Por José Edelstein, profesor de Física Teórica de la U. de Santiago de Compostela y Andrés Gomberoff, vicerrector de Investigación y Doctorado UNAB // Ilustración: Hernán Kirsten Junio 18, 2014

© Hernán Kirsten

La geometría de Euclides nos dice que un triángulo queda completamente determinado si conocemos dos de sus ángulos y la longitud de uno de sus lados. Esto vale también para el triángulo que tiene en dos de sus vértices a cada uno de nuestros ojos y en el otro al punto observado.

El ojo es un instrumento lento, que puede procesar unas dieciséis imágenes por segundo. Esto significa que la pelota tiene que estar detrás de la línea del arco por al menos 6 centésimas de segundo para que un ojo humano lo pueda detectar.

No siempre es fácil saber dónde están las cosas. Especialmente cuando se mueven rápido. Nuestra biología nos dotó de un sistema bastante sofisticado para detectar la posición de los objetos que nos rodean. Podemos, por ejemplo, estimar bastante bien la distancia y velocidad a la que viene una pelota, de modo de movernos con precisión para atraparla. Particularmente si somos arqueros profesionales, en cuyo caso esta capacidad humana es llevada a su máxima sofisticación. Afortunadamente, para el disfrute de los hinchas del fútbol, el aparataje biológico no es perfecto y gracias a eso hay goles. Por una razón análoga, los imperfectos sistemas sensoriales de los árbitros pueden inducir el juicio equivocado de una jugada.  Es allí donde el intelecto de nuestra especie ha permitido complementar nuestros sentidos, cuando éstos se muestran precarios, con sistemas creados por la mente.

EL FANTASMA DE WEMBLEY

El 30 de julio de 1966, casi cien mil espectadores veían en el Estadio de Wembley cómo la final del Mundial acababa en un empate a dos goles entre Inglaterra y Alemania. Se hizo necesario, por segunda vez en la historia, ir a la prórroga. Transcurrían once minutos del tiempo añadido cuando Cohen envió un centro corto desde la derecha que controló en el borde del área chica Hurst, el goleador inglés. Dejó rebotar la pelota hasta que ésta quedó a ras del suelo y pateó de media vuelta un tiro seco que pegó en la parte baja del travesaño, rebotó sobre la línea y regresó a la cancha para ser rechazada al córner por Weber, ante la mirada atenta de su compañero, un tal Franz Beckenbauer.

Los ingleses se apresuraron a celebrar el gol. El árbitro,  el suizo Gottfried Dienst, lleno de dudas, se dirigió rápido a la banda donde el juez de línea, el azerbaiyano Tofik Bakhramov, hacía aspavientos mientras entraba al campo y asentía con gestos ampulosos. Los jugadores alemanes, temiendo lo peor, se le fueron encima. Bakhramov, quien no hablaba inglés ni alemán, indicó como pudo que la pelota había entrado. Dienst concedió el gol que a la postre inclinó la balanza, dando su primer y único mundial a los inventores del fútbol.

Una audiencia de 400 millones de personas, a través de la televisión, podía ver entretanto la repetición en la que, aunque permanecía la duda, parecía más factible que la pelota no hubiera entrado. Con el tiempo se determinó en forma fehaciente que la pelota no entró por seis centímetros, y el tanto que le dio a Inglaterra su única estrella pasó a la historia como “el gol de Wembley” o “gol fantasma”. Se dice que cuando más tarde se le preguntó a Bakhramov por qué había validado ese gol, éste respondió, con fuerte acento azerí, “¡Stalingrad!”. Alemania había eliminado a su Unión Soviética en semifinales y el línea parecía querer asociar su decisión/venganza con la batalla que un cuarto de siglo antes significó el comienzo del fin de la Alemania nazi.

LAS VIBRACIONES DE RICCI

Casi medio siglo tuvo que pasar para que la FIFA tomara cartas en el asunto. Quizás fue necesario que en el Mundial de Sudáfrica, con los mismos protagonistas, un clarísimo gol de Frank Lampard fuera ignorado por el árbitro uruguayo Jorge Larrionda, dejando a Inglaterra fuera del Mundial en octavos de final. Lo cierto es que el domingo pasado, en Porto Alegre, transcurría el tercer minuto del segundo tiempo del partido entre Francia y Honduras, cuando un centro al área de los centroamericanos fue empalmado de volea por Benzema con quirúrgica precisión. La pelota se estrelló en el poste, ante la mirada derrotada del arquero Valladares y un atisbo de celebración del francés.

El rebote la llevó en dirección al otro poste, en el que estaba el arquero, paralela a la línea de gol, pero del lado de afuera. Valladares se arrojó sobre la pelota con excesivo ímpetu, la manoteó y se le fue hacia adentro, pero la contuvo, en apariencia sobre la línea. Nadie en el estadio vio que la pelota hubiera traspasado, por un brevísimo lapso de tiempo, la línea de meta. Sin embargo, el árbitro brasileño Sandro Ricci, tras un instante, hizo sonar su silbato señalando el medio del campo. No fueron sus ojos, ni los de sus asistentes. La respuesta estaba en el reloj de su muñeca, que sólo un segundo después de que toda la circunferencia de la pelota entrara en la portería, emitió una señal vibratoria. Era la presentación en un mundial de fútbol del sistema GoalControl-4D, que monitorea la posición tridimensional de la pelota con precisión milimétrica. El debut absoluto de esta tecnología tuvo lugar en la liga inglesa, siendo el primer gol concedido el que convirtió el delantero bosnio del Manchester City Edin Dzeko, a mediados de enero.


El “gol fantasma” de Inglaterra a Alemania en la final del Mundial de 1966 fue el pecado original de la limitación del ojo humano en el arbitraje. Desde Brasil 2014 el árbitro tiene ayuda. Si quiere ser justo, claro.

TRIANGULANDO CON EUCLIDES

Para entender cómo funciona, pensemos en nuestro propio mecanismo de localización de objetos en el espacio. Haga un simple experimento. Disponga algunos objetos de distinto tamaño en una mesa, al alcance de su mano. Intente apoyar en ellos su dedo índice, sobre algún punto predeterminado. Probablemente podrá hacerlo rápido y sin dificultad. Hágalo ahora tapándose un ojo.  Ya la cosa no resulta tan fácil. ¿Por qué? Porque para calcular la distancia a la que se encuentran los objetos, el cerebro hace uso de dos imágenes, una proveniente de cada ojo. Ésa es la utilidad principal de tener (al menos) dos ojos. Cada uno ve cierto punto del objeto desde direcciones distintas. Técnicamente, decimos que el cerebro “triangula”.

La geometría de Euclides, que aprendimos en el colegio, nos dice que un triángulo queda completamente determinado si conocemos dos de sus ángulos y la longitud de uno de sus lados. Esto vale también para el triángulo que tiene en dos de sus vértices a cada uno de nuestros ojos y en el otro al punto observado. La longitud de uno de los lados es conocida: la distancia entre nuestros ojos. Los ángulos los “mide” cada ojo al apuntar la mirada hacia el objeto. Conocido el triángulo, sabemos las longitudes de cada lado y, por lo tanto, la distancia al objeto. Así, para ubicarse espacialmente el cerebro hace uso de estas nociones de trigonometría, aun cuando su propietario las ignore meridianamente.

La tecnología ha utilizado este principio hasta el hartazgo. Desde sistemas adosados a máquinas fotográficas para determinar la distancia a un objeto a las pizarras electrónicas en las que podemos escribir sobre una proyección  de la pantalla del computador.  Allí, dos cámaras detectan la posición del plumón, triangulando como si se tratara de un par de ojos.

CAZAFANTASMAS DE SIETE OJOS

En cada uno de los doce estadios mundialistas se instaló un sistema de catorce cámaras, divididas en dos grupos de siete que apuntan a cada portería. Las cámaras están en la estructura metálica del techo del estadio de modo tal que cada portería es rodeada por ellas. Tal como podemos localizar, triangulando, la posición de un objeto con dos ojos, dos cámaras deberían ser suficientes para localizar la pelota en tres dimensiones. ¿Para qué, entonces, las siete cámaras? Hay que tener en cuenta que algunas de las cámaras pueden verse obstaculizadas. Por ejemplo, si la pelota se encuentra entre un ovillo de piernas. Tenemos que estar seguros de que al menos dos cámaras estén viendo la pelota en todo momento. Si hay más cámaras con la visión despejada, tenemos más datos y la precisión aumenta. De hecho, el sistema utilizado en este Mundial asegura que la posición de la pelota pueda ser determinada con una precisión de menos de cinco milímetros. Esto supera con creces las demandas de la FIFA, de tres centímetros, basadas en el tamaño de las deformaciones que experimenta la pelota ante disparos de mucha potencia.

Las cámaras del sistema GoalControl-4D graban a alta velocidad, unas 500 imágenes por segundo. Esto es unas veinte veces más rápido que lo que vemos en televisión normalmente. Es una de las características clave del sistema. El ojo es un instrumento lento, que puede procesar unas dieciséis imágenes por segundo. Esto significa que la pelota tiene que estar detrás de la línea del arco por al menos 6 centésimas de segundo para que un ojo humano lo pueda detectar. Pero con siete ojos que procesan medio millar de imágenes por segundo, no hay gol fantasma que escape al escrutinio férreo de esta tecnología.

El uso de la triangulación nos permite conocer la trayectoria de la pelota e incluso predecir su movimiento futuro. Además de que el árbitro recibirá un mensaje en su reloj que le permitirá ser más justo, los televidentes podrán contemplar, desde todos los ángulos y en cámara lenta, una repetición virtual de la trayectoria del balón. La repetición se activa desde que la pelota está a treinta centímetros de la línea de meta. Es por eso que en el gol del domingo se produjo un momento de confusión ya que el sistema se activó inicialmente para indicar que la pelota no había entrado, tras el primer golpe en el poste, pero luego se volvió a activar cuando atravesó la línea de gol, impulsada por las manos del portero. Una multitud de hinchas y varios ex jugadores como Gary Lineker insisten en que ellos no aprecian que la pelota haya cruzado la línea. Y no mienten. Sólo cometen el error de confiar excesivamente en sus sentidos.

El trabajo de un árbitro conlleva la inevitabilidad de los errores. No sólo por aquellas jugadas que admiten más de una interpretación o por los errores inmateriales que se esperan de un ser falible (falta de atención, prejuicios, subjetividad, factores emocionales), sino también por las limitaciones estructurales de sus cinco sentidos. La velocidad de reacción de los jueces de línea, por ejemplo, hace imposible la apreciación de algunos fuera de juego. Hay jugadas que, por así decirlo, ocurren en un punto ciego de árbitros o jueces de línea. También está, claro, el factor “Nishimura”, toda vez que la FIFA designa a un árbitro de una liga menor para asegurarse de que el país organizador o algún otro favorito pueda resolver el escollo que le presenta un rival inoportuno.

El factor humano tiene su lado romántico, dicen. Pero éste llega a su fin para todos en cuanto es nuestro equipo el que tiene que volverse a casa por una decisión injusta. Así, damos la bienvenida a este par de monstruos de siete ojos que todo lo ven y que vigilan, atentos e insobornables, todo lo que acontece en las inmediaciones de esa delgada línea blanca que demarca la frontera entre la gloria y el fracaso, esos dos impostores.

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