Por Por José Edelstein, académico de la U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UNAB Junio 24, 2015

"Inge Lehmann demostró que el núcleo de la Tierra es sólido. Henrietta Swan Leavitt identificó la relación entre el período y la luminosidad de las cefeidas, permitiendo asegurar que esta galaxia era una de muchas. Emmy Noether enseñó que la simetría estaba en el centro de toda teoría física". 

No me culpes, mujer, por no poder apartar los ojos del lugar que ahora ocupas. Por no poder dejar de mirarte. En el interminable murmullo de las calles de la ciudad, en el repiqueteo insidioso de la lluvia sobre sus techos, entre el cielo y el suelo, en el paso resuelto del tiempo, entre recuerdos o visiones, simplemente estoy perdido. Y tú, nadie más, eres el punto de apoyo reclamado por Atlas, la única referencia clara que me permite encontrar mi sitio en el universo.

No me malinterpretes, te lo ruego, si me recreo contemplando las dos columnas sobre las que se yergue el resto de tu cuerpo. Ellas descansan en suelo firme, se mueven sobre la multicolor superficie de nuestro planeta, envoltorio de una realidad física tan distinta. ¿Sabes que alguna vez la gente pensó que la Tierra era hueca? Sí, no te rías, ya sé que todavía son muchos los que lo piensan. Pero la Tierra es firme como tu impronta en mí, hasta unos tres mil kilómetros bajo tus pies descalzos. Luego, sus entrañas se tornan líquidas, ardientes y tempestuosas. Y en el centro del caldo infernal, una esfera sólida y resplandeciente, un poco más pequeña que la Luna, hecha de níquel y hierro flotando en el magma, como las perlas que nadaban en la inconsistencia resbaladiza de la ostra y ahora enmarcan tu sonrisa.

No fue necesario hacer un agujero en la tierra para encontrar su núcleo sólido. No es posible cavar tan profundo hacia el interior de nuestro planeta. Lo que sí es posible es auscultar a la Tierra cuando un terremoto la azota, como lo hace una pediatra con un niño que tose. Las ondas sísmicas que nacen en la corteza, atraviesan y sacuden al planeta. Midiendo su intensidad en distintos lugares de la Tierra, con la paciente dedicación de la pediatra, podemos reconstruir una ecografía planetaria que nos revela su constitución interior. Y el núcleo sólido emerge tan claro de esa exploración como la existencia de los bronquios.

No hace falta que te apresures a decirme que ya lo sabías. No lo dudo. Es mía la necesidad de llenar el silencio con estas palabras, para poblar un universo que de otro modo me resultaría misterioso e inabarcable. Si no respondieras a mi mirada con la tuya me perdería irremisiblemente. Tú eres consciente de nuestra pequeñez. De la desconcertante inmensidad del cosmos. ¿Puedes creer que hace no mucho tiempo pensábamos que sólo existía una galaxia? Una única acumulación de estrellas, quizás infinita, o tal vez una suerte de barcaza luminosa surcando la oscuridad de un universo vacío. ¡Otra vez te sonríes! Aun cuando mis palabras no sean novedosas para ti, aunque puedas adivinarlas antes de que abandonen mis labios, déjame decirlas todas. Como si escucharas una canción que no por conocida deja de conmoverte.

No fue hasta 1912 cuando se descubrió que las cefeidas, estrellas de luminosidad variable, tenían esa propiedad notable que las caracteriza: su resplandor aumenta y disminuye en un período de tiempo bien determinado. Mientras mayor es ese período, sabemos que la estrella es más luminosa. Es así como podemos saber su luminosidad intrínseca. Conociendo esto, es posible concluir a qué distancia están, observando cuán luminosas las vemos desde nuestro planeta. Una obra maestra en el arte de la deducción, ¿no crees? Así fue como supimos que Andrómeda era otra galaxia, mucho más lejana que cualquiera de las estrellas que vemos en el cielo nocturno, a dos millones y medio de años luz de distancia. Con el tiempo aprendimos que nuestra galaxia es sólo una más entre las miles de millones que podemos observar.

¿No se justifica, mujer, que levante mi copa para festejar la increíble fortuna de estar junto a ti en esta vasta flotilla cósmica? Una embarcación de más de cien mil años luz de eslora en la que viajamos junto a cientos de miles de millones de estrellas. ¡Y hay otras cien mil millones de flotas semejantes! Pero el destino quiso que, siendo tanta la inmensidad del universo, estés aquí, a mi lado, sobre el mismo planeta rocoso de vísceras ardientes, orbitando la misma estrella.

No deja de conmoverme el pensar que todos esos soles que nos acompañan en nuestro cósmico peregrinar estén hechos de lo mismo. Casi todo es hidrógeno, el átomo más común del universo. Es increíble, porque nosotros somos una excepción: apenas la décima parte de nuestros cuerpos corresponde a estos átomos. Es extraño pero podemos tener la certeza de ello estudiando cuidadosamente la luz que emite toda esta materia luminosa: tres cuartas partes del peso de todos los átomos que observamos son hidrógeno. ¡Cuán extraño es tu imperio, mujer! No estoy en condiciones de cuestionarlo. Ya lo dije antes, entre el centro sólido de nuestro planeta y las galaxias que nos miran desde la inmensidad, tú eres el absoluto para mí. La referencia que da sentido a un universo cuya única función es servirte de decorado.

No se me escapa el hecho de que casi todo lo que nos rodea luce casi idéntico. ¡Tantas galaxias parecidas! ¡Tantos soles confundibles entre sí! Busco alguna jurisprudencia que respalde el hecho de que tus átomos y moléculas sean los importantes, los únicos importantes. Como si fuera posible rotularlos, como aquellos calcetines que llevábamos de campamento. Como si no estuvieran compuestos de electrones y quarks idénticos a los míos, a los de la flor que aceptaste ensortijar en tu pelo. Como si estuvieran hechos de alguna materia desconocida, jamás develada en los laboratorios de nuestro planeta. ¿Te ríes?

No creas que lo mío es fruto de un incorregible romanticismo. Pero es que esa materia que obró el milagro de forjarte es minoritaria en el universo. Conoces perfectamente bien la locura de que el 85% del contenido material del cosmos está conformado por una sustancia misteriosa y etérea, que apenas interactúa con nada, salvo por la atracción gravitacional que provoca y que parece estar detrás de la organización de las galaxias en grandes macroestructuras. La materia oscura, ese fantasmagórico componente de la naturaleza, es el más común pero el que menos comprendemos. Nadie la ha visto directamente. Jamás. Sabemos que está allí, sin embargo, por los efectos que su gravedad produce en el movimiento de los cuerpos celestes.

No podrás negarlo, mujer: ¡qué bello es el cosmos! ¡Qué hermosas resultan las leyes que lo esculpen, permitiendo tu existencia aquí, en el centro de todo! Aunque no las conozcamos en su totalidad. Aun cuando sólo hayamos sido capaces de atisbar algunos retazos de la legislación universal y no alcancemos a comprender por qué su lenguaje es el de las matemáticas. Pero pudiendo haberlo hecho, no ha elegido el universo un sistema de leyes complicadas y abarrotadas de accesorios. La belleza de sus leyes es despojada. Como la tuya cuando, como ahora, no te maquillas. Y yo lo celebro. Por muy sofisticada que pueda ser la matemática que late en el corazón de sus teorías, siempre se ha dado el caso de que priman los conceptos más hondos y las estructuras más elegantes.

No es extraño que la belleza haya sido una de las guías más importantes en la construcción de nuestras teorías. Si bien no es fácil definirla. Ni siquiera sé definir tu belleza, a pesar de que ésta me deslumbre a diario. Sé, ¡claro está!, que algo tiene que ver con la simetría, con esa disposición equilibrada y armoniosa de tu cuerpo. Pero también con esas sutiles asimetrías, como la de tu cabello volcado caprichosamente sobre el hombro izquierdo. La simetría ha sido la antorcha que ha iluminado el laberinto de nuestra ignorancia en la búsqueda de la teoría final, esa utopía científica que, aunque inalcanzable como el horizonte, cumple la función de hacernos avanzar. Esa piedra filosofal contemporánea que promete ser capaz de describirlo todo, desde el brillo de la piedra en tu piercing umbilical hasta el misterio insondable de tu sonrisa. Desde el origen del universo hasta su ocaso.

No alcanzaré a comprender jamás, aunque lo celebro, el que estas misteriosas leyes hayan conspirado para crearte. Disponiendo cada célula de tu biología en el lugar preciso. ¡Qué ganas de saber cómo fuiste posible, mujer! De entender cómo el material genético que atesoran los núcleos de tus células fue capaz de constituirte. ¡Quiero conocer cada una de las bases de tu ADN! Leer y releer esa molécula maravillosa que sabe tanto de ti. Allí quizás esté la esencia de todo, la razón de ser de las galaxias y los soles, de este planeta y sus entrañas, de todo lo que te rodea y te sirve de escenario. Quizás esa molécula, la tuya, no sea más que el perfecto destilado de todo el universo. Mujer, mantenme cerca de tu corazón, no importa la distancia, no nos separemos. Después de todo, está escrito en las estrellas, como dijo Lennon poco antes de que una bala lo callara para siempre.

No puedo negar a estas alturas que sea ésta una declaración de amor. Pero me falta decirte lo más importante. Lo que más me gusta de ti y te hace irresistible. Eres parte de la saga maravillosa de todas las mujeres que laten dentro tuyo. De Inge Lehmann, gracias a quien sabemos que el núcleo de la Tierra es sólido. De Henrietta Swan Leavitt, que identificó la relación entre el período y la luminosidad de las cefeidas, permitiendo asegurar que esta galaxia era una de muchas. De Vera Rubin, quien observando el movimiento de estrellas en la galaxia conjeturó la existencia de la materia oscura. De Emmy Noether, que nos enseñó que la simetría estaba en el centro de toda teoría física. De Rosalind Franklin, una de las responsables del descubrimiento de la sofisticada estructura helicoidal de la molécula de ADN.

No se me escapa que para ellas fue todo mucho más difícil. Porque no las querían allí y, a pesar de ello, lucharon denodadamente por ser parte de la misión de exploración más maravillosa: la aventura de la ciencia. Fueron parte de la romántica y humana locura de pretender saber algo del universo y sus leyes. Frente a la injusticia y la incomprensión, mantuvieron la frente en alto, con alegría y entereza. Con la dignidad que desprende tu mirada en este momento. Eres mujer y científica, heredera de un linaje sin igual. Y eso, fundamentalmente, es lo que te hace hermosa.

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