Por Andrea Slachevsky, neuróloga, autora de “Cerebro cotidiano” Septiembre 11, 2015

“En estos tiempos de miseria omnipresente, de violencias ciegas, de catástrofes naturales o ecológicas, hablar de lo bello puede parecer incongruente, incluso provocador. Casi un escándalo. Pero por esa misma razón, vemos que en lo opuesto al mal, la belleza se sitúa efectivamente en la otra punta de la realidad a la cual debemos enfrentarnos. Estoy convencido de que tenemos el deber urgente, y permanente, de examinar los dos misterios que constituyen los dos extremos del universo vivo: por  un lado el mal, por otro, la belleza”. Lo escribe François Cheng en Cinco meditaciones sobre la belleza. ¿Qué es la belleza? Pensamos en la belleza artística, pero, como escribe Cheng, “por poco que pensamos en ella, nos sentimos inevitablemente aturdidos por el asombro. El universo no tiene obligación de ser bello, y sin embargo es bello”. ¿Es posible una ciencia de la  belleza ante la inmensa multitud de estímulos percibidos como bellos? ¿Existe una unidad o un denominador común entre paisajes sobrecogedores, la “Piedad” de Miguel Ángel, los cielos estrellados de Van Gogh, la suite “Air” de Bach y la ecuación de Euler?

Aún más, lo bello no es exclusivo del ser humano. Por ejemplo, las aves del paraíso construyen hermosos nidos con toda clase de materiales para atraer a las hembras y así incrementar su potencial reproductor.

En 2002 se realizó en San Francisco, Estados Unidos, el primer congreso de neuroestética, que reunió a científicos interesados en entender los mecanismos neuronales asociados a la belleza. Lo primero fue delimitar el campo. La neuroestética no pretende ser la ciencia del arte en general, con toda su diversidad, incluyendo obras rupturistas pero difícilmente consideradas como bellas, como el “Urinoir” de  Marcel Duchamp. Como dice el historiador E. H. Gombrich en su Historia del arte, “El Arte como tal no existe, lo que existe son los artistas”. La finalidad de la neuroestética es ser la neurociencia de la belleza. Dos investigadores han dominado la disciplina: Vilayanur S. Ramachandran, de la Universidad de San Diego, Estados Unidos, y Semir Zeki, del University College de Londres, Inglaterra. Ramachandran, después de una estadía en Chennai, India, postuló las nueve leyes universales de la estética, las que desarrolla en su libro Lo que el cerebro nos dice. Esas leyes parten de la premisa de que el arte no es una réplica de la naturaleza, sino que la distorsiona para lograr el así denominado “rasa” de la cultura india. El rasa es la capacidad de capturar “la esencia, el espíritu de algo para evocar una emoción en la persona que lo ve”. Basándose en cómo percibimos visualmente, Ramachandran intenta capturar mediante estas leyes aquellas características que debe cumplir una obra de arte para ser percibida como bella. Estas leyes no son fortuitas: son el resultado de la evolución. Los organismos cuyo sistema visual se rige por estas leyes presentarían ventajas evolutivas, facilitando su supervivencia y su reproducción. Estas leyes se fundan en un elemento básico de la percepción intuido por Paul Cézanne: “El ojo no basta, se debe pensar”. No hay percepción pura, sino una reconstrucción del mundo exterior realizada por el cerebro. La primera ley, la ley de agrupamiento, ejemplifica el funcionamiento y ventajas evolutivas de las leyes biológicas. Al percibir agrupamos elementos, delineando una figura del fondo.

¿Cuál es la utilidad de eso? Imaginemos un animal depredador camuflado por un follaje. Si podemos reconocerlo al agrupar los diferentes fragmentos visibles a través del follaje, nos será más fácil escapar del peligro. Ramachandran propone que experimentamos una recompensa cuando la ley de agrupamiento nos ayuda a reconocer elementos del entorno. Otras leyes son la ley de contraste, del aislamiento, de la exageración o de la intensidad máxima, del horror de las coincidencias, de la simetría, de la metáfora, y la ley de orden o la capacidad de descubrir patrones. “El cerebro está obsesionado por el orden. Necesitamos que nuestras sensaciones tengan sentido”, escribe Ramachandran. La última ley, ley de “cucú”, es la resolución de un problema perceptivo : “Lo sugerido es más atractivo”.  La belleza de muchas obras visuales puede explicarse sobre la base de estas leyes, pero es difícil extrapolar la explicación de Ramachandran a la música o simplemente a la belleza natural.

Con un enfoque muy diferente, Semir Zeki investigó los correlatos neurobiológicos de la percepción de lo bello. En colaboración con Tomohiro Ishizu  mostró, en un artículo publicado en PLOS One, en 2011, que al percibir un estímulo considerado como  bello, independiente de su modalidad perceptiva, se produce una activación de la parte medial de la corteza orbitofrontal.  Para Zeki, la belleza debe ser definida por sus propiedades neurobiológicas.

El denominador común de la belleza es asociarse a la activación de una misma región cerebral. En 1757, Edmund Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, escribió: ‘‘La belleza es, en su mayor parte, una cierta calidad en los cuerpos que actúan mecánicamente sobre la mente humana por la intervención de los sentidos”. Es notable que las neurociencias comiencen a revelar las bases neurobiológicas de la belleza, pero aún no sepamos si existen o no propiedades comunes a todos esos cuerpos que nos hacen percibirlos como bellos. Quizás esto se debe a la capacidad de nuestro cerebro de crear nuevos objetos culturales e integrarlos en nuestro campo de conocimiento.  En 1913, el estreno de La Consagración de la Primavera de Igor Stravinski, provocó un tumulto legendario en París. En 1940 se la incluyó en la película Fantasía de Disney. La partitura era la misma, pero en tan sólo 27 años la experiencia perceptiva de la escucha de un concierto había pasado del desagrado auditivo a la experiencia de la belleza.

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