Por José Edelstein, académico de la U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico UNAB // Ilustración: Vicente Reinamontes Septiembre 17, 2015

La impertérrita presencia del Sol, acompañando cada jornada desde las alturas, nos resulta prácticamente invisible. Damos por hecho que estará mañana como ayer. No reparamos en él, a pesar de su capital importancia para nuestra existencia. Contamos con que allí estará, cada día, iluminándonos, calentándonos, iniciando con la fotosíntesis el diario banquete de los seres vivos, energizando nuestras brisas y lluvias, alimentando nuestras celdas fotovoltaicas.
Por estos días, cuando la primavera comienza a relegar al invierno, el Sol vuelve a nuestras conciencias regalándonos los primeros atardeceres cálidos, alegres y luminosos en meses. Tanta placidez contrasta con la frenética actividad de su paisaje atómico, con la magnífica violencia de sus engranajes. Parte del caudal lumínico que impregna nuestro rostro cuando lo alzamos con los ojos cerrados buscando la calidez solar, esconde una historia de un millón de años desde que fuera emitido en sus ardientes entrañas. Abrimos los ojos para disfrutar de su anaranjado tinte al sumergirse en las aguas del Pacífico.

Anatomía de un rey

El Sol es el objeto más grande y pesado de nuestro vecindario cósmico. Tiene una masa 300 mil veces más grande que la de la Tierra y un radio 100 veces mayor. No se ve tan grande, claro está, gracias a los 100 millones de kilómetros que nos separan. Para hacernos una idea, recorrer esa distancia en un automóvil nos llevaría un siglo. La luz, velocista imbatible, demora poco más de 8 minutos. Es un cuerpo gaseoso hecho de los elementos químicos más livianos: un 70% de hidrógeno y un 28% de helio, que recibió ese nombre precisamente porque fue en el Sol en donde se lo detectó por primera vez. Lo encontró Pierre Janssen mirando un eclipse, en 1868.

Nació del colapso gravitacional de una gran nube interestelar hace más de 4.000 millones de años. De hecho, todo el sistema solar resultó de ese parto. A medida que la nube colapsó, aumentaron la temperatura y la presión en su interior. Eventualmente, en el centro de esta gran masa de gas se iniciaron reacciones termonucleares capaces de mantener una temperatura suficientemente grande como para evitar que el colapso continuara. Al equilibrarse la fuerza gravitacional con la presión, una estrella estable y luminosa quedó suspendida en el firmamento. Una estrella más que —siendo parte de una familia común que puebla nuestra galaxia— seguirá brillando por miles de millones de años. Hasta que su combustible nuclear comience a agotarse, inaugurando su metamorfosis en una estrella gigante roja, émula de Cronos, suficientemente grande como para devorar a sus propios planetas.

El Sol, como la Tierra, está conformado por capas con propiedades diferenciadas. El núcleo, en donde se quema el combustible nuclear, ocupa el 20% de su extensión. La temperatura alcanza los 15 millones de grados y la densidad es 20 veces mayor que la del hierro. La energía es liberada allí en forma de radiación. Los fotones emitidos viajarán a través de la siguiente capa, la zona de radiación, que ocupa el 55% de su radio y en la que la temperatura baja hasta los 2 millones de grados. Avanzarán en ese territorio con mucha dificultad, dando tumbos entre iones de hidrógeno y helio, demorando un millón de años en pasar a la siguiente y última capa: la zona de convección. Allí la temperatura desciende drásticamente, permitiendo a los núcleos atrapar electrones, formando átomos.

La temperatura cae hasta los 5.400 grados de la superficie, región en la que la densidad es 10 mil veces menor que la del aire. La energía es transportada allí por los gases, en corrientes de convección que parten desde la base de esta zona hasta la superficie. Son similares a las que podemos observar en un plato de sopa miso cuando el líquido caliente sube levantando las partículas de soya, formando vistosas celdas de convección bordeadas por líneas oscuras en donde el líquido frío vuelve a bajar. La superficie de esta sopa solar se llama fotosfera. Desde allí la luz puede escapar sin obstáculos. Así podemos observar con un telescopio la superficie granulosa del Sol, en la que cada grano corresponde a una de estas celdas. También veremos manchas solares, zonas oscuras desde las que brotan intensos campos magnéticos. Fue Galileo quien las observó por primera vez, permitiéndole apreciar la rotación del Sol y estimar el período de giro en unas 4 semanas.

Dos atribulados corazones

“La visión de Thomson sobre la edad reciente del mundo ha sido por algún tiempo uno de mis más dolorosos problemas”, escribió un atribulado Charles Darwin a su colega Alfred Russel Wallace. Hacía referencia a los contundentes argumentos termodinámicos con los que Lord Kelvin mostraba que ni la Tierra ni el Sol podían tener la edad suficiente para que la evolución de las especies hubiera tenido lugar. En relación al Sol, la estimación más generosa de la energía que podría haberse acumulado por el colapso gravitacional de las nubes de hidrógeno, sumada a la casi irrelevante contribución brindada por la combustión química, arrojaba 20 millones de años. Darwin había calculado que el proceso de erosión de un pliegue del terreno al que se conoce por anticlinal en el sureste de Inglaterra había demandado 300 millones de años. Perseguido por la autoridad intelectual de un Kelvin burlón, a quien llegó a referirse como un “odioso espectro”, Darwin retiró estos cálculos en la tercera edición de El origen de las especies.

Lord Kelvin no contaba con un importante detalle: la posibilidad de que la fuente de energía fuera otra, algo impensable en su época. Con el nacimiento del siglo XX se descubrió y caracterizó el fenómeno de la radiactividad. Así se comprendió que la energía del Sol está dada, fundamentalmente, por la fusión de núcleos de hidrógeno, o protones, en helio. Las energías liberadas en este proceso son monstruosamente mayores que las tenidas en cuenta por Kelvin. Para que la fusión nuclear pueda tener lugar, los protones deben colisionar a velocidades enormes, a fin de remontar la fuerza eléctrica repulsiva. Las condiciones de presión y temperatura necesarias para esto no son frecuentes, pero se dan en el núcleo de las estrellas.

Atmósfera apasionada

En ocasiones, estos eructos solares se dirigen a nuestro planeta y sus efectos pueden ser hermosos, como las auroras boreales, o peligrosos, como las tormentas geomagnéticas. Los caprichos del magnetismo concentran estos efectos en las regiones cercanas a los polos.

Más allá de la fotosfera comienza la atmósfera del Sol, región de intensa actividad. Y también de misterio. El aspecto más saliente es su corona, que se extiende millones de kilómetros y puede observarse a simple vista en un eclipse. Fueron los astrónomos William Harkness y Charles Young quienes, un año después de que la luz del helio fuera observada en el Sol, identificaron con precisión el espectro luminoso de la corona y reportaron una extraña emisión verde. Pensaron que estaban ante un nuevo elemento químico, al que llamaron coronium.

A diferencia del helio, identificado luego en la Tierra, el coronium siguió siendo un misterio hasta que 60 años más tarde el sueco Bengt Edlén lo resolvió. No había tal elemento; la línea espectral verde provenía del hierro a muy altas temperaturas. Nadie podía imaginar que la temperatura del Sol, tras desplomarse hasta los 5.400 grados en su superficie, aumentaría con la altura hasta llegar a los millones de grados necesarios para ver aparecer ese color en el hierro ionizado. El mecanismo que hace esto posible es aún objeto de debate.

La gran temperatura de la corona es responsable de acelerar protones, electrones y núcleos de helio, y emitirlos en todas direcciones a velocidades que pueden alcanzar los 800 kilómetros por segundo. Este fenómeno, conocido como viento solar, se extiende hasta los confines del sistema solar y es responsable de la graciosa y estilizada cola de los cometas. Como si fuera un gigante enojado, el Sol emite bufidos en los que escupe ¡un millón de toneladas de materia por segundo! La carga eléctrica de las partículas del viento solar haceque este violento resuello vaya acompañado de campos magnéticos de gran intensidad.

En ocasiones, estos eructos solares se dirigen a nuestro planeta y sus efectos pueden ser hermosos, como las auroras boreales, o peligrosos, como las tormentas geomagnéticas. El 13 de marzo de 1989, por ejemplo, colapsó parte de la red eléctrica canadiense, dejando a 10 millones de personas a oscuras. Los caprichos del magnetismo concentran estos efectos en las regiones cercanas a los polos. Y la ausencia de atmósfera los hace más peligrosos a grandes alturas. Se han reportado graves daños en satélites. Los astronautas del programa Apolo no habrían sobrevivido al viento solar en una Luna carente de atmósfera. Las tormentas geomagnéticas más intensas ocurren con la cadencia de los ciclos de máxima actividad del Sol, cada 22 años. Estamos en el medio de uno de ellos.

Con la llegada de la primavera empezaremos a levantar nuevamente la vista al cielo. Allí estará ese disco amarillo cuya composición conocemos más que la del agua que fluye en el Mapocho. El Sol, sin embargo, no da de beber.

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