Ni siquiera Maxwell, un hombre de inhumana modestia, les daba a sus ideas la importancia que merecían. En su famoso discurso presidencial en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, de 1870, Maxwell casi no habló de su revolucionaria teoría electromagnética.
Amanece. La oscuridad comienza a ceder lentamente, dando paso a un magnífico lienzo de un azul profundo que se aclara hacia el horizonte en fulgores anaranjados y violetas. Un hombre contempla este espectáculo desde la inmensidad de Hyde Park. Ha pasado la noche en vela, completando unos cálculos cuyos resultados lo tienen en un estado de éxtasis y aturdimiento. Lo embriaga la sospecha de haber completado un proyecto de una década, abierto por aquel ensayo “sobre las líneas de fuerza de Faraday” que presentara en la Sociedad Filosófica de Cambridge cuando tenía sólo 24 años. Salió de su casa de Palace Gardens Terrace y caminó largos minutos con la mente ausente. Ahora repasa con el corazón palpitante cada una de las palabras que su admirado Michael Faraday le había escrito o dicho, y eso le infunde la confianza que no es capaz de encontrar en sus propios razonamientos. Levanta la vista hacia el amplio horizonte que ofrece este rincón de Londres y se pregunta si será cierto que acaba de desvelar, y sólo él lo sabe de momento, la íntima naturaleza de la luz.
Con el paso de los minutos el cielo va tomando el color celeste de un dibujo infantil. Otros transeúntes se regocijan con el espectáculo de esa hermosa mañana. Nadie, sin embargo, podía verlo como Maxwell. El escocés no sólo veía el resplandor mágico de la luz del alba. Frente a sus incrédulos ojos, el espacio se presentaba como una maquinaria de engranajes invisibles que daban sustento a lo que Faraday y él, también Lord Kelvin, llamaban campo electromagnético. A pesar de que entre el Sol que se asomaba en el horizonte y sus ojos no se interpusiera más que la atmósfera terrestre, Maxwell tenía excelentes razones para pensar que debajo de esta apariencia yacía una gigantesca red de engranajes, con sus tensiones y esfuerzos. Algo parecido a un fluido que lo llenaba todo. Las ecuaciones con las que estaba trabajando arrojaban un resultado estremecedor: las vibraciones del campo electromagnético se propagaban a unos 300.000 kilómetros por segundo… ¡como la luz! La atmósfera encendida que daba al cielo esos hermosos colores, entonces, debía ser el resultado de ondas electromagnéticas emitidas desde la superficie ardiente del Sol, vibraciones que viajaban ocho minutos a través de ese fluido invisible que ahora veía con claridad.
“Vengo de los fuegos empíreos /desde espacios microscópicos /donde las moléculas con feroces deseos /tiemblan en abrazos ardientes./ Los átomos chocan, los espectros resplandecen (…)”, escribía Maxwell en un poema dedicado a Peter Tait, uno de los padres de la termodinámica. El lugar de los fuegos empíreos era, desde Aristóteles, el del cielo etéreo; es decir, donde se encontraba el éter. ¿Acaso el fluido invisible del que hablaba Maxwell?
MODESTIA APARTE
El calado del revolucionario trabajo de Maxwell fue tan hondo que no fue comprendido hasta más de una década después. Ni siquiera él alcanzó a darse cuenta del impacto de su obra. Es que tan pocas dudas caben de que el trabajo científico más importante del siglo XIX fue El origen de las especies de Darwin, como de que el siguiente en relevancia fue Una teoría dinámica del campo electromagnético, publicado hace 150 años. El 1 de enero de 1865 se hizo la luz y la historia de la ciencia experimentó un vuelco extraordinario, crucial para que los descubrimientos se sucedieran a un ritmo vertiginoso hasta nuestros días.
Fueron dos los escollos que inicialmente dificultaron la difusión de lo que hoy conocemos como las ecuaciones de Maxwell. Por una parte, su teoría era matemáticamente complicada, fuertemente influida por la forma británica de hacer ciencia por aquel entonces, en donde imperaban los modelos mecánicos y basados en la dinámica de fluidos. Esclavo de su tiempo, Maxwell intentó formular su teoría en este lenguaje, complicándola mucho más de lo necesario. Esa sustancia que todo lo llenaba y cuyas vibraciones daban lugar a ondas electromagnéticas se asoció con el mitológico éter. De hecho, teorías de la luz asociadas al éter ya se encontraban en textos del siglo XVIII, aunque fue Maxwell quien demostró una propiedad, característica crucial de las ondas electromagnéticas.
En segundo lugar, y peor aún, ni siquiera Maxwell, un hombre de inhumana modestia, les daba a sus ideas la importancia que merecían, por lo que no emprendió su difusión con mayor convicción. En su famoso discurso presidencial en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, de 1870, Maxwell casi no habló de su revolucionaria teoría electromagnética. Se refirió a ella tangencialmente como “otra teoría de la electricidad que yo prefiero”. No hubo más palabras para persuadir al auditorio de que no sólo no era una teoría más, sino que era la única capaz de dar cuenta de todos los fenómenos electromagnéticos que se observaban hasta entonces, incluyendo la propagación de la luz.
LAS ECUACIONES DE MAXWELL
La gran contribución de Maxwell fue acabar definitivamente con la “acción a distancia”, tácita y omnipresente desde los tiempos de Newton y siempre bajo sospecha. La gravitación universal, por ejemplo, era una teoría en la que dos objetos lejanos, digamos la Tierra y la Luna, se atraían a través del espacio sin tocarse, sin ningún mensajero o mediador. La sola existencia de la Tierra afectaba el movimiento de la Luna y viceversa, sin que resultara claro cómo sabían la una de la existencia de la otra. Lo mismo ocurría con las fuerzas eléctricas o magnéticas. Cargas eléctricas o imanes se atraían o repelían como si de manera instantánea “intuyeran” la mutua presencia. Esto era difícil de entender. Algún ente debía ser responsable de mediar estas interacciones.
Fue Faraday el primero en discutir esto en relación a las interacciones electromagnéticas. Al espolvorear limaduras de hierro cerca de un imán, estas se orientan formando líneas. Faraday las llamó líneas de fuerza y pensó en la posibilidad de que tuvieran una existencia real, independiente de los objetos que se colocaran sobre ellas (como las limaduras). Pero no disponía de los conocimientos matemáticos que le permitieran llevar lejos estas ideas. Tampoco disponía de las ecuaciones correctas. El pensamiento de Maxwell es heredero de estas primeras reflexiones en torno a la existencia de un ente real, que llena el espacio entre los cuerpos interactuando con ellos.
Las ecuaciones de Maxwell representan la culminación del trabajo de muchos científicos durante los siglos XVIII y XIX. Antes de 1865 se trataba de varias leyes independientes y algunas contradicciones entre ellas. Maxwell corrigió estas últimas y reunió estas leyes en una única estructura coherente. Pero lo más notable es que lo hizo reescribiéndolas de modo que el énfasis cambiaba de sitio. Ya no eran tan importantes las cargas eléctricas y los imanes. El papel protagónico pasaba a esta estructura que habita la totalidad del espacio: el campo electromagnético. Este cambio de énfasis permite una nueva perspectiva, en que la predicción de la luz como onda electromagnética resulta casi evidente. Lo desconocido se convirtió en evidente de un plumazo.
Faraday había demostrado que cuando un campo magnético vibra en el espacio produce campos eléctricos. Maxwell mostró que también era posible crear campos magnéticos agitando campos eléctricos. En palabras de Frank Wilczek, la gran lección de todo esto es: “Variando campos magnéticos producimos campos eléctricos, y variando campos eléctricos producimos campos magnéticos. Por lo tanto, estos campos pueden darse vida el uno al otro, produciendo perturbaciones que se autorreproducen, viajando a la velocidad de la luz. Desde entonces, entendemos que estas perturbaciones son la luz”.
EL ÉTER HA MUERTO: ¡VIVA EL CAMPO!
Si existía un medio cuyas propiedades dinámicas eran responsables de la propagación de la luz, debería poder medirse el viento que éste produce en el planeta Tierra debido a su movimiento en torno al Sol. A ello se abocaron Albert Michelson y Edward Morley, en un legendario experimento, sin encontrar pistas de que ese viento existiera. La velocidad de la luz parecía ser la misma en todas las direcciones. Había algo extraño. Algo que demandaría otra revolución intelectual. Maxwell no pudo ser parte de ella, ya que murió de un cáncer abdominal cuando tenía 48 años.
Pero la historia continuaría a sólo mil kilómetros de allí, en donde Hermann y Pauline, una joven pareja, se recreaba viendo a su primogénito de poco más de 7 meses riendo en la cuna mientras observaba los colores untuosos del amanecer. Era Albert Einstein, quien llegó al mundo justo a tiempo para recoger la posta lumínica del moribundo Maxwell. Con apenas 16 años, Einstein se imaginó intentando alcanzar un rayo de luz. Corriendo tan rápido que era capaz de ver los campos electromagnéticos oscilando, en reposo, a su lado. Esta posibilidad le pareció absurda. La luz debía verse igual, sin importar el estado de movimiento desde el que se la observaba. Diez años después, desde una oficina de patentes en Berna, llegó a la convicción de que el éter no era en absoluto necesario. El campo electromagnético era una cantidad fundamental, un protagonista excluyente del universo físico que podía sostenerse sin necesidad de medio alguno.
Maxwell concibió el concepto de campo, que también había intuido Faraday, pero no se permitió apostar por él como algo fundamental y nuevo. Siempre quiso verlo con los anteojos de la época, enceguecido por la mecánica de Newton. Por ello apostó por el éter, como todos sus contemporáneos, y tuvo que ser Einstein quien pulverizara esta posibilidad, volviendo a poner en relieve el estatus singular y elegante del concepto de campo. Toda la física moderna descansa en esta idea que, de tan luminosa, encegueció a su creador.