Por Max Bañados, decano de la Facultad de Física UC, y Aníbal Bañados, director del Conservatorio Adolfo Salazar, Madrid // Ilustración: Vicente Reinamontes Octubre 2, 2015

Do-re mi-fa-sol-la-si-do...  Es una secuencia tan familiar que parece recogida desde la naturaleza. Sin embargo, hoy en pleno siglo XXI aún no hay acuerdo entre los músicos sobre cuál es la mejor afinación para cantar “Cumpleaños feliz”, ni interpretar la “Novena sinfonía” de Beethoven.

El piano, por ejemplo, es un instrumento extraordinariamente desafinado. Podría ser una declaración extraña para una pareja de enamorados escuchando alguna romántica pieza. Músicos ortodoxos rehúsan juntar un piano con un violín, porque este último sí esquiva la “desafinación” intrínseca de nuestra escala.

El problema que nos convoca involucra desde Pitágoras hasta Bach, pasando por la matemática profunda de los números irracionales, en particular la raíz doceava del número 2.

La elección de las notas occidentales fue un largo proceso comenzado por Pitágoras. Este famoso filósofo griego que inmortalizó la relación entre catetos e hipotenusa de un triángulo rectángulo, hizo también descubrimientos notables en música. Pitágoras usaba el monocordio, una especie de “violín” sin arco y con sólo una cuerda. Moviendo la pieza triangular, cambiaba la longitud de la cuerda, de modo que el monocordio producía un continuo de notas. Como contraste, notemos que el piano sólo produce un conjunto discreto de notas. El violín y el trombón son ejemplos de instrumentos que varían continuamente los sonidos que emiten. Los instrumentos electrónicos también pueden tocar secuencias continuas, como se escucha en el clásico “Here Comes the Sun”, de George Harrison.

Moviendo el triángulo sobre el monocordio, Pitágoras buscó otras combinaciones que sonaran armoniosamente. Un segundo y crucial descubrimiento fue la relación 3:2, hoy día llamada “una quinta”.

Imaginemos a Pitágoras, sin conocer ni el piano ni la guitarra ni el violín, con el monocordio en sus manos preguntándose: ¿Existirán lugares “preferidos” para el triángulo?  ¿Existirán sonidos más naturales que otros? ¿Qué ocurre al tocar varios monocordios simultáneamente? Así, descubrió que los intervalos (dos sonidos simultáneos) más armónicos ocurrían cuando los largos de los dos monocordios estaban en relaciones simples como 1/2 ; 3/2; 3/4.

Repasemos la construcción pitagórica. Tomamos el monocordio con el triángulo retirado, la cuerda vibrando con toda su longitud. A esta nota la llamamos “fundamental” y la bautizamos como un do. Introduciendo el  triángulo encontramos infinitas posiciones posibles, infinitas notas nuevas.

Al ubicar el triángulo exactamente en el centro, Pitágoras notó que el sonido era igual a la fundamental pero “más alta”. Hoy día llamamos a esto una octava. Cuando un cantante, con algunos años, no logra dar una nota muy aguda, la canta una octava más abajo. Su público nota la falta de brillo ¡pero no es acusado de desafinado!

Moviendo el triángulo sobre el monocordio, Pitágoras buscó otras combinaciones que sonaran armoniosamente. Un segundo y crucial descubrimiento fue la relación 3:2, hoy día llamada “una quinta”. Cuando el triángulo se ubica en una distancia 2/3 del largo total se escucha una nota, que combinada con la fundamental, entrega un sonido agradable, armónico. Esta combinación se escucha, sin exagerar, en el 100% de obras tonales clásicas, modernas, populares, de rock, etc. Es la combinación más primitiva y esencial de la música occidental.

La escala pitagórica completa se construye así: supongamos que la nota fundamental es un do, con una frecuencia de 262 Hz. El do una octava superior tiene una frecuencia de justo el doble, 524 Hz. Estas dos notas “encierran” el ciclo do-re-mi-fa-sol-la-si-do. Los dos do extremos definen el intervalo 262 Hz - 524Hz. Queremos encontrar las otras 11 notas (do sostenido, re, re sostenido, etc.), con frecuencias contenidas en este intervalo.

Las notas faltantes se encuentran multiplicando la frecuencia fundamental por 3/2 recursivamente. Pero cuidado: las notas no aparecerán ordenadas ascendentemente. El proceso —llamado el círculo de quintas—es un poco más complejo.

Multipliquemos la frecuencia del do por 3/2; encontraremos el sol a 393 Hz. Ahora multiplicamos el sol por 3/2, obteniendo un re a 589.5 Hz. Aquí debemos dividir por dos para dar con el re a 294.75 Hz que está dentro de la octava original. Ahora multiplicamos el re por 3/2 obteniendo un la a 442.1 Hz. Así, sucesivamente, multiplicamos por 3/2 y dividiendo por dos cuando sea necesario seguiremos encontrando nuevas notas, todas en el intervalo original. Luego de doce iteraciones encontraremos las doce notas desde el do bajo hasta el si, incluyendo bemoles y sostenidos.

Pero, ¿qué ocurre si continuamos iterando este proceso? Como un balde de agua fría se constata que el proceso no termina nunca. Este sistema sería perfecto si luego de un cierto número n de iteraciones las notas hubieran comenzado a repetirse. Pero no es así, el proceso es infinito. El lector interesado puede comprobar que esto es así debido a que no existen números enteros n y q tal que (3/2)n=2q.

¿Por qué, entonces, detenerse luego de doce iteraciones? ¿Por qué definir sólo doce notas? Para n=12, q está muy cerca de ser un entero,  q=7,0196…  La escala musical acepta ese pequeño error, generando un sistema musical “imperfecto” pero basado en consonancias.

Estas sencillas operaciones de multiplicar por 3/2 y dividir por 2 han tardado más de 25 siglos en aplicarse y modificarse, buscando una solución óptima. Desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, el canto protagonizó la música, basada en notas fijas de referencia y sin grandes conflictos con la afinación natural; los cantantes buscan intuitivamente la resonancia sin necesitar teoría alguna. Sin embargo, a partir del siglo XVI, los compositores comenzaron a usar complejas armonías en sus obras, y a alejarse de la fundamental dentro de la misma composición. Compositores y lutieres vieron la necesidad de definir un sistema de afinación que cerrara con exactitud en la octava.

Los organeros tenían que decidir dónde cortar el tubo y los lutieres dónde poner el traste al laúd, que valiera para todas las tonalidades. Del 1500 al 1900 este asunto hace surgir un verdadero bazar de inventos, teorías, instrumentos y sistemas de afinación, avalados por intérpretes, compositores, matemáticos y aficionados de todo tipo. Así llegamos a la época de los estándares y al “temperamento igual”.

En un concierto de piano, entonces, concurren dos artistas: el solista interpreta las teclas del piano y la naturaleza interpreta los armónicos. Nadie osaría decir que un piano es inarmónico. Pero un oído entrenado notaría que tocan desafinados.

El “temperamento igual” propone una solución simple, aunque ofensiva al oído humano. La idea es reemplazar la elegante  fracción 3/2 por el oscuro número irracional “la raíz doceava de 2”. La raíz doceava de 2 es un número que multiplicado por sí mismo 12 veces es igual a 2. Con una calculadora científica se encuentra el valor 1.05946309… más infinitos otros decimales sin orden alguno. Hipaso de Metaponto, también de la escuela pitagórica, descubrió el primer número irracional, y por este atrevimiento recibió nominalmente la pena de muerte.

La “afinación igual” comienza nuevamente con el do a 262 Hz. Multiplicamos esta frecuencia por 1.05946309… (la raíz doceava de 2) obteniendo el do# a 277,6 Hz. Multiplicamos nuevamente por el mismo número, obteniendo el re a 294.06 Hz. Así sucesivamente van apareciendo las notas del piano (blancas y negras) una por una, ordenadamente. Una vez que hemos iterado doce veces obtenemos una frecuencia exactamente igual el doble de la partida; el do una octava superior. Este proceso cierra con certeza matemática.

Las afinaciones pitagórica e igual compiten, ambas con virtudes y defectos.  La diferencia, llamada “coma pitagórica”, es pequeña pero oíble. Un concierto en que algunos instrumentos estén afinados con un sistema y otros con el otro pareciera una barbaridad. Sin embargo, independiente de cuántos decimales calculemos para la raíz doceava de dos, o cuán bueno sea nuestro afinador, la afinación pitagórica siempre se hace presente en el timbre de los instrumentos.

El timbre distingue un piano de una guitarra, a Plácido Domingo de Pavarotti. Al tocar un do en cualquier instrumento, se escuchan (con menor intensidad) una infinidad de otras notas llamadas armónicos. Este enjambre de notas define el timbre característico de cada instrumento. Y, por supuesto, los armónicos son resonancias naturales que usan la afinación pitagórica.

En un concierto de piano, entonces, concurren dos artistas: el solista interpreta las teclas del piano y la naturaleza interpreta los armónicos. El piano perfectamente afinado con la raíz doceava de dos. La naturaleza perfectamente afinada con relaciones 3/2, 3/4, etc. Como dos músicos principiantes que no saben afinar, el pianista y la naturaleza interpretan la obra sin perturbarse y reciben un cerrado aplauso final. Nadie osaría decir que un piano es inarmónico, mucho menos desagradable. Sin embargo, un oído entrenado notaría que tocaban desafinados.

Para los enamorados que siguen oyendo un tema de Cole Porter con ricas armonías jazzísticas en un romántico piano-bar, diremos que esta vez el invento humano no ha estropeado nada sino que ha enriquecido la naturaleza, multiplicando sus posibilidades de satisfacer el alma y la curiosidad. Será que, como muchas veces, las estructuras más hermosas esconden alguna imperfección.

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