Por Nicolás Alonso Abril 15, 2015

© Vicente Reinamontes

Al antropólogo sobre todo le gustaría ver una cosa: un estudio genético completo a su individuo de Kebara, que demostrara lo que él piensa desde hace años. Que esos huesos son la prueba física de que sapiens y neardenthals no fueron especies distintas, y que en algún punto de la historia engendraron hijos entre sí.

Cuando escuchó el grito, Baruch Arensburg llevaba dos semanas adentro de la cueva, en la localidad israelita de Wadi Kebara, y no sabía muy bien qué quería encontrar. Sí cómo quería encontrarlo: a diferencia de los antropólogos ingleses que habían estado allí antes, en esos trabajos de 1982, él y su equipo no se conformarían con hacer un agujero profundo y llevarse un par de dientes. Habían decidido excavar la cueva entera, medio centímetro por medio centímetro, hasta que escupiera, desde algún tiempo perdido, algo realmente grande. Ese grito le llegó como la primera señal de alarma.

Se dio vuelta y corrió donde una compañera de excavación inglesa, consciente de que, un metro y medio después, tenía que haber emergido algo muy antiguo. Las cuevas de Israel, zona de tránsito para los primeros hombres migrantes del África y para todos los que pasaron después, rara vez defraudaban: en jornadas anteriores habían encontrado instrumentos neolíticos, dientes, trozos de hueso. Pero no era lo que buscaban. Esta vez el antropólogo chileno vio lo que le mostraba su colega, una mandíbula extraña, y se lanzó al suelo a limpiar.

Primero fueron saliendo las vértebras, cada una de ellas, luego todos los huesos de las manos, de los brazos, de los pies, la pelvis: todo menos el cráneo. Antes de que llegara el helicóptero, ya intuían que no se trataba de un homo sapiens. Parecía algo mucho más importante, el primer esqueleto casi completo de un neandertal encontrado en la historia -y así se publicaría en Nature y Science, y marcaría un hito en el estudio de esa especie-, pero no todo lo que veían les hacía sentido. Primero, que los enterradores hubieran guardado el cráneo, práctica de honor para el muerto, poco esperable en una especie que entonces se percibía como poco más que monos.

Pero sobre todo no les hacía sentido uno de los huesos que habían retornado: el hioides, una pequeña herradura ósea que en los hombres se encuentra entre la laringe y la lengua, y les permite hablar. Ahora lo tenían frente a sus ojos, y no sólo era el primero que se encontraba anterior al sapiens, sino que la forma en que estaba gastado mostraba algo: el neandertal que miraban, si hubiera estado parado frente a ellos, habría articulado algún idioma que hasta entonces parecía imposible. Era la primera prueba de que esa especie había dominado el lenguaje hablado. “Nosotros hicimos justicia a los neandertales, los civilizamos”, dice hoy el antropólogo. “En ese momento, la gente creía que eran idiotas, o bestias, y pudimos mostrar que no había una diferencia anatómica muy grande con nosotros. Incluso tenían el cerebro hasta un poco más grande que el actual”.

“Moshe” -como lo llamaron en honor a un arqueólogo judío que logró escapar de Siberia a fines del siglo XIX, y fue el primero en excavar en Kebara- recorrió el mundo, y en su camino fue abriendo preguntas. Montones de ellas, pero sobre todo una: hasta qué punto sapiens y neandertales, de pronto muy parecidos, habían sido especies distintas, o sólo dos variaciones de la misma. Y la puerta que esa segunda opción abría: qué posibilidad había de que hubieran tenido descendencia conjunta.

El propio esqueleto, datado en 65 mil años, empujó al antropólogo chileno por lo segundo. La mayoría de los huesos eran claramente neandertal, pero los dientes que contenía parecían sapiens. La mandíbula, ni lo uno ni lo otro. Pasarían casi tres décadas antes de que en 2010 el equipo del paleogenetista sueco Svante Pääbo publicara en Science el estudio que le daría un cierre a esa pregunta: habían hallado hasta un 4% de genes de origen neandertal en el genoma humano.

El antropólogo chileno Baruch Arensburg, ya retirado, leyó la noticia en Israel, donde jubiló hace diez años luego de construir, en la Universidad de Tel Aviv, una doble carrera de antropología física y forense -reconocimiento de cuerpos-, que lo convirtió en una autoridad mundial. Esa publicación y las que la siguieron, que hablaban de procreación temprana entre ambos grupos -de los cuales, hoy se presume, los hombres actuales podrían haber adquirido mayor resistencia al frío, y debilidad ante enfermedades como el lupus, la diabetes o la cirrosis-, le recordó preguntas de hace décadas.

Dudas como las que en los últimos años ha ido tratando de resolver, en decenas de papers que no tuvo el tiempo de terminar en su carrera, y que hoy, al fin ajeno a los miles de cuerpos que la guerra le trajo durante décadas a su despacho, por fin tiene el tiempo de abordar nuevamente.

Una en particular: quiénes fueron los padres del hombre que encontró en esa caverna.

EL LENGUAJE DE LOS HUESOS
La historia que comienza en Kebara, en realidad parte mucho antes, con un viaje en barco interminable desde Francia hasta Chile, en 1954, y con un veinteañero Baruch Arensburg que no tenía otra cosa que leer excepto un libro de tumbas y huesos que se había comprado en un museo de Inglaterra. Y alguna tarde sobre el mar, recuerda hoy, el repentino brote de una fascinación por los huesos, por lo que dicen de los que ya no están. Pronto sabría que eso se llama antropología física, y se tomaría otro barco de vuelta a París, a estudiarlo en la U. de la Sorbonne.

Cuarenta años antes, su padre, a su misma edad, había tomado un barco desde Ucrania, escapando de la caza de judíos en Europa, y había llegado, junto a un hermano químico, a Chile. Se habían instalado en un par de piezas, habían montado un laboratorio, y allí su tío, León Arensburg, había dado el golpe de su vida: la invención de la crema Lechuga. Durante su adolescencia, Baruch había pasado los días etiquetando productos en el Laboratorio Arensburg, pero no le interesaban las cremas. Su aproximación a la ciencia eran los animales de la chacra en que vivía en las afueras de Santiago. Hoy cree que estar rodeado de ellos preparó su futura pasión por los huesos. “Mi gusto por lo vivo, que después sería por lo muerto: una parte de lo vivo”, dice el antropólogo.

En París se fascinó con los 25 mil esqueletos del Museo Nacional de Historia Natural, y cuatro años después, partió a Jerusalén a formar el primer equipo de antropología local en la tierra prometida de todo buscador de cuerpos, uno de los pocos países del mundo que, por su geografía y por haber sido una ruta de tránsito desde África, conservan restos de todas las edades. Pronto asistió a sus primeras excavaciones arqueológicas, debutó en la rama con un paper sobre cuatro cabezas de hace mil 500 años, empezó a hacer clases en la U. de Tel Aviv, y ya nunca dejó de desenterrar. Hoy no es capaz de calcular cuántos esqueletos recuperó en su carrera, pero los más interesantes surgieron casi siempre en Kebara. Desde hombres de 180 mil años a otros de 8 mil, pero ninguno tan misterioso como “Moshe”, que hoy, 33 años después, sigue dando vueltas en su cabeza.

El esqueleto está guardado en la U. de Tel Aviv, a donde aún asiste de vez en cuando, pero como en muchas de sus investigaciones, le había sido imposible profundizar más en él: su trabajo paralelo como primer antropólogo forense de Israel, un país en conflicto permanente, ocupó durante décadas su tiempo con miles de cuerpos a identificar, todos con preguntas mucho más dolorosas que las que encontraba en las cuevas. Hoy recuerda los 12 días sin dormir que pasó identificando para la guerra de los Seis Días entre el Líbano e Israel, o los viajes militares clandestinos en busca de cuerpos más allá de la frontera de Egipto, con el miedo de tal vez quedar él también allí, insepulto. “Yo habría preferido poder concentrarme sólo en mi cosas antropológicas, pero tenía que ayudar”, dice el antropólogo, que en 2007 fue uno de los siete expertos convocados por el gobierno chileno para resolver las identificaciones erróneas de detenidos desaparecidos en el Patio 29. “Es un trabajo muy difícil psicológicamente, y hay que decir la verdad: si uno no consigue identificarlo, ésa tiene que ser la respuesta. En Chile era muy común ver identificaciones derechamente absurdas”.

Hoy, liberado de esos compromisos, el antropólogo está en una carrera contra el tiempo. En los últimos años publicó tres papers, y tiene cuatro decenas más de investigaciones que le gustaría cerrar antes de retirarse definitivamente. Aunque no está en sus manos, sobre todo le gustaría ver una cosa: un estudio genético completo a su individuo de Kebara, que demostrara lo que él piensa desde hace años, cuando no había tecnología para comprobarlo. Que esos huesos son la prueba física de que sapiens y neandertales no fueron especies distintas, y que en algún punto de la historia engendraron hijos entre sí. “Todavía estamos discutiendo si es un neandertal o no. Tiene muchos rasgos de ellos, pero también otros modernos, y este hueso que nos dice que podía hablar”, dice Baruch Arensburg. “Yo pienso que es un hijo de ambos, o al menos un nieto del nieto. Con un estudio genético hoy lo podríamos saber, y creo que se lo van a hacer. Me gustaría vivir para verlo”.

En la espera, dice, seguirá ocupado de otros huesos, otras muertes, otros misterios. Como lo ha hecho toda su vida.

Relacionados