Marlowe encendió la pipa mientras respondía. “Uno de los vasos contiene whisky radiactivo”. Acto seguido, tomó ese vaso entre sus dedos y apuró su contenido con un rápido gesto. “¿Se ha vuelto loco?”, terció O’Sullivan, “¿es que no conoce los peligros de la radiactividad?”.
El irlandés irrumpió: “Detective, ¡un momento! ¿Me está usted diciendo que el biodiésel que utilizo en mi coche es radiactivo y que el combustible ordinario no lo es?”. “Es usted un hombre inteligente, Davis. Llévese el contador y compruébelo usted mismo”.
“¿Qué está insinuando? ¡Esa radiación es natural! Seguramente se va de nuestro cuerpo en pocos minutos”. “¡Por el contrario”, respondió el detective, “siento informarles que unos 150 mil decaimientos nucleares tienen lugar ahora mismo en sus cuerpos… ¡cada minuto!”.
La atmósfera oscura del bar ofrecía un respiro al agobiante calor que despoblaba las aceras de Hollywood Boulevard. Jugueteando con una caja que le había dejado su último cliente, Philip Marlowe se dirigió a la barra y William se apresuró a estampar sonoramente frente a él una botella de Four Roses. Antes de que el detective pudiera servirse, interpuso su mano y le dijo: “Marlowe, ¡espere! Sé, después de tantos años, que no hay nada que le guste más que el bourbon de Kentucky. Pero me ha llegado uno nuevo que me gustaría que probara”.
Hasta ese momento todos los pasos de Marlowe habían sido mecánicos, sin prestar atención a William ni al resto de los clientes que se acodaban en la barra. El atrevimiento del barman despertó su curiosidad y levantó la vista al tiempo que éste apostaba otra botella al lado de aquella en la que ya había apoyado su mano: “¿De qué se trata, Will?”. “Es una nueva marca que están distribuyendo desde ayer por todo Los Ángeles. Yo lo probé y tiene un gusto distinto. No sé si llamarlo mineral. Creo que será un éxito”.
BOURBON Y GEIGER
Marlowe observó la botella con atención: “¿Texas? ¿Desde cuándo el bourbon se hace en Texas?”. A pesar del tono de su comentario, le pidió a William un segundo vaso, idéntico al que aún permanecía vacío frente a él. “Sirve la misma cantidad en cada vaso, Will, y guarda las botellas. Quiero emitir una opinión objetiva sobre este interesante asunto”. A pesar de las gotas de sarcasmo que salpicaban estas últimas palabras, Marlowe se puso de espaldas. William hizo lo que le había pedido, poniendo especial atención en que nada distinguiera a un vaso del otro. “En la oscuridad de este garito no creo que vaya a diferenciarlos por el color”, pensó.
El detective se giró con algo de parsimonia y alejó ambos vasos unos centímetros. Entre ellos y él, interpuso la extraña caja. “¿Qué es eso que lleva ahí?”. Marlowe sacó su pipa, para acompañar lo que se antojaba como el comienzo de una larga explicación.“Es un contador Geiger, Will, sirve para medir la radiactividad”. Ante el silencio expectante de los demás, agregó: “Tiene un tubo con un gas inerte en su interior, como esos de neón que, por cierto, harías bien en ir renovando. Cuando la radiación entra en el detector, algunos átomos se ionizan, pierden electrones; se produce una minicorriente eléctrica que el aparato amplifica y traduce en un sonoro clic”. Lo encendió y, en efecto, se empezó a escuchar algo parecido al repiqueteo de las gotas retenidas en las copas de los árboles tras la lluvia. “Esto que están oyendo ahora se debe, en parte, a la radiación gamma que bombardea nuestro planeta de manera incesante y, en mayor medida, al granito de las paredes y el suelo de la taberna, que contiene algo de uranio.”
Un hombre que vestía un elegante traje gris, sentado en una mesa que daba a la calle, se acercó a contemplar la escena. “Disculpe caballero, déjeme presentarme. Soy Zack O’Sullivan, feliz propietario de la joya que está a punto de probar. Pronto no quedará nadie que beba porquerías como el Four Roses”, e hizo un gesto frunciendo la nariz, como si verdaderamente le diera asco. “¿Para qué piensa usar ese aparato?”. Philip Marlowe no respondió. Acercó el extremo a uno de los vasos, sin observarse ninguna variación apreciable. Luego hizo lo mismo con el otro y, ahora sí, los clics se hicieron más frecuentes. Repitió la operación varias veces para asegurarse de que no se tratara de algo fortuito.
El señor O’Sullivan, desconcertado, preguntó: “¿Qué quiere decir eso?”. Marlowe encendió finalmente la pipa mientras respondía. “No creo que sea necesario aclararlo: uno de los vasos contiene whisky radiactivo”. Acto seguido, ante la perplejidad de quienes lo acompañaban, tomó ese vaso entre sus dedos y apuró su contenido con un rápido gesto. “¿Se ha vuelto loco?”, terció O’Sullivan, “¿es que no conoce los peligros de la radiactividad?”. Philip Marlowe sacó la Smith & Wesson de su cartuchera y apuntando a su interlocutor, sin apenas levantar la voz, le dijo: “¡Las manos en alto! Queda usted detenido por el delito federal de producción y distribución de bebidas alcohólicas no aptas para consumo humano. Tiene derecho a permanecer en silencio”.
LA RADIACTIVIDAD QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO
Sin comprender muy bien lo que ocurría, William tomó prestado el contador Geiger mientras Marlowe esposaba a un perplejo O’Sullivan. Para su sorpresa, era la botella de Four Roses la que contenía el whisky radiactivo. Se tomó su tiempo para comprobarlo, viendo varias veces las etiquetas. O’Sullivan, atento al gesto del barman, gritó: “¡Oiga! ¿No ve que el whisky radiactivo no es el mío?”. Por toda respuesta, Marlowe hizo un ademán para que Will le sirviera otra medida de Four Roses y lo bebió gozosamente. Finalmente, dijo: “Caballero, ¿acaso no sabe usted de qué está hecho el bourbon?”. O’Sullivan respondió: “¡Por supuesto! Es un destilado del maíz”. Todos los presentes asintieron al unísono, componiendo una divertida coreografía, mientras sus miradas buscaban los ojos ausentes del detective.
“Muy bien. Me rodean ojos abiertos como platos que parecen pedir una explicación. Se las daré. La materia orgánica, amigos, tiene un elemento químico común denominado carbono. Éste tiene seis protones en el núcleo, pero el número de neutrones puede variar”. William no desperdició la ocasión para lucirse: “¡Eso lo he leído! Dos átomos del mismo elemento que difieren en el número de neutrones se llaman isótopos”. El detective asintió. “En el dióxido de carbono de la atmósfera, por ejemplo, hay un billón de átomos con seis neutrones por cada uno que tiene ocho. Este último es radiactivo y se lo llama carbono-14”. “¡Es la suma de 6 protones y 8 neutrones!”, exclamó William. Marlowe hizo una pausa para calibrar la atención de quienes lo escuchaban. “El carbono pasa a las plantas a través de la fotosíntesis y de ahí a los animales que se alimentan de las plantas. Y a nosotros, que nos comemos a ambos”.
Regodeándose en la creciente preocupación de quienes lo escuchaban, continuó. “De modo que, amigos, teniendo en cuenta que en cada uno de sus cuerpos hay unos mil billones de billones de átomos de carbono, me temo que mil billones sean de la variedad que tiene ocho neutrones en el núcleo”. Un silencio sepulcral inundó la taberna. Stuart Davis, un irlandés iracundo, conocido por su proverbial apego al esoterismo y su colérico rechazo a la ciencia y sus productos, vociferó: “¿Qué está insinuando, Marlowe? ¡Esa radiación es natural! Seguramente se va de nuestro cuerpo en pocos minutos”. “¡Por el contrario”, respondió el detective, “siento informarles que unos 150 mil decaimientos nucleares tienen lugar ahora mismo en sus cuerpos… ¡cada minuto!”.
Las pecas de Davis parecieron oscurecerse en la palidez de su rostro, hasta que dijo, sin convencimiento: “Insisto, se trata de un proceso natural que no entraña ningún peligro”. “Me encantaría poder decirle que tiene razón, pero no es así”, empezó Marlowe. “El carbono-14 emite lo que se conoce como radiación beta, un electrón extremadamente energético que dañará inexorablemente el tejido de alguna célula circundante. Quizás el ADN de su núcleo. Es radiación orgánica, pero tan perjudicial como la artificial”. Zack O’Sullivan, con gran excitación, intervino a los gritos “¿Por qué me detiene, entonces? El whisky que yo fabrico no es radiactivo. ¡Es sano! ¡Y usted prefiere beber esa porquería que hace enloquecer al contador!”. El detective ajustó las esposas con violencia, se acomodó la pipa y se dispuso a dar una explicación.
DINOSAURIO ON THE ROCKS
“Nadie se sorprenderá si le digo que al morir dejamos de comer y de respirar, ¿no?”. Asintiendo mecánicamente, los presentes lo miraron como si hubiera perdido la razón. “El ciclo de reposición de carbono-14 en el cuerpo se interrumpe con la muerte. A partir de allí, su proporción disminuye sin vuelta atrás. Al cabo de 5.730 años se reducirá a la mitad. Para que no queden vestigios apreciables, en cambio, habrá que esperar unos 60 mil años. Es por eso que, viendo la proporción de carbono-14 en restos orgánicos es posible datar el momento de su deceso, si éste tuvo lugar en ese período de tiempo”. La puerta se abrió con estrépito y Marlowe alcanzó a comprobar que quien se iba era Walter Elmer, cuyas convicciones religiosas resultaban violentadas por estas cifras.
“Cualquier alcohol obtenido por un proceso de fermentación de granos o frutas es necesariamente radiactivo. Sin margen de dudas, el whisky del señor O’Sullivan fue hecho con alcohol extraído a partir del petróleo que abunda en las entrañas del suelo tejano y que, a nadie se le escapará, es el producto de restos fósiles de materia orgánica, vegetal o animal, enterrada hace cientos de millones de años. Tiempo suficiente para que no queden restos de radiación. ¿No me había dicho usted que el bourbon está hecho de un destilado del maíz, señor O’Sullivan?”.
El irlandés irrumpió: “Detective, ¡un momento! ¿Me está usted diciendo que el biodiésel que utilizo en mi coche es radiactivo y que el combustible ordinario no lo es?”. “Es usted un hombre inteligente, Davis. Llévese el contador y compruébelo usted mismo”. William intervino angustiado, “Marlowe, esto que usted dice es desolador. ¡5.730 años! Pienso en el peligro de tener cementerios en los que enterramos a nuestros muertos y que son una fuente de radiación durante tanto tiempo”. “Al contrario de lo que piensas, Will, es bueno que la vida media del carbono-14 sea grande. Para cada sujeto, lo único importante es la dosis de radiación recibida a lo largo de su vida: en 80 años, sólo el 1,4% del carbono-14 habrá emitido radiación. En cambio, si nos dieran a mediodía un gramo de bismuto-212, cuya vida media es de 1 hora, a medianoche ya la habría emitido toda”.
William observó al detective con algo de fascinación, lamentando que éste emprendiera la retirada, sujetando a su prisionero con firmeza. “Si quisieras matar a alguien, Will, no usarías bismuto-212, porque medio día es un margen de tiempo insuficiente para pasar de su adquisición a administrárselo a la víctima. Buscarías algún isótopo como el polonio-210, que tenga una vida media de pocos meses. De ese modo, toda la radiación sería absorbida por la víctima y al morir de cáncer, un par de años después, no quedarían restos. ¿Han oído hablar de un tal Aleksandr Litvinenko?”.