Chris Chipot va a decir toda la mañana que lo que está cocinando es una ensalada caprese, y hasta cierto punto será cierto. Durante cuatro horas, encerrado en la cocina del restaurante El Internado, en Cerro Alegre, el biofísico, director de investigación del Centro Nacional de Investigación de Francia y codirector de su laboratorio internacional junto a la Universidad de Illinois, va a tomar los tomates, la albahaca y el queso parmesano que compró el día anterior en el Mercado de Valparaíso, y va a intentar transformarlos en eso, en una ensalada caprese. En lo que él entiende por una.
Pese a su afición a la cocina molecular, Chipot confiesa que suele ir a un McDonald’s en cada país que visita, a probar cómo cambia cada cultura la forma de la hamburguesa.
—En una deconstrucción —dirá, haciendo una mueca de misterio impostado.
Sin ningún delantal ni gorro que pudieran quitarle el aspecto de intruso que tiene dentro una cocina —de Ph.D. en Química tratando de hacer una ensalada —, el hombre que trabajó codo a codo con el más famoso de los cocineros moleculares, el catalán Ferran Adrià, y que publicó junto a él un paper extrañísimo en el que le dieron sustento científico a sus platos, ahora repetirá esos procesos con instrumentos de cocina que no llamarían la atención en un laboratorio: jeringas, balanzas de precisión decimal, batidoras de acero cromado. Con sus dedos largos filtrará la albahaca hasta quitarle la clorofila, la licuará y la mezclará con un polvo blanco, el alginato de sodio, un compuesto químico extraído de algas que le dará la consistencia de un gel, y que al entrar en contacto con un baño de calcio formará esferas sólidas por fuera y líquidas por dentro. Esa será la magia.
—Lo que hacemos es encajar un líquido dentro de un sólido. La idea subyacente es que se organizan las moléculas del gel dentro de una red tridimensional, que encarcela a las moléculas de agua.
Ese proceso, que se llama “esferificación” y es una de las bases de la comida que sirven en elBulli y en otros restaurantes de vanguardia, ahora lo ocupará primero para hacer un caviar de albahaca, y luego —en un proceso similar— para hacer una bola de queso parmesano líquido, que más tarde explotará en las bocas de los científicos, políticos y periodistas invitados a su degustación. Su obra, la deconstrucción de una ensalada caprese, será completada por dos tomates cereza caramelizados a 80° grados de temperatura, y seis gotas de aceto balsámico condensado en un gel.
Una esfera blanca, dos rojas y una decena de bolitas verdes. Eso es lo que el ex investigador de la NASA, invitado a Valparaíso por el Centro Interdisciplinario de Neurociencia, a discutir en una tertulia con un chef y una filósofa sobre los sabores, servirá a sus invitados. Y casi todos lo mirarán con la cara de quien no sabe muy bien qué hacer con un regalo que le acaban de dar.
—A mí lo que me interesa es racionalizar la comida. Potenciar los sabores, las sensaciones y la estética, entendiendo qué es lo que está pasando en cada momento en el sartén. Darle una base científica: todo plato debe ser replicable. Y si falla, tenemos que entender por qué fallo.
Mientras termina sus platos, Chipot dice varias veces eso: que esto es empírico, que no hay espacio para hacer las cosas al ojo. Un chef local le pregunta cuándo todos esos químicos se transformarán en comida, porque por ahora siguen pareciendo como comer aire.
Él sólo sonríe.
SARTÉN Y MICROSCOPIO
Poco antes de servir sus platos, el científico francés, que se apura a aclarar que no es un chef, aunque todos lo traten como tal, da una charla sobre la belleza y la ciencia en la comida de vanguardia. La llama así porque su quisquilloso coautor, Ferran Adrià, rechaza el término “cocina molecular”, argumentando que todo en una cocina está hecho de moléculas. En la charla, Chipot habla de algunos sus héroes: del pastelero Julien Dugourd, del restaurante La Chèvre d’Or, capaz de deconstruir un pie de limón y transformarlo en un limón trampantojo —en una “ilusión óptica”, dice —, una esfera-limón hecha de manteca de cacao, que adentro contiene la crema, el merengue y la masa.
También explica la forma en que debería hacerse una hamburguesa —con agua a baja temperatura y un soplete a 2.500 grados—, y muestra la deconstrucción molecular de un bourguignon y de un cuscús que no parecen tales. Allí, dice exaltado, como si estuviera degustando sus diapositivas, en esos colores, en esas formas está todo: está la esencia.
“Cuando lo haces en un laboratorio, puedes entender por qué es tan importante poner calcio, por qué hay que reemplazar el sodio, cómo encajan las cadenas, qué pasa exactamente a nivel atómico. Se trata de tener la mayor precisión posible al cocinar”.
El día anterior, en una tertulia sobre los sabores en el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, también confesó un hábito menos sofisticado: que pese a su afición a la cocina molecular, que comenzó cuando notó que compartía procesos similares a los que él ocupaba para solubilizar nanotubos de carbono en sus experimentos, suele ir a un McDonald’s en cada país que visita, a probar cómo cambia cada cultura la forma de la hamburguesa. La filósofa y el chef chileno con los que debatía en ese momento pusieron cara de reprobación, pero él sonrió.
La cocina, de todas formas, llegó tarde a su vida, mucho después que la ciencia. Luego de crecer en un pueblo de Alsacia, una zona aduanera en el extremo noreste de Francia donde la gente se siente tan francesa como alemana o suiza, había sido un estudiante de poco brillo en la carrera de Ciencias de la Université Henri Poincaré, hasta el momento de su tesis: con una meta muy ambiciosa, construir una herramienta que predijera la forma en que se pliegan las proteínas para realizar su función biológica —algo así como el santo grial de la química teórica—, consiguió publicar 13 papers en revistas internacionales, y de golpe se vio en la partida de una carrera meteórica. Entonces, a los 25 años, ya hacía sus primeros ensayos con pasteles, pero no sería hasta su contacto con Ferran Adrià, dos décadas después, que empezarían a invadir su laboratorio.
Entre un punto y otro, hizo su doctorado en Química Teórica, se mudó a la U. de California, y al poco tiempo la NASA lo becó para que trabajara con ellos, siguiendo la línea de plegamiento de proteínas y de membranas, pero ahora en exobiología, la ciencia de los orígenes de la vida, específicamente en el estudio de las protocélulas que formaron la primera “sopa primordial”. Hoy, con base en la U. de Illinois y en el Centro Nacional de Investigación de Francia, sigue desarrollando su línea original, enfocada en el plegamiento de proteínas de membranas, pero en los últimos tres años su amor por la cocina ha ido irrumpiendo una carrera que siempre había seguido una sola línea.
El giro, como suele suceder, llegó por casualidad. Intentando resolver junto a un grupo japonés, de la Universidad de Nankai, el problema químico de cómo solubilizar unos nanotubos de carbono, Chipot tuvo una idea elegante: utilizar un compuesto de alga, el alginato, que era capaz de cubrir el tubo como una guirnalda, permitiendo que comenzara el proceso de solubilización.
Mientras hacían esas pruebas, Chipot leyó que ese mismo compuesto lo ocupaban algunos de los chefs más raros del mundo para hacer burbujas sólidas de alimento, y empezó a probar con bolitas de aceite en su casa. Poco después, uno de ellos, Ferran Adrià, lo invitaría a su taller para que desentrañaran qué era lo que sucedía cuando un alimento se esferificaba.
O como le gusta decir al francés: qué pasaba exactamente en el sartén.
LAS INVESTIGACIONES CHIPOT-ADRIÀ
Las conversaciones partieron por mail, luego por Skype, continuaron en una visita del científico francés al taller de Adrià en las afueras de Barcelona —en ese momento, elBulli estaba en receso —, y luego de nuevo de forma remota. Lo que querían, entendieron, no era cocinar juntos, sino escribir y publicar un artículo científico que le diera bases sólidas a la técnica de la esferificación, que había patentado en 1946 el inglés William Peschardt, pero que apenas había salido de su laboratorio hasta que en 2003 el chef catalán la transformó en una de las bases de su gastronomía.
Lo que hicieron fue estudiar las técnicas de Adrià, el uso de distintos químicos provenientes de algas y sobre todo la importancia del “baño de calcio”, que permite formar las cadenas exteriores que crean la esfera. Básicamente, detallaron un enorme instructivo sobre cómo hacer esferas de manera perfecta, con la diferencia de que lo publicaron en The Journal of Physical Chemistry, en vez de en un libro de recetas vanguardistas. El artículo se llama “From Material Science to Avant-Garde Cuisine. The Art of Shaping Liquids into Spheres”, y está firmado por Chipot, Adrià y otros cuatro científicos del equipo de la U. de Nankai.
—Lo que logramos fue racionalizar lo que se observaba a nivel macroscópico, en el vaso. Cuando lo haces en un laboratorio, puedes entender por qué es tan importante poner calcio, por qué hay que reemplazar el sodio, cómo encajan las cadenas, qué pasa exactamente a nivel atómico. Se trata de tener la mayor precisión posible al cocinar. Tú puedes hacer comida de campo: mezclar unas cuantas cosas, y obtener algo que se pueda comer. Pero a mí no me gusta.
Lo que le gusta son otras cosas: invitar, por ejemplo, a amigos a comer en su casa de Illinois, y prepararles sushi hecho de arroz de vainilla y envoltura de chocolate, relleno de caviar de frambuesa. O sorprenderlos —como hizo con en su degustación en Valparaíso — con un huevo frito que en realidad tiene clara de coco y yema de jugo natural de naranja. Su próximo desafío gastronómico, que ya está trabajando con una empresa francesa con la idea de que sea comercializado, es una fórmula para realizar un caviar de miel que dure dos meses antes de transformarse en gel.
Ese, dice, sería un gran paso en su cocina. Al menos para ser científico.