Un minuto antes de que el B-29 arrojara la bomba de plutonio, otro bombardero lanzó algunos instrumentos, entre los que se encontraba adosada una carta anónima dirigida al físico japonés Ryokichi Sagane. No estaba firmada.
El jueves 9 de agosto de 1945 a las 10:45 de la mañana el silencio de la antigua ciudad de Kokura se vio interrumpido por el rugido de dos bombarderos B-29 de la fuerza aérea norteamericana. La tranquila ciudad del sur de Japón se sumergió de inmediato en el estruendo de la artillería antiaérea y las sirenas. Tres días antes, a sólo 150 kilómetros, la primera bomba de uranio había sido lanzada sobre la población de Hiroshima. Las noticias de la destrucción y el horror estaban frescas en la memoria de los aterrados habitantes de Kokura, a pesar de que ignoraran que su propia ciudad era el plan B del piloto del Enola Gay, en caso de que las nubes restaran visibilidad sobre Hiroshima.
Kokura era el blanco elegido para la bomba de plutonio y por ello la sobrevolaban los B-29. Unos minutos después, sin embargo, retornó el silencio. Distinto. Tenso y amenazante. Quince minutos más tarde la bomba de plutonio fue detonada sobre la ciudad de Nagasaki, el plan B de esa misión. Las nubes sobre el cielo de Kokura y la densa humareda negra provocada por los incendios de la vecina Yawata, bombardeada el día anterior, llevaron al piloto a abortar la operación original y cambiar su rumbo al suroeste. Equidistante entre Hiroshima y Nagasaki, la vida de los habitantes de Kokura siguió adelante como fruto de unas caprichosas nubes pasajeras.
DE BERLÍN A KOKURA
Unos cincuenta años antes, Kokura había sido el sitio elegido para silenciar a un destacado intelectual japonés. Mori Ogai, poeta, novelista, médico y crítico literario, fue enviado allí como médico jefe de una base militar. El exilio interior en este remoto confín del país atenuaría el ruido incesante que Ogai provocaba, tanto en el mundo literario como en el científico. Había sido enviado a Alemania en 1884 para estudiar los avances de la medicina europea, en tiempos en los que Japón había decidido abrirse culturalmente a Occidente. De regreso, encontró una fuerte oposición entre sus pares. La medicina tradicional japonesa no quería claudicar ante las novedades que este joven traía de Europa. “La medicina no es ni occidental ni japonesa. La medicina es universal y hay sólo una manera de alcanzar este nirvana: la investigación”, escribió Ogai en 1889. Su espíritu indómito lo llevó a acumular enemigos, a quienes enfrentaba en columnas y revistas que editaba en Tokio. Su lucha se hizo más difícil desde el ostracismo de Kokura.
Mori Ogai había estudiado en Berlín bajo la dirección de Robert Koch, poco después de que éste encontrara el bacilo que provoca la tuberculosis. Alemania era un paraíso para la ciencia y la cultura. Allí mismo, un siglo antes, el químico Martin Klaproth había descubierto el uranio, elemento que con sus 92 protones era el de mayor número atómico conocido hasta entonces. El nombre fue un homenaje manifiesto a su compatriota William Herschel, quien poco antes había descubierto Urano, el planeta más remoto que se conocía. El reinado del uranio duró 150 años, hasta que el año 1940 vio nacer a dos nuevos integrantes de la tabla periódica, los elementos 93 y 94. Se habían fabricado en el Lawrence Berkeley National Laboratory de California. Para Edwin McMillan y Philip Abelson fue evidente que el elemento que sigue al uranio debía llamarse como el planeta que sigue a Urano. El neptunio, sin embargo, era un átomo inestable que en cosa de días se transformaba en otro. Este último fue aislado e identificado por Glenn Seaborg a fines de ese año. Tenía 94 protones, por lo que no tardaron en llamarlo, con lógica transparente, plutonio.
LA INESTABILIDAD DE LOS NÚCLEOS ATÓMICOS GRANDES
No es tarea fácil ensamblar núcleos atómicos grandes. Los protones se repelen eléctricamente, por lo que se requiere mucha energía para acercarlos hasta volúmenes suficientemente pequeños de modo tal que las fuerzas nucleares actúen y logren unirlos. Para mejorar el pegamento nuclear se requieren neutrones, partículas similares a los protones, pero sin carga eléctrica. En el caso del uranio, son necesarios 146 neutrones para estabilizar, en la medida de lo posible, a los 92 protones del núcleo. Se lo conoce como uranio 238 (92+146=238), para diferenciarlo de otros isótopos, menos comunes, con más o menos neutrones. Por ejemplo, el uranio 235, combustible de la bomba de Hiroshima.
El uranio 238 es inestable, como lo son todos los elementos de número atómico mayor a 93. Se desarman, emitiendo radiactividad y transmutando en otros núcleos más pequeños. Es lo que se conoce como fisión nuclear. El uranio 238 tiene una vida media mayor que la edad de la Tierra, por lo que no ha tenido tiempo de desaparecer por completo de nuestra corteza, y para todo efecto práctico es estable. Elementos de mayor número atómico son aun más inestables y, si existen en forma natural, es sólo en trazas insignificantes. Normalmente se trata de subproductos de la desintegración del propio uranio. Un buen ejemplo es el plutonio 239, que resulta del decaimiento del uranio 238 cuando absorbe un neutrón más. Como todos los núcleos pesados, el uranio fue creado en grandes explosiones estelares, las supernovas, cuyas enormes energías fueron capaces de contrarrestar la repulsión eléctrica para ensamblarlos. Estas energías fabulosas pueden ser liberadas si de alguna manera facilitamos el desensamblaje.
LA IMPORTANCIA DE LA MASA CRÍTICA
La clave de una explosión nuclear es el efecto dominó de una reacción en la que el núcleo atómico se parte en dos por el impacto de un neutrón, liberando en el proceso dos o tres neutrones, que a su vez partirán otros núcleos. Si hay disponibles suficientes núcleos como para que no haya neutrones desperdiciados (al no tener carga eléctrica les resulta sencillo pasar desapercibidos), se produce la reacción en cadena que lleva a la liberación de una cantidad enorme de energía en muy poco tiempo. A ese número suficiente de núcleos atómicos se lo denomina masa crítica. Si un núcleo se parte, emitiendo dos neutrones, en el siguiente paso serán dos los núcleos que se partirán, emitiendo cuatro. Luego 8, 16, 32… al cabo de, por ejemplo, 80 iteraciones, el número de núcleos partidos será de un billón de billones. Cada paso lleva menos de una millonésima de segundo, por lo que toda esta coreografía de núcleos rotos es prácticamente instantánea.
El plutonio 239 tiene dos ventajas respecto del uranio 235. El número de neutrones emitidos en cada paso es tres, por lo que hace falta menos iteraciones para liberar la misma cantidad de energía. En el ejemplo anterior, 50 en lugar de 80. Esto implica que la masa crítica es menor: el equivalente a una lata de cerveza ordinaria. Teniendo en cuenta que estos materiales son muy escasos, esta es una gran ventaja. Además, el plutonio 239 es un subproducto estándar del uranio 238 en cualquier reactor nuclear. Hasta aquí las ventajas. El problema es que la bomba de plutonio tiende a detonar antes, al ensamblarse, debido a la inevitable presencia de plutonio 240, que tiene la inoportuna costumbre de fisionarse espontáneamente, sin necesidad de un neutrón incidente. La ingeniosa (y compleja) solución a este problema fue la implosión: se colocan explosivos rodeando una esfera con plutonio y al detonar, la esfera se contrae comprimiéndolo, impidiendo a los neutrones escapar. Por eso la bomba de plutonio reservada para Kokura era esférica y por ello también era necesario probarla antes.
Poco antes del amanecer del 16 de julio de 1945 se hizo estallar la primera bomba de plutonio, en Alamogordo, Nuevo México. Científicos y militares observaron la explosión cuerpo a tierra, a 14 kilómetros de distancia. Se había instalado un sofisticado sistema de medición para determinar la energía liberada por la explosión. Tan pronto como el cielo se encendió con un resplandor nunca antes visto, uno de los científicos se puso de pie, sacó del bolsillo papel picado y lo dejó caer. Los primeros pedacitos cayeron a sus pies. El bramido de la explosión tardó unos 40 segundos en llegar, tal como el trueno es más lento que el rayo, y en el momento de su arribo el estruendoso soplido se llevó por delante el picadillo, haciéndolo caer a dos metros y medio, distancia que el científico midió con una regla que llevaba encima. Sacó del bolsillo un papel con una tabla escrita a mano y dijo “10 kilotones”. Es decir, el equivalente a diez mil toneladas de TNT. Enrico Fermi no se sorprendió cuando el análisis cuidadoso de los datos confirmó, horas después, que su estimación era aproximadamente correcta.
LA CARTA
Sólo un minuto antes de que el B-29 arrojara la bomba de plutonio, otro bombardero lanzó algunos instrumentos, entre los que se encontraba adosada una carta anónima dirigida al físico japonés Ryokichi Sagane. La había escrito, junto a dos miembros de su equipo, el físico estadounidense Luis Álvarez, quien observó desde el avión el brillo enceguecedor surgido del vientre de supernovas sobre el cielo de Nagasaki y el hongo atómico que vino a continuación.
No la firmaron. Se identificaron como ex colegas de Berkeley. En la carta se le suplica que utilice sus influencias para acelerar la rendición de Japón. El contenido es amenazante, “como científicos deploramos el uso que se le ha dado a un bello descubrimiento, pero podemos asegurar que, a menos que Japón se rinda de inmediato, la lluvia de bombas atómicas se incrementará con furia”. La carta fue encontrada por el ejército japonés y Sagane no la recibió hasta un mes después. A pesar de la tragedia, se mantuvo en contacto con Álvarez y con otros físicos estadounidenses, y su participación fue fundamental en el programa nuclear japonés, desarrollado con una importante colaboración norteamericana.
Como Ogai, Sagane fue fundamental en el desarrollo del Japón moderno. Cuatro años después de que la bomba de Nagasaki cayera junto a la misiva de uno de sus arquitectos, Álvarez y Sagane se reunieron y la carta fue finalmente firmada: “A mi amigo Sagane. Con mis mejores deseos. Luis W. Álvarez”.