina estaba a unos metros de la del propio Hawking. No obstante, tras las traumáticas sucesiones de Newton y Dirac, Cambridge optó por mantener a Hawking en plantilla, concediéndole un novedoso puesto de Lucasiano emérito.
El 22 de mayo del año pasado, Green cumplió 67 años, obligando a emprender nuevamente la búsqueda de un sucesor. Hace pocos días cerró el plazo para la recepción de propuestas. ¿Habrá esta vez una mujer Lucasiana? ¿Alguien ajeno al mundillo académico anglosajón? Cualquiera sea la respuesta, pocas dudas caben de que tomará un tiempo recuperarse del trauma producido por la vacante de Hawking, para mantener el áureo brillo de la cátedra que hace 350 años tuvo la preclara generosidad de soñar un tal Lucas.