Por Nicolás Alonso //Ilustración:Vicente Reinamontes Octubre 23, 2015

Lo vio esa tarde. Pudo ser 1978 o después, en algún punto entre los siete y los diez años. En una tarde como cualquier otra de una niñez poco celebrada, que se había consumido mientras estacionaba autos en Bellavista, recolectaba botellas y esquivaba la brutalidad de su padre, un alcohólico que los mudaba de villa en villa por Santiago, y que acabaría por abandonarlos y quitarse la vida. Lo vio esa tarde: en una bóveda vidriada, en el trabajo de su madre, que los sacaba adelante a él y a sus dos hermanos digitando en una empresa del Estado, se distinguía una máquina enorme, llena de cintas, que emitía ruidos que no se parecían a nada que hubiera oído o visto jamás.

Lo que vio esa tarde Tomás Pérez-Acle, el doctor en Biotecnología que tres décadas después montaría en la Universidad de Chile el único laboratorio de supercomputadores del país, y que fundaría un laboratorio para la Fundación Ciencia & Vida, donde se unirían cerebros brillantes en física, en bioquímica, en sociología, en computación y en matemáticas detrás de una misma utopía, modelar la vida humana en un computador, fue justamente eso: un computador.

Entonces no entendió lo que veía, pero volvió a sentir esa emoción una vez más, frente a otro gran cúmulo de inteligencia encriptada: la biblioteca de su abuelo materno. Entre un evento y otro pasaron unos años, quizás los peores de su vida, que terminaron cuando su padre desapareció y él llegó, con su madre y sus hermanos, a la casona de su abuelo en Bellavista, un palestino que había llegado a los cinco años a Chile, y aunque apenas podía escribir, era amante de la literatura. De un género sobre todo: la ciencia ficción.

Entonces los libros fueron el refugio: primero Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, y luego Fundación, de Isaac Asimov; Dune, de Frank Herbert, y el resto de los clásicos que los fines de semana, si no estaba estacionando autos, comentaba con su abuelo en algunas de las tardes más felices que recuerde. Libros que no entendía bien, que hablaban de máquinas como la que él había visto. El despertar definitivo, como a tantos de su generación, llegó con la serie Cosmos. En particular, con un capítulo, recuerda el investigador del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso, en el que Carl Sagan recorría los pasillos de la biblioteca de Babilonia. Y con algo que dijo que lo marcaría para siempre: que el gran misterio, el único y verdadero misterio, era la vida.

Eso respondería en su primera clase en el Liceo Lastarria, en primero medio, cuando le preguntaran qué quería estudiar: Biología, entender qué es la vida. Y es lo mismo que sigue respondiendo.

–Lo que yo quiero es entender la vida, es lo que siempre he querido. Y es difícil, incluso filosóficamente. Pero tengo una ambición técnica, científica, muy clara. Estamos desarrollando una herramienta computacional para modelar la vida a distintas escalas, desde los átomos y las células, hasta los grupos humanos. Todo en una sola simulación, que podría dejar corriendo en un supercomputador, y sería como ver la vida en una pantalla. Es una utopía, claro, pero es alcanzable.

Es muy probable que el origen de esa idea, la que mueve a todo el equipo de su Laboratorio de Biología Computacional, tenga su semilla en la Biblioteca de Providencia, en una tarde definitiva de mediados de los 80, cuando Tomás Pérez-Acle, con 14 años, fue en busca de libros de ciencia ficción, y se encontró con una sala de computadores personales: los primeros ZX Spectrum, de 8 bits de resolución. Un teclado que se conectaba a un televisor en blanco y negro, en los que él aprendería a programar. Y ya entonces la intuición, aún abstracta, de que algo del misterio de la vida estaba allí, escondido en esas pantallas, en esas letras brillantes, en esos ruidos.

Los simuladores

Lo que llama su laboratorio en realidad parece otra cosa: una empresa de software, un cibercafé ridículamente sofisticado. En él habita el equipo científico más ecléctico del país: una docena de físicos, biólogos, expertos en computación, bioquímicos, microbiólogos y sociólogos, entre otros, que se enfrentan a dos pantallas cada uno, conectadas de forma remota al supercomputador de 2.640 núcleos de la U. de Chile, para tareas sencillas, al de 5 mil núcleos de la U. de Chicago, para tareas complejas, o al de 50 mil núcleos de IBM, para las tareas que los justifican.

"Esa cantidad gigantesca de datos es un problema. El biólogo me dice: ‘Qué hago yo con todo esto’. Y ahí le decimos que hemos desarrollado una matemática propia, y un algoritmo que ve las variaciones".

En ese lugar, Pérez-Acle, un gigante de 45 años, 1.93 metros y 130 kilos, que le sirvieron para pagarse la carrera en la U. de Concepción jugando al vóley y siendo guardia en las fiestas a las que iban sus compañeros, se pasea como el jefe de un batallón de nerds extremadamente ambiciosos. Todos ellos, para estar ahí, deben cumplir dos reglas: estar interesados en más de una disciplina de la ciencia, y leerse los tres primeros tomos de Fundación, de Isaac Asimov, la historia de un científico que desarrolla una matemática extraña, la psicohistoria, y crea un computador que a través de ella es capaz de predecir el futuro de la humanidad. Todos allí, por supuesto, entienden que tienen que tomarse esa historia bastante en serio si van a trabajar en lo que trabajan.

Lo que tienen en las manos es una herramienta que llaman Piska, que vienen perfeccionando desde 2008, capaz de modelar procesos biológicos en un idioma –el lenguaje Kappa, inventado por el biólogo Walter Fontana– interpretable por computadores. Con ese lenguaje, y la potencia de los supercomputadores norteamericanos, llevan cinco años describiendo matemáticamente los procesos de las tres capas principales de la realidad humana –los átomos, las redes biológicas y las poblaciones–, simulándolos cientos de miles de veces, y tratando de entenderlos. Y detrás de esa utopía, la de entender la vida en los números, han ido descubriendo cosas.

–Desarrollamos métodos para tomar enormes cantidades de datos biológicos, y hacer con ellos redes matemáticas. Y lo hacemos en tres escalas. Si fuéramos aliens y estudiáramos a los humanos en un campo de atletismo, sacando fotos cada medio segundo, veríamos siempre los pies en el aire y creeríamos que vuelan. A nosotros nos pasa lo mismo: si miramos sólo la célula, nos perdemos el tejido, y si nos enfocamos en el tejido, nos perdemos el órgano, y si miramos el órgano, al humano, y así hasta llegar a la población, la complejidad superior.

En la primera escala de estudio, la microscópica, liderada por José Antonio Gárate, un biotecnólogo doctorado en Ingeniería Química, han tenido avances importantes. Modelando los canales de proteínas que transmiten los impulsos eléctricos de unas células a otras, el año pasado publicaron en Biophysical Journal un elemento que nunca había sido descrito, que llamaron el bolsillo de agua intracelular, clave en la apertura y cierre de ese canal. Eso abrió la puerta a la siguiente etapa: manipularlo para abrirlo o cerrarlo en ciertas células, y así combatir distintas enfermedades. En los últimos dos años han hecho pruebas contra la sordera, abriendo –primero matemáticamente, y luego en laboratorio, con drogas diseñadas– los canales celulares incomunicados; y contra el alzhéimer, la distrofia muscular y la diabetes, haciendo el proceso inverso: cerrando las vías que producen la inflamación, que degrada a neuronas y músculos. En todos los casos han logrado evitar que las enfermedades sigan desarrollándose en ratones, y hoy están refinando los procesos a través de Connectómica, una empresa que fundaron para intentar transformar esos avances en fármacos.

"Este es el único programa del mundo en que podemos seguir la historia de vida de cada individuo a lo largo de la simulación y sus interacciones. Somos capaces de simular cualquier tragedia que haya ocurrido o que pueda ocurrir en Chile".

La segunda dimensión, liderada por el español Alberto Martín, biólogo con doctorado en Computación, junto al cubano Calixto Domínguez, microbiólogo doctorado en Biotecnología, es la más teórica, y tal vez la más relacionada con la gran pregunta que guía al equipo. Lo que buscan es ser capaces de transformar en matemáticas el proceso de desarrollo genético de un embrión, para determinar en qué punto se producen las alteraciones congénitas, y con qué cálculos podrían evitarlas. Para eso, están tomando fotos cada una hora a los 15 mil genes de un embrión de mosca, y desarrollando fórmulas para describir el proceso. Cada experimento, aunque se trate de algo tan pequeño como una mosca, arroja 18 terabits de información.

–Esa cantidad gigantesca de datos es un problema. El biólogo me dice: qué hago yo con todo esto. Y ahí entramos nosotros y le decimos que hemos desarrollado una matemática propia, que nos permite mirar esa masividad con puntitos y líneas, y un algoritmo que ve las variaciones.

La tercera dimensión es la más conectada con el espíritu del laboratorio. En un lugar donde los viernes por la tarde, por obligación, todos dejan de trabajar para jugar videojuegos, transformar en matemáticas un apocalipsis zombi en Santiago puede ser una idea muy popular.

EL RENACIMIENTO

Antes de reencontrarse con la pregunta que lo abrió a la ciencia, Tomás Pérez-Acle estuvo a punto de no ser un científico. Ya había sido el mejor de su generación, en Biología de la U. de Concepción, donde había descubierto que no era capaz de matar animales y había comenzado a intentar reemplazar esos procesos por cálculos computacionales. De vuelta en Santiago, había entrado a un magíster “raro” en la U. de Chile, que mezclaba biología, matemáticas y computación, del que prácticamente sólo él se graduaría. Allí había creado su primer programa biológico: una aplicación capaz de transformar en matemáticas la contracción de las células. Poco después de comenzar su doctorado, un amigo lo invitó a hacer software para Apple. Pérez-Acle, que trabajaba desde su regreso de recepcionista en el Hotel Hyatt, decidió que la ciencia podía esperar.

Su carrera en el frenético mundo del software de fines de los 90 fue meteórica: pronto se hizo famoso por crear la arquitectura del portal Laborum, elegida como una de las cien mejores del mundo, se olvidó de la ciencia ficción y se transformó en consultor senior de Microsoft Chile, a cargo de decenas de programadores, y candidato a su gerencia general. Fueron, recuerda, años excesivos, de gastos sin sentido y viajes en primera clase. De trajes a medida y abrigos de cuero mandados a hacer a Buenos Aires. Los años, dice, en que estuvo más lejos de sí mismo.

Con ese mismo look entró a una reunión con el Premio Nacional de Ciencias Pablo Valenzuela, y con el presidente de la Fundación Chilena para Biología Celular, Federico Leighton, en 2001, para pedirles que le dieran el cupo de director del Centro de Bioinformática que estaban formando en la U. Católica, enfocado en usar herramientas computacionales para estudiar el genoma. Pérez-Acle, tras casi perder a su familia, quería dejar de ser la persona en que se había convertido. Valenzuela le dijo que, a su pesar, era el mejor candidato, pero que con ningún paper publicado era difícil que alguien lo respetara. Los siguientes diez años, en conjunto con Valenzuela, quien también guió su doctorado en la U. Andrés Bello, se dedicó a recuperar el tiempo perdido: como director del centro, estuvo detrás de la secuenciación de la primera bacteria en Chile, de los cálculos que descubrieron cómo infecta el hanta, y de la creación de una droga para reducir los efectos secundarios de la quimioterapia.

En 2009, tras cumplir su primera década de ciencia, le pareció que era el momento de lanzarse por la pregunta de su vida, y ya sabía que la respuesta, si podía encontrarla, se la iba a dar un computador. Entonces empezó la historia: dirigió la creación del Laboratorio Nacional de Computación de Alto Rendimiento de la U. de Chile, y empezó al mismo tiempo a formar su laboratorio, al amparo de la Fundación Ciencia & Vida. Treinta años después, seguía dispuesto a descubrir qué era la vida.

APOCALIPSIS MATEMÁTICO

La tercera dimensión que estudia el Laboratorio de Biología Computacional, dirigida por el propio Pérez-Acle, es tan rara, que la única forma de financiarla que encontraron fue un sorpresivo ofrecimiento del gobierno de Estados Unidos. Por acuerdos de confidencialidad, no pueden hablar en términos concretos de lo que están desarrollando juntos, pero tiene que ver con modelos predictivos del comportamiento de grandes poblaciones ante catástrofes y situaciones de pánico. En este caso, cuenta el biólogo, utilizando los datos de los saqueos ocurridos en Chile tras el terremoto de 2010. El plan es que sus supercomputadores les digan cómo podrían haberse evitado.

Pero la matemática que hay detrás la crearon para otra situación de catástrofe, y que divirtió como pocos proyectos al equipo: un ataque zombi en Santiago. Cansados de modelar el comportamiento de células, en 2009 decidieron entrar en la capa superior de sus cálculos: inspirados en la psicohistoria de Fundación, la biblia del laboratorio, se propusieron describir el comportamiento de grandes poblaciones ante distintos sucesos, y luego ser capaces de predecirlo. Lo que hicieron fue diseñar matemáticamente a 65 mil individuos, con características como religión, tendencia política, sexo y sector socioeconómico, repartirlos en diez ciudades similares a Santiago y describir 600 reglas de interacción, basadas en los modelos de pánico del sociólogo Niklas Luhmann. Y claro, también modelar un grupo determinado de zombis y de transmisores, y simular el evento cien mil veces, con mayor o menor fuerza militar y distintos grados de entrega de información a la población.

–Este es el único programa del mundo en que podemos seguir la historia de vida de cada individuo a lo largo de la simulación y sus interacciones, ningún otro puede. Somos capaces de simular cualquier tragedia que haya ocurrido en Chile, y nuestros datos serían similares a la realidad. Yo le digo: señor presidente, deme capacidad de cómputo y sociólogos que transformen el comportamiento social en reglas, y yo le hago la simulación que quiera. Pero acá nadie, ni las agencias de financiamiento ni el gobierno, han entendido lo que hacemos.

Mientras sueña con algún día tener un computador lo suficientemente potente para hacer correr en una sola simulación las tres dimensiones de sus estudios –“ver la vida en una pantalla”, dice–, el doctor Tomás Pérez-Acle tiene otro sueño, mucho más modesto. Dice que quiere terminar, antes de morir, la novela de ciencia ficción que viene escribiendo desde hace una década, y que cuenta la historia de unos científicos, que podrían ser él y su escuadrón de nerds, que intentan mandar mensajes a otros científicos en el pasado, a través de virus que llevan información.

Una historia, dice, de viajes en el tiempo, de ciencia ficción clásica. Una que podría haber sacado de la biblioteca de su abuelo, y haber comentado juntos en una tarde que ya no existirá.

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