El equipo de la UDD publicó en “Nature Communications” un artículo fundacional sobre la ancestría genética de los chilenos. En un país mestizo, distinguir e identificar las variables clave de los genomas amerindio, europeo o africano era el primer paso para futuros tratamientos.
Para llevar un cuarto de siglo encontrando explicaciones a todo lo que la rodea en los tres mil millones de pares de bases que contiene el genoma humano, la doctora Gabriela Repetto tiene una respuesta poco genética para explicar cómo una pediatra se transformó en directora del Centro de Genética y Genómica de la U. del Desarrollo, uno de los más avanzados del continente. Dice que la culpa la tuvieron una serie de casualidades.
La historia parte en 1991, con ella aterrizando en Madison, recién graduada de Medicina en la U. Católica, y con un año y medio de espera antes de comenzar su beca de Pediatría en la U. de Wisconsin. Para matar el tiempo, había pedido una lista de los laboratorios en los cuales podía ayudar. Quería uno del que no supiera nada. Una década antes de que se lograra secuenciar el genoma humano, eligió el que le sonó a vanguardia: el programa de terapia génica. Y lo que allí vio -cuenta hoy, mientras en los cuartos contiguos a su oficina una decena de investigadores buscan las claves del genoma chileno para luchar contra el hanta, el cáncer de vejiga o la piel de cristal- le cambió la vida.
En el laboratorio le tocó recibir a pacientes con enfermedades como distrofia muscular, sacarles una gota de sangre y luego buscar en ella, con tecnología que la asombraba y que ya no sirve para nada, las respuestas. Poco después, se ganaría una beca para estudiar Genética en el Hospital de Niños de Harvard, se especializaría en enfermedades congénitas al corazón -la segunda causa de muerte infantil en Chile-, y se obsesionaría con una: la deleción del cromosoma 22, poco conocida, pero silenciosa causa de que uno cada cuatro mil niños chilenos sufra cardiopatía, fisura en el paladar, problemas de aprendizaje o hasta esquizofrenia. Tres cuartos de ellos ni siquiera saben que la tienen.
A ese mal llegó, otra vez, por casualidad: durante su estadía en Boston se descubrió su causa, y lo que vino después fue una epidemia de niños diagnosticados, y una carrera científica por entender qué genes causaban que ese cromosoma viniera mutilado. En 2003, ella metería a Chile en esa búsqueda, inaugurando el primer centro de genética de enfermedades del país, y reclutando especialistas para buscar respuestas a distintos males con una pregunta en común: ¿qué hay en el ADN que hace que algunas personas se enfermen y mueran por un mal, y otros no acusen recibo? “Lo que buscamos es saber lo que nos hace distintos”, dice la doctora. “La esencia de la genética”.
En esa carrera, que comparten con el programa ChileGenómico de la U. de Chile y con el proyecto Candela en la U. de Tarapacá, el 17 de marzo se anotaron una victoria: la publicación en Nature Communications de un artículo fundacional sobre la ancestría genética de los chilenos. En un país históricamente mestizo, distinguir el porcentaje de genoma amerindio, europeo o africano, e identificar las variables claves para detectarlos -cada uno tiene distintas variables genéticas, que previenen o favorecen enfermedades- era el primer paso en el camino a futuros tratamientos. “Casi todos los estudios que existen son europeos, y las variantes pueden ser distintas: en fibrosis quística, los test que allá detectaban el 90% de las mutaciones, acá no pasaban del 50%. Por eso empezamos a secuenciarlo nosotros”, dice Gabriela Repetto. “Cada vez es más barato leer genes, pero cada país va a tener que desarrollar su propia capacidad de interpretación”.
El estudio que publicaron necesitó de 313 individuos, 750 mil variantes genéticas para cada uno, y un cerebro capaz de hacer algo con todo eso. Lo encontraron en Susana Eyheramendy, una bioestadística de la U. Católica que, luego de trabajar en predicción climática y en el desarrollo de algoritmos para clasificación de texto virtual, se había fascinado con las posibilidades estadísticas de la genética. Le parecía otro código, uno más complejo, para descifrar. Cuando Repetto le propuso trabajar con ellos, ya había vuelto de Oxford, donde había sido la única latina miembro del equipo del HapMap, el proyecto de diferenciación genómica más grande del mundo, y entremedio, había trabajado analizando enfermedades genéticas en grupos de alemanes de Augsburgo, que durante siglos no se habían mezclado sino entre sí. Lo que le pidió Repetto en 2012 era algo mucho más complejo que eso: hacer lo mismo, pero con la población chilena, completamente mestiza.
El paper de ancestría, en que también participó el bioantropólogo Felipe Martínez -y que arrojó datos como que el chileno promedio está compuesto de un genoma 44% amerindio y 52% europeo, con hasta un 4% africano en el norte; y el 99% de su población es mestiza-, fue un derivado del foco principal: identificar en los 313 individuos -todos con deleción del cromosoma 22 o hanta- los genes responsables del desarrollo de ambos males, y empezar a idear una forma de contrarrestarlos. Los primeros resultados les llegarán en un mes para hanta, donde los softwares escritos por la bioestadística han acotado a un centenar los posibles puntos del genoma sospechosos. Luego se los entregará a la doctora Cecilia Vial, a cargo de esa línea de investigación, para que busque la respuesta a por qué el virus de un ratón, que en algunas personas no pasa de un resfrío, en otras produce la muerte por colapso pulmonar.
Otro objetivo era definir cien marcadores, entre los 3 mil millones pares de bases del genoma, que mejor diferenciaran la ancestría amerindia de la europea, para no confundir esas divergencias naturales con mutaciones sospechosas de causar enfermedades. Lo lograron, pero Eyheramendy lamenta que el Ministerio de Salud no les haya permitido incluir una hoja en la Encuesta Nacional de Salud, preguntando disposición a donar muestras genéticas a individuos de pueblos originarios. “Sería increíble poder acceder a una población mapuche o aimara. Mientras más puros sean, podemos entender más nuestros genomas, y relacionarlos mejor a enfermedades”, dice. “Pero todavía hay mucha ignorancia, y tienen miedo de que se haga un mal uso”.
Mientras esperan los resultados en deleción del cromosoma 22, un tercer estudio comienza a arrojar datos preocupantes: la relación entre el altísimo nivel de arsénico en los tejidos de gran parte de los antofagastinos y el desarrollo de cáncer de vejiga. La investigación, a cargo del urólogo y genetista Mario Fernández, partió con la idea de echar un vistazo a los mitos sobre el arsénico en la II Región, y se transformó en algo muy serio. El consumo directo de agua sin tratar del río Toconce que tuvo la ciudad entre 1955 y 1971, explica el doctor, con 600 microgramos de arsénico por litro -acumulado por causas naturales, pero seis veces mayor al máximo permitido-, ha generado en las últimas décadas un efecto proporcional: la cantidad de personas enfermas de cáncer de vejiga ha sido seis veces más alta que en el resto del país. Y por ser una enfermedad que suele desarrollarse pasados los 60 años, el peak todavía no llega. “Es espantoso, uno de los niveles más altos que ha habido en el mundo”, dice Fernández. “Y las autoridades nunca han hecho nada por esto. Nada. El punto de vista siempre ha sido si hay contaminación actual, y es verdad: hoy no hay arsénico. Pero sí lo hay en los tejidos”.
La estrategia del grupo, que hoy está estudiando a 140 antofagastinos con cáncer de vejiga -de los 60 que se enferman al año en la ciudad-, es, como siempre, encontrar los genes específicos que determinan que alguien contraiga la enfermedad. Conseguido eso, la idea es en el futuro plantear un chequeo genético barato y masivo para una ciudad donde demasiada gente está en el rango de posibilidades. Todos los que tomaron agua. Hoy tienen cuatro áreas del genoma en sospecha, y para fin de año quieren publicar un primer artículo al respecto.
Las respuestas, por ahora, siguen estando en la sangre.
LO QUE CUENTAN LOS GENES
Las preguntas de la sangre recorren también los intrincados pasillos de Medicina en la U. de Chile, donde el programa ChileGenómico lleva tres años queriendo responderlo todo. Con una mirada científico-antropológica, el grupo que reúne a 11 genetistas, tres salubristas y un sociólogo entró en la carrera genética chilena disparando para todos lados. Lo primero que hicieron, cuenta su directora, la doctora Lucía Cifuentes, experta en genética de población urbana, fue lo más ambicioso que podían: la secuenciación completa del genoma en 18 chilenos, con sus 3 mil millones de marcadores. La idea, aparte de ser los primeros en marcar ese logro, era definir la total variabilidad genética -lo que nos hace diferentes a los demás- del genoma promedio nacional. Encontraron 250 mil variantes que nunca habían sido escritas en ningún otro lugar. “Necesitábamos partir por ahí, porque si aplico las herramientas del resto del mundo, voy a encontrar variables del resto del mundo”, explica la doctora. “Conocer las diferencias del genoma chileno nos permite entender qué políticas públicas de salud irían mejor en cada región, con respuesta a qué fármacos y tratamientos”.
El estudio principal, del que escogieron esos 18 genomas, es el más grande que se ha hecho en el país. Comenzó con la recolección de muestras de 3.200 chilenos, y siguió con el análisis genómico de 475 de ellos, divididos por ciudad y nivel socioeconómico. El objetivo era crear un mapa que sirva de guía para investigaciones y políticas públicas en salud, y un método de detección rápida de ancestría, con la selección de un centenar de marcadores que ahora probarán en 2.500 individuos. Los resultados preliminares, que publicarán este año junto al lanzamiento de una base de datos abierta a los investigadores del país, incluyen tanto datos geográficos como socioeconómicos del genoma chileno. Por ejemplo, que el 40% de éste en la población ABC1 de Chile es amerindio, frente a un 44 y 48% en C2 y C3, y un 54% en D y E. “Este es un país tan segregado, con tanta discriminación y tanta tranca frente a la población indígena”, dice el bioquímico Mauricio Moraga. “Si hacemos un estudio con ADN mitocondrial, que no se mezcla, podríamos darnos el lujo de ir donde los gerentes de este país a mostrarles sus abuelitas indígenas”.
El año pasado, Moraga comenzó a trabajar junto a Ricardo Verdugo, un genetista del grupo con el que comparte su fascinación por buscar en la sangre la historia de las poblaciones americanas, en un nuevo proyecto, Patagonia, que pretende llevar el análisis genómico en Chile a otro nivel de resolución, estudiando y secuenciando los genomas de de los pueblos originarios, con muestras conseguidas en proyectos antiguos. Con el apoyo de la National Science Foundation de EE.UU., están analizando el genoma de un centenar de huilliches, pehuenches, yámanas, kawésqar y chonos, con el objetivo de afinar el conocimiento de nuestra predisposición genética a distintas enfermedades, pero sobre todo para buscar en esos genes una historia de migraciones y adaptación al entorno que nunca ha sido contada. “Tenemos cero conocimiento de esa mitad de nuestra historia. De dónde venimos, de qué población, cómo vivíamos. No tenemos identidad, porque fue borrada a propósito”, dice Verdugo. “Hoy sabemos que esa parte sólo podemos estudiarla molecularmente, en nuestro ADN, que aún tiene esa conexión con el pasado”.
En esa búsqueda, están secuenciando dos genomas de entre 900 y 2.000 años, con una técnica de frontera que extrae ADN de los huesos. Aparte de ellos, también hace eso en Chile el genetista Francisco Rothhammer, ex director del Departamento de Genética de la U. de Chile y formador de muchos de los investigadores que hoy ejercen en el área. Ahora en la U. de Tarapacá, lleva ocho años intentando descifrar genéticamente -con muestras de sitios como Monte Verde- cómo evolucionaron los primeros habitantes del país, hace 12 mil años, hasta las personas que lo ocupamos ahora. También lidera la base chilena del proyecto Candela, un estudio internacional que busca responder las mismas preguntas de ancestría, pero en 7.500 genomas de seis países de Sudamérica.
Junto a la genetista Macarena Fuentes, está a cargo de las 2.050 muestras chilenas del programa, y a diferencia de los otros grupos, al tomarlas anotan los rasgos físicos de cada individuo. Ojos, pelo, altura. Uno de los objetivos del proyecto, aparte de generar datos de ancestría que han publicado en revistas locales, es descubrir en los genes chilenos conexiones con apariencia que permitan utilizar esa información de forma forense. “Imagina que hay un crimen. Ya podríamos tipificar el gen que determina la forma del pabellón de la oreja, y hemos avanzado en textura del pelo y color de ojos”, dice Rothhammer.
Como en todos los demás objetivos, dice el genetista, autor de más tres centenares de artículos al respecto, sólo necesitaría una cosa. Encontrar una gota de sangre.