Fue el francés Antoine Lavoisier, a quien Priestley le describió en persona sus experimentos, quien le dio el nombre de “oxígeno” a esta nueva sustancia. El oxígeno era uno de los componentes del aire de nuestra atmósfera y el responsable del fenómeno de la combustión.
Mudarse de oficina es cansador. Llenar cajas de libros, botar papeles, repasar una vez más la historia de tu vida a través de las ruinas del pasado. Cargar física y emocionalmente con las cajas para llevártelas a otro lugar en donde comenzarás a dibujar una nueva vida laboral. Al final de una tarde inmerso en estas tareas, bajas al café de la facultad y te encuentras con un puñado de colegas que hablan sobre política y matemática. Te pides una ginger ale fría y te sientas con ellos. Los escuchas, con aire ausente, mientras respiras profundamente y sientes el paso de las heladas burbujas por tu garganta que, poco a poco, te devuelve las fuerzas que creías extinguidas.
De pronto, un déjà vu histórico, extemporáneo, pasa por tu mente. Te ves en la mesa de un café de Londres, en 1765, tomando cerveza negra y vino de Oporto. A tu alrededor, los más connotados intelectuales liberales de la época discuten los mismos temas que tus colegas habrían de debatir años después. Allí, ante tus ojos incrédulos, está el legendario Club de las Pelucas Honestas, que sesionaba jueves por medio en el London Coffee House. El científico y político Benjamin Franklin, el filósofo y matemático Richard Price, entre otros, y aquél que fue responsable de la conexión neuronal que te hizo viajar en el tiempo y en el espacio, el gran científico, teólogo y político Joseph Priestley.
Vuelves a respirar una honda bocanada y el oxígeno que Priestley descubrió hace exactamente 240 años te hincha los pulmones. Bebes otro trago de gaseosa y la efervescencia que desarrolló poco antes calma tus angustias con su refrescante cosquilleo. Después de todo, piensas, es sólo una mudanza de oficina. Quizás haya mínimos elementos comunes, pero lo tuyo es una bobería al lado de lo que vivió Priestley, por ser un auténtico disidente, apoyar públicamente la Revolución francesa, la independencia de Estados Unidos y combatir con ardor la intolerancia religiosa. Fue perseguido hasta el punto de que su casa fue saqueada e incendiada junto a los más bellos aparatos de investigación científica que hayan existido en la época. No pudo hacer cajas. No se mudó de oficina. En 1794, cruzó el Atlántico y se instaló en Pensilvania para nunca más volver.
BURBUJAS DE HUMOR
Priestley se interesó en los gases en 1767, cuando se mudó a Leeds como reverendo de una congregación religiosa. Al lado de la casa en donde fue alojado, estaba la cervecería Jacks and Nell. Allí descubrió que los grandes recipientes en que se fermentaban los extractos de malta emitían “aire fijo”, el gas que Joseph Black había descubierto en Escocia doce años antes. Este gas, que hoy conocemos como anhídrido carbónico o dióxido de carbono, es uno de los compuestos resultantes del proceso de fermentación. Es de lo que están hechas las burbujas de la cerveza y el champagne.
Al verter agua de un recipiente a otro repetidamente sobre las tinajas de cerveza, Priestley notó que ésta adquiría efervescencia. La misma que hoy encontramos en un sinnúmero de bebidas cuyo comercio ha dado lugar a auténticos imperios empresariales. Acostumbrado a la cultura abierta y franca de los apasionados debates del club de las pelucas honestas, discusiones en las que nada se escondía y las ideas se compartían entre burbujeantes vasos de cerveza Porter, sin embargo nunca protegió la idea ni intentó hacer una industria a partir de ella. El negocio lo desarrolló el emprendedor alemán Johann Jacob Schweppe, quien industrializó el proceso unos años más tarde, fundando la compañía Schweppes en Ginebra. El resto es historia conocida.
LA RESTAURACIÓN DEL AIRE
Fue a principios de los años 70 del siglo XVIII cuando Priestley hizo sus experimentos más memorables. Cualquier niño sabía que un animal atrapado en un frasco sellado moriría al poco tiempo. ¿Pasaría lo mismo con una planta? Priestley descubrió, con sorpresa, que esto no ocurría. Una planta podía sobrevivir sin ningún efecto aparente dentro del frasco sellado por meses. ¿Será que las plantas, a diferencia de los animales que respiran, no deterioran el aire? Para probarlo hizo otro experimento. Puso una planta y un ratón en el mismo frasco. Con sorpresa descubrió que el animal sobrevivía más tiempo ahora que en ausencia de la planta. De algún modo, la planta tenía el poder de “restaurar” el aire.
Más tarde Priestley diseñó uno de sus experimentos más ingeniosos y legendarios. Él sabía que una vela encendida dentro de un frasco cerrado se apagaba en pocos segundos. Hizo el experimento, y sin permitir el intercambio de aire entre el frasco y la atmósfera, colocó junto a la vela una planta por algunos días. Luego, utilizando una lupa para concentrar los rayos del sol sobre la vela, la encendió. ¡La planta había restaurado el aire y la vela ardía nuevamente!
Hoy sabemos que la razón por la que la vela se apaga es la misma por la que los animales mueren en el frasco sellado. Tanto la vela como un organismo vivo utilizan oxígeno para liberar energía a través de un proceso que llamamos combustión. Uno de los productos finales de ésta es el venenoso anhídrido carbónico. En la medida que el oxígeno es reemplazado por este gas en el frasco sellado, la vela se apaga y el ratón muere. Priestley estaba a punto de dar el primer paso para la comprensión de uno de los procesos fundamentales para la vida en la Tierra: la fotosíntesis. En ésta, las plantas son capaces de invertir el proceso de combustión, capturando el anhídrido carbónico y liberando oxígeno. El rol fundamental que cumple la luz solar en este fenómeno sería descubierto pocos años después por un médico nacido en Breda, la ciudad inmortalizada en un lienzo por Diego de Velázquez, de nombre Jan Ingenhousz. La energía del sol, capturada por la clorofila de las hojas, produce, entre otras cosas, el oxígeno que respiramos.
UN ELEGANTE ARTÍCULO DE LUJO
Pero el instante clave, la cita definitiva de Joseph Priestley con la historia, llegó hace exactamente 240 años, el lunes 1 de agosto de 1774. Lo que ocurría dentro de los frascos sellados no podía ser una propiedad exclusiva de las plantas. Si realmente éstas producían un gas hasta entonces desconocido, necesario para la vida y para el arder de las velas, entonces debía haber alguna otra forma de obtenerlo. Priestley se dio cuenta de que al calentar óxido de mercurio cerca de una vela, ésta ardía con más vigor, una observación clave para lo que vino después.
En una sucesión de experimentos, cuya simplicidad e ingenio los convirtieron de inmediato en clásicos, Priestley mostró que podía hacer arder una vela en un frasco sellado por mucho tiempo, si al lado colocaba una muestra de óxido de mercurio, calentada concentrando la luz solar con una lupa. Lo mismo hizo con ratones, mostrando que podía mantenerlos vivos por mucho tiempo utilizando esta técnica. Incluso probó inhalándolo él mismo. “La sensación en mis pulmones no era muy distinta que al respirar aire común, pero me pareció que mi pecho se sentía peculiarmente liviano y cómodo por un tiempo. Quién sabe si quizás con el tiempo, este aire purificado se pueda convertir en un elegante artículo de lujo. Por ahora, sólo dos ratones y yo hemos tenido el privilegio de respirarlo”.
Priestley llamó al nuevo gas “aire desflogisticado”. Esto se debe a que él adhería a la teoría del flogisto, un supuesto fluido que los objetos liberaban durante la combustión. El aire desflogisticado tenía, por lo tanto, la capacidad de absorber mucho más eficientemente el flogisto, lo que para Priestley explicaba por qué en su presencia los objetos experimentaban una combustión más vigorosa. Fue el francés Antoine Lavoisier, a quien Priestley le describió en persona sus experimentos, quien le dio el nombre de “oxígeno” a esta nueva sustancia, desechando la teoría del flogisto. El oxígeno era uno de los componentes del aire de nuestra atmósfera y, por sí mismo, el responsable del fenómeno de la combustión. La obstinada defensa de la teoría del flogisto le significó a Priestley un creciente aislamiento científico en la era revolucionaria que inauguró Lavoisier en el campo de la química.
Piensas en esto cuando vuelves a la que será tu nueva oficina, contemplando la multitud de cajas que habrás de desempacar. Y te avergüenzas de envidiar el poco equipaje con el que Priestley partió a América el 8 de abril de 1794, amenazado por la intolerancia que despertaba su espíritu disidente, su libertad de pensamiento y sus simpatías por la Revolución francesa. Al que no envidias es a Lavoisier, quien exactamente un mes más tarde perdió la cabeza por ella.