Por Andrés Gomberoff, académico UNAB Diciembre 10, 2014

© Frannerd

No ganamos nada utilizando octanajes más altos de los que nuestro motor necesita. Hoy, la mayoría de los automóviles tienen relaciones de compresión bajas, por lo que no requieren un gran octanaje.

La jerga automotriz adorna nuestro lenguaje con datos y tecnicismos que enunciamos como si supiéramos de qué se trata. Este lenguaje ya forma parte de nuestra cultura, de nuestra vida cotidiana. Está presente en nuestros juegos infantiles, en la omnipresente televisión y en casi cualquier conversación distraída de una tarde de domingo. Especialmente dentro de lo que podríamos llamar la “cultura masculina”, en la que la cilindrada, los caballos de fuerza y el octanaje acaban convirtiéndose en sucedáneos de virilidad, que evocamos en cuanta ocasión lo permita. Proyección freudiana que descansa en un conjunto de cifras que no sabemos exactamente qué significan, pero estamos seguros de que tanto mejor cuanto más grandes resulten. Particularmente importante, pensamos, resulta el octanaje, número que se ha abierto paso como inadvertido polizón en el discurso político y las portadas de los diarios. Pero, ¿qué son en realidad todos estos números?

Debemos partir por el principio de una historia, la del automóvil, larga y sinuosa como las carreteras que éste habría de surcar. El primero en poner un motor de gasolina en un artilugio con ruedas probablemente haya sido el ingeniero alemán Siegfried Marcus, en 1870. Poco sabemos de él, sin embargo, ya que los nazis destruyeron todos sus escritos y se esmeraron en remover su nombre de enciclopedias, museos y documentos, por el simple hecho de ser judío. Tuvieron cuidado, en cambio, de no renunciar al uso de los vehículos, en buena medida posibles gracias a su espíritu emprendedor y creativo.

Pero el momento estelar de esta historia lo constituyó la construcción del primer motor de gasolina de cuatro tiempos, a manos de otro alemán, Nikolaus Otto, y su conjunto de colaboradores, en 1876. Hoy se conoce como el motor de Otto. Fue el primero comercialmente exitoso y base de los que utilizamos hasta el día de hoy en la industria del automóvil. Permitió dar un salto cualitativo en la potencia y eficiencia del motor, necesario para poder poner en movimiento el considerable peso que suponen el vehículo y sus ocupantes.

Un motor es un dispositivo capaz de transformar energía calórica en energía de movimiento. Podemos hacernos una idea rudimentaria de cómo funciona observando una tetera en la que hierve agua. Sobre todo si fijamos nuestra atención en la tapa que da saltos a intervalos más o menos regulares. La razón es fácil de entender. A medida que el agua en ebullición se transforma en gas, crece la presión dentro de la tetera. Cuando ésta es suficientemente grande, se basta por sí sola para levantar la tapa. Pero esto mismo permite que el vapor escape. Así, disminuye la presión y la tapa se desploma. En principio, podríamos adosarle algún mecanismo capaz de transformar estos rítmicos saltos en el movimiento de una rueda. Habremos construido un motor de vapor.

Si bien no es muy eficiente, contiene el principio fundamental que define a todo motor: transforma parte de la energía química contenida en las moléculas del gas quemado en la hornilla en un ciclo de movimiento al que luego podemos dar uso. A diferencia del de vapor, la parte móvil del motor de Otto, análoga a la tapa de la tetera, son pistones empujados por el propio combustible, en lugar de utilizar un elemento auxiliar como el vapor de nuestro ejemplo. En general, este tipo de artefactos reciben el nombre de motores de combustión interna.

OTTO CICLO
En física conocemos como ciclo de Otto a un proceso idealizado de cuatro etapas que modela de manera aproximada el funcionamiento del motor del mismo nombre. El corazón palpitante de todo motor es su cámara de combustión. Ésta es una cavidad cilíndrica, cerrada por un lado y que contiene un pistón móvil por el otro. El lado cerrado tiene dos válvulas. Una permite la entrada del combustible, otra la eliminación de los gases resultantes de la combustión.

En una primera etapa, una mezcla de aire y gasolina es inyectada a través de una de las válvulas, al tiempo que el pistón retrocede, permitiendo una expansión de los gases en el cilindro hasta alcanzar cierto volumen máximo. La segunda etapa, en cambio, se produce con ambas válvulas cerradas. El pistón ahora avanza, comprimiendo la mezcla hasta un volumen mínimo, determinado igualmente por la geometría del cilindro.

En ese momento comienza la tercera etapa, en la que se genera una chispa que hace explotar la mezcla. La presión aumenta, haciendo retroceder el pistón hasta llegar nuevamente al volumen máximo. En una última etapa, el pistón avanza mientras se abre la otra válvula, empujando los productos de la combustión hacia el tubo de escape del automóvil. El pistón queda así en la posición inicial, listo para comenzar con la primera etapa de un nuevo ciclo.

La versión idealizada a la que llamamos ciclo de Otto supone que no hay pérdida de calor en la segunda y tercera etapa, algo que en la práctica sólo se da de manera aproximada. El proceso parece menos claro que el de la tetera, ya que sólo en la tercera etapa, cuando ocurre la explosión y el pistón es empujado por el repentino aumento en la presión del gas, es evidente que obtenemos energía del motor. En el resto del ciclo más bien parece que debemos proveerla. El secreto está en que la energía química del combustible obtenida en la tercera etapa no sólo compensa la consumida en las otras, sino que puede ser transferida al movimiento de las ruedas de los automóviles, permitiendo el hormigueo de vehículos que caracteriza a cualquier ciudad contemporánea.

LO QUE INEXORABLEMENTE PERDEMOS
La eficiencia de un motor es la capacidad neta que éste tiene de transformar energía química en movimiento. Un motor de gasolina, típicamente, no puede transformar más de un 30% de la energía del combustible en movimiento. El resto se pierde inexorablemente en forma de calor. Las leyes de la termodinámica nos muestran que jamás podremos, a pesar de todo nuestro empeño, transformar el 100% del calor que produce un proceso de combustión en energía de movimiento.

Un cálculo simple muestra que la eficiencia del motor de Otto está gobernada por lo que se conoce como su “relación de compresión”. Esto es, la razón entre los volúmenes máximo y mínimo de la cámara de combustión. Mientras mayor sea este número, mayor la eficiencia. Los motores de automóvil suelen tener varias de estas cámaras de combustión. El volumen máximo de todas sumadas se conoce como “cilindrada”. Así, cuando en la críptica jerga automotriz nos hablan de un motor de 2.000 cc (centímetros cúbicos) y 4 cilindros, nos están diciendo que en el momento de mayor volumen -al final de las etapas primera y tercera- cada uno puede albergar medio litro (500 cc) de mezcla de aire y gasolina. Si la relación de compresión del motor es 10, sabemos además que esta mezcla se comprimirá hasta alcanzar los 50 cc antes de detonar.

¿Por qué no hacer entonces un motor tan eficiente como se nos antoje aumentando la relación de compresión? Sucede que al comprimir un gas, su presión y temperatura se elevan. Si comprimimos demasiado la mezcla, llegará un momento en el que la temperatura será tan alta que detonará espontáneamente. No podemos permitirnos alcanzar estas temperaturas si queremos controlar la detonación electrónicamente, a fin de regular la cadencia con la que funciona el sistema cardíaco del automóvil.


EL CUERPO DEL SEÑOR DIESEL

Es hora de hablar del octanaje, acaso el más confuso y misterioso de los números empleados en el argot automotriz. Tal como dijimos antes, si la gasolina detona antes del encendido de la chispa, el motor de Otto no funcionará correctamente. Además de perder potencia, se dañará (incluso severamente) al son del característico “cascabeleo” que produce un motor cuya mezcla detona prematuramente. Así, si el combustible utilizado es “demasiado” explosivo, la relación de compresión deberá ser más baja y, por lo tanto, lo mismo ocurrirá con la eficiencia.

Es por eso que a la gasolina se le agregan aditivos que le bajan su poder detonante. Se denomina octanaje, precisamente, a la escala que mide esta capacidad antidetonante. Mientras mayor sea su valor, más presión y temperatura soportará el combustible antes de explotar. Es por esto que no ganamos absolutamente nada utilizando octanajes más altos de los que nuestro motor necesita. Hoy la mayoría de los automóviles tienen relaciones de compresión bajas, por lo que no requieren un gran octanaje. A menos que su motor cascabelee, querido lector, no le hace ningún favor utilizando gasolina premium de alto octanaje. Para el motor es irrelevante. Para su bolsillo, no.

Ahora bien, hay otra solución para aumentar la compresión. No usar chispa. Es lo que hacen los motores basados en la creación del ingeniero alemán Rudolph Diesel, en 1892. Estos motores pueden llegar a relaciones de compresión tan grandes como 25. El secreto está en que la compresión se aplica sólo sobre el aire y la gasolina se inyecta a éste ya comprimido, provocando la explosión sin necesidad de chispa. Los motores Diesel son mucho más eficaces, llegando a alcanzar un 50% de eficiencia, pero tienen otros problemas. Son más pesados, generan más emisiones tóxicas y suelen tener menor potencia, especialmente a altas velocidades. Que sean pesados no es importante cuando se trata de vehículos como camiones o barcos, que suelen utilizar este tipo de motores.

Durante las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, los motores de vapor eran aún los más populares en las embarcaciones. En el SS Dresden, una de esas teteras flotantes que hacían el recorrido entre Amberes y Londres, Rudolph Diesel hizo su último viaje el 29 de septiembre de 1912. Desapareció en el trayecto. Su cuerpo fue encontrado días después flotando en el mar del Norte. Las causas de su muerte son aún un misterio. Pero el mar no le olvida. Miles de barcos que surcan los océanos y mares del planeta llevan hoy en sus entrañas un motor Diesel. Su nombre, como una semilla, se multiplicó en las aguas desde que él cayera en ellas para siempre.

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