“No son muy filantrópicos en Chile. A nosotros nos donan plata los gringos, pero nunca he recibido de un chileno”, dice Whitlock. “No es que piense que todos estos chicos van a ser científicos, pero la ciencia tiene valor a todo nivel”.
La casona de dos pisos, en el cerro Playa Ancha, parece un centro cultural. El portón está cubierto por un grafiti que muestra a unos niños jugando con pájaros. Tras la fachada verde, en la sala principal, hay otro: una mapuche, un español y una mestiza tocan música, y un pájaro se posa sobre el chelo. Es lunes, y la estadounidense Kathleen Whitlock (51), neurobióloga del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso, también chelista y artista plástica, observa esa imagen. Ella la ideó, como toda la casona, que compró quemada en 2012 y reinauguró, con vitrales en las ventanas, al año siguiente. Y bajo los vitrales situó los microscopios, y en ellos los embriones de pez cebra, las trozos de cerebro, las muestras. Todas las cosas que transforman este centro cultural en lo que en realidad es: un raro y hermoso centro científico.
Abre la puerta de una sala y queda claro: a la izquierda hay una jaula de un erizo, conectada a una máquina que mide su actividad nocturna. A la derecha, los microscopios con embriones de pez cebra -una especie semitransparente perfecta para el estudio-. Al fondo, unos peces naranjas y blancos, los protagonistas de su experimento favorito: cada semana reciben distintos alimentos elaborados con restos de comida de los restaurantes de la zona. En la pared, un póster plantea hipótesis, combinaciones alimenticias y resultados. Otras láminas detallan los otros experimentos, y el suyo es el único nombre que se repite entre los grupos de autores, que siempre varían. Los otros son los de los niños del cerro, los estudiantes de su programa Ciencia Al Tiro, que la visitan cada viernes para dar sus primeros pasos científicos.
La científica observa el póster, y cuenta que se le ocurrió a un chico de la Escuela Básica Pacífico. También que en octubre del año pasado lo presentaron a un concurso nacional de ciencia del programa Explora. Y que lo que pasó allí, en esa ronda de colegios de la V Región, aún la enoja recordarlo. “Ganó un proyecto de un enjuague para la boca de un colegio particular”, dice Whitlock. “Pero cuando le pregunté a la directora del concurso cómo lo habían hecho mis chicos, me dijo: Bueno, tú sabes cómo hablan los estudiantes de escuela pública. Les falta vocabulario. Me dio rabia, y le dije: ‘Es lo que hay, pero esto se trata de ciencia’. Pienso que no les dieron puntaje sólo por ser pobres”.
Para entonces Kathleen Whitlock, doctora en Zoología en la U. de Washington y ex jefa de laboratorio en la Universidad de Cornell, había realizado seis talleres anuales, nunca había recibido una donación de un privado en Chile, y había postergado su carrera científica por esos niños.
Y sabía que no podía dejar de hacer lo que estaba haciendo.
EL LICEO MÁS DIFÍCIL
El camino a ese concurso había comenzado en 2008, pocos meses después de que asumiera como profesora de Biología General en la U. de Valparaíso. Había llegado un año antes desde EE.UU., junto a su esposo, el neurobiólogo chileno John Ewer, a quien había conocido en su doctorado. Antes, había sido una joven estudiante de recursos limitados, que estudiaba Biología y Arte en la U. de Nueva York, mientras se mantenía trabajando en restaurantes y tocando chelo en la calle, pero al aterrizar en Chile, ya tenía una treintena de papers, y era una referente en el estudio neuronal del sistema olfatorio. Tras realizar su posdoctorado, y pasar ocho años haciendo estudios en peces cebra en la U. de Cornell, llegó a Valparaíso. Y el bajo nivel de sus alumnos la impactó.
Poco después leyó, en un artículo en The Economist, un análisis sobre la desigualdad en la educación chilena, donde mencionaban que el liceo con peores resultado en el Simce quedaba allí, en Valparaíso. Luego supo, por un artículo en un diario -en que lo describían como un lugar sin ventanas, sin libros y lleno de perros-, que quedaba a no muchas cuadras de su universidad, en la Población Montedónico, y se llamaba Escuela República Árabe Siria. “Ahí entendí: muchos de mis estudiantes vienen de escuelas públicas, y su educación es horrible. Pero mis colegas están acostumbrados, y todos fueron a colegios buenos”, dice Whitlock. “Entonces pensé: ¿cómo puede haber algo tan malo al lado, y yo aquí encerrada? Sentí que tenía que hacer algo”.
Lo que hizo fue acercarse al liceo y empezar a realizar, junto a sus estudiantes de doctorado, un taller de ciencia experimental. La idea era motivarlos para que mejoraran su Simce, y convencerlos de que siguieran en colegios científico-humanistas, pero no fue fácil: pronto entendió que los alumnos apenas tenían expectativas de futuro. Pero de a poco se los fue ganando. Las clases solían ser caóticas, pero casi todos se interesaban. Con el tiempo, dice la científica, empezó a pasar algo importante: varios alumnos comenzaron a hablar de sus intenciones de ir a la universidad.
Duraron dos años allí. En ese lapso, se bautizaron Ciencia Al Tiro, y empezaron a recibir financiamiento de algunos fondos de la Iniciativa Científica Milenio, pero el robo de un andamio con que estaban refaccionando la sala de ciencias -poniéndole ventanas, pintándola- convenció a Whitlock de que tenía que conseguir un lugar propio si quería invertir en equipos. Entonces compró la casona con su dinero y el de algunos conocidos. Entremedio, se cambiaron a la Escuela Pacífico, luego de tener diferencias con la directora del República Árabe Siria. A fines de 2013, el centro cultural-científico abrió sus puertas.
El experimento más grande hoy ocupa el patio trasero de la casona. Es un intrincado sistema de tuberías y bidones construidos por la neurobióloga para generar acuiponía, una mezcla de acuicultura e hidroponía. En los bidones, peces criados por los estudiantes fertilizan el agua, y ésta pasa a una pequeña piscina con brotes de lechugas hidropónicas, que se nutren y a la vez renuevan el agua, reiniciando el ciclo. Los estudiantes regulan el pH, la cantidad de peces y lechugas, y las bacterias que permiten que el sistema funcione. “Ahora queremos introducir una especie de peces que podamos vender”, dice la científica. “Si funciona, quiero comprar un lote y poner tanques con peces para emplear a los chicos, y que los vendan a los restaurantes. Al menos tendrían un objetivo, porque muchas veces no tienen idea de qué hacer con sus vidas”.
EL LEGADO
Es un martes por la tarde, y la neurobióloga camina por la casona con un loro herido posado en su hombro. Es la mascota del lugar, que recogió de la calle y hoy cuidan sus alumnos. Este año son pocos: sólo media docena, que ya hicieron el taller pero siguen yendo porque quieren ser científicos. El año pasado pensó en cerrar el programa, agobiada tras no recibir financiamiento de Milenio y tener que arreglárselas con tres millones de la Fundación Chileno-Americana y el arriendo del segundo piso a una astrónoma. Le criticaban, al postular a fondos, que su programa impactaba en muy pocos niños, por lo que decidió este año atacarlo de otra manera: concentrarse en sumar a profesores a la causa.
Lo primero era recopilar su experiencia. Por eso, a fines del año pasado publicaron La alegría de la ciencia, un libro que enseña a realizar doce experimentos con materiales simples: hornos solares, motores eléctricos, biogás, brújulas, guateros químicos. El libro, ilustrado con acuarelas, está narrado por una estudiante ficticia, que resume a los chicos que pasaron por allí. Imprimieron 1.200 ejemplares, que venden y regalan a bibliotecas, y abrieron un concurso para 25 profesores de ciencia, que actualmente asisten a la casona a aprender a hacer experimentos. Luego los visitan en sus liceos. Este año, la U. de Valparaíso les financió una asistente de media jornada, luego de que Whitlock amenazara con renunciar si no recibía ayuda, pero sigue siendo una cruzada solitaria. “No son muy filantrópicos en Chile. A nosotros nos donan plata los gringos, pero nunca he recibido de un chileno”, dice la neurobióloga. “A mí me dicen algunos colegas: ‘Eres neurobióloga, ¿por qué no estás enseñando neurobiología?’. Y no es que piense que todos estos chicos van a ser científicos, pero la ciencia tiene valor a todo nivel”.
Pese a todo, ideas no le faltan: dice que le gustaría hacer su propio concurso para escuelas de bajos recursos, que quiere hacer un segundo libro, y que hay un grupo de la U. Andrés Bello que quiere abrir una sede de Ciencia Al Tiro en Santiago. También quiere postular a un fondo Explora Conicyt para hacer un programa de televisión que lleve sus experimentos a regiones, y le ha propuesto a la U. de Valparaíso idear un sistema paralelo a la PSU para que niños vulnerables ingresen a carreras de ciencia. Si todo resulta, dice, su sueño sería abrir centros científicos en regiones, donde doctorados y niños vulnerables pudieran compartir un espacio y la fascinación por la ciencia. Pero sabe que muchas cosas tienen que mejorar en el país para llegar a pensar en eso.
“Yo sé que esto no es más que una gota en un mar de problemas. Pero si hay un chico que en diez años habla conmigo y me dice: Yo fui tu estudiante, y ahora estoy en la universidad estudiando Biología; yo podría morir contenta”, dice Kathleen Whitlock. “En Cornell es fácil esconderte en tu laboratorio, pero acá la realidad la ves en todos lados. La ciencia no puede seguir siendo una isla”.