Por José Edelstein, académico de la U.de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, físico //Ilustración:Vicente Reinamontes Febrero 5, 2016

El verano de 1996 fue testigo de un extraño acto terrorista desprovisto de explosivos, sangre o muerte. La revista académica estadounidense de estudios culturales Social Text fue víctima de una modalidad virtuosa del terrorismo. Su autor fue el físico Alan Sokal, de la Universidad de Nueva York, quien logró plantar una poderosa bomba en el centro neurálgico de la vanguardia posmoderna de las humanidades. Envió a la prestigiosa publicación un paper titulado “Transgrediendo las fronteras: Hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”. El artículo fue aceptado, y el día de su publicación Sokal envió un nuevo trabajo, “El experimento de un físico con los estudios culturales”, en el que revelaba que su artículo anterior se trataba de una parodia. Una larga colección de frases sintácticamente correctas pero sin sentido, “apelando a la autoridad en lugar de la lógica, haciendo pasar especulaciones como si se tratara de teorías establecidas, utilizando retórica de buen sonido pero significado ambiguo, y abusando de la confusión entre los significados técnicos y cotidianos de algunas palabras”. Además, hizo notar que todas las referencias de la parodia eran a artículos reales. Como era de esperar, Social Text no aceptó este segundo artículo, publicado finalmente en la revista Lingua Franca, desatando un torbellino mediático de acaloradas críticas, intensos debates y también, por qué no decirlo, risas y aplausos.

Más allá del contenido del debate, del que se escribió mucho en su momento, quisiéramos subrayar dos ingredientes del “escándalo Sokal” que no pierden relevancia y resultan más pertinentes que nunca en tiempos en que el problema del financiamiento y el valor de la ciencia resuena en el fondo. Primero, ¿puede alguien, desde afuera de una disciplina, opinar críticamente sobre esta? Más allá del buen gusto y de lo políticamente correctos que queramos ser, la pregunta ineludible es ¿podemos cuestionar la autoridad de una disciplina cultural, tanto científica o artística? La respuesta es categórica: ¡Sí! Más que poder, debemos hacerlo con todas nuestras fuerzas. Es parte esencial de la profilaxis de nuestras construcciones culturales. El ejercicio cotidiano de escepticismo que debemos practicar para cuidar la integridad del tejido con el que están confeccionados los ropajes de nuestra cultura. Su descuido puede llevar a la súbita “desnudez del emperador”, la que pasará desapercibida un tiempo, sólo hasta que el Sokal de turno la señale con el índice en alto.

 

El otro lado del verano

Es curioso cómo ciencia y arte pueden hacerse un guiño tan explícito. La ciencia es escéptica, pero no debería ser cínica. La ciencia opera con un escepticismo que la moviliza y la renueva,  sin ataduras hacia ninguna  autoridad. Ni Newton, ni Lennon son infalibles. Debemos ponerlos a prueba.

Cinco veranos antes de la parodia de Sokal, Elvis Costello publicaba su excepcional álbum Mighty like a rose. La apertura es con “The other side of summer”, una canción de ritmo alegre, veraniega, muy al estilo de los Beach Boys, con múltiples líneas melódicas y armonías corales. Pero por debajo de esta aparente alegría, su letra denota un oscuro sarcasmo, que tiene su apogeo en dos versos que llegan a incomodar por su verdad transparente y brutal, y por la sangre fría y el desenfado con el que su autor desnudaa las más altas e intocables autoridades del rock británico: Was it a millionaire who said “imagine no possessions”? / A poor little schoolboy who said “we don’t need no lessons”?

Ni más ni menos que John Lennon y Roger Waters cuestionados en sus obras más legendarias (“Imagine” y “Another Brick in the Wall”, respectivamente). “Esto no es una bofetada a Lennon. Él escribió canciones maravillosas, pero “Imagine, que ha sido tan santificada, fue una de sus peores. No la pensó de comienzo a fin”, dijo Costello en una entrevista en el New York Times.

Quizás no se trate de un acto de terrorismo intelectual similar al de Sokal. Aquí no hay parodia, aunque sí hay sarcasmo. El crítico Evan Cater comentaba que esta canción contenía el más mordaz cinismo de la carrera de Costello. En la misma entrevista el músico replicaba: “Algunos críticos llaman a este disco cínico, cosa que yo rechazo. Este es un disco escéptico. Un cínico no admite la posibilidad de esperanza, mientras un escéptico invita a la fe”. Es curioso cómo ciencia y arte pueden hacerse un guiño tan explícito. La ciencia es escéptica, pero no debería ser cínica. La ciencia opera con un escepticismo que la moviliza y la renueva, sin ataduras hacia ninguna autoridad. Ni Newton, ni Lennon son infalibles. Debemos ponerlos a prueba, con alegría y respeto, cada día. En la última canción del disco, Costello nos advierte sobre la importancia del escepticismo con una confesión: “Soy el tonto con suerte/que compuso esta melodía/ a partir del arreglo de pájaros en los cables del alumbrado público”, para coronar el disco con un “No puedo creer, nunca más creeré en nada”.

 

Ondas marxistas

En estos días se reproducen sin pausa los rumores sobre la detección de ondas gravitacionales en el experimento Advanced LIGO. De ser ciertos, se trataría de un hito: la comprobación de la última de las predicciones de la centenaria teoría de la relatividad general. Es oportuno recordar, sin embargo, otra acción de terrorismo intelectual, que tuvo lugar el 16 de septiembre de 2010 en LIGO. Ese día, un reducido grupo de físicos, bajo las órdenes del entonces director Jay Marx, manipularon el detector exactamente como lo haría una onda gravitacional producida por la colisión de dos agujeros negros en la constelación del Can Mayor. Consignaron los detalles del “operativo marxista” en el interior de un sobre lacrado, bajo el nombre clave Gran Perro, por razones obvias. No hubo que esperar mucho para ser testigos de la reacción de los investigadores ante el presunto hallazgo, realizando un detallado análisis de los datos y frotándose las manos eufóricos ante un descubrimiento, que sin duda les daría el premio Nobel.

Podemos y debemos escrutar cualquier actividad intelectual y ser críticos al respecto. Estas son actividades que financian principalmente los estados y, por lo mismo, debemos evitar que afloren grupos autocomplacientes, autosuficientes y desconectados de la sociedad.

En marzo de 2011 se reunieron en un hotel de California para ultimar los detalles del paper consagratorio. Apenas pasadas las 11 de la mañana, Marx tomó la palabra y, abriendo el sobre, leyó lo que habían escrito medio año antes. Es fácil imaginar la profunda desazón de todos los presentes, quienes incluso habrán tenido que contenerse para no reaccionar con violencia. Sin embargo, superada la decepción inicial, todos estuvieron de acuerdo en que el experimento salía muy reforzado con su respuesta a este acto de terrorismo intelectual. Habían sido capaces de interpretar correctamente la falsa señal inyectada en los detectores, demostrando que estaban preparados para que un evento como ese no pasara desapercibido. Por supuesto que algunos objetaron que, con esta clase de operativos, podrían pasarse toda la vida útil del experimento analizando datos falsos. La acción terrorista tiene que ser moderada: suficiente para poner a prueba la solidez de los cimientos sobre los que se construye un experimento, una teoría o una obra. En LIGO decidieron que no pasarían de una o dos por año. Sin aviso, claro. ¿Será el cacareado anuncio del que se habla en las redes sociales un nuevo episodio de terrorismo intelectual?

 

Feynman, el Challenger y el Papa

A las 11:39 del 28 de enero de 1986, los numerosos testigos del despegue del Challenger en Cabo Cañaveral se quedaron mudos ante el horroroso espectáculo que se proyectaba a cielo abierto. En una fracción de segundo se produjo una deflagración que desintegró la nave. La sociedad estadounidense necesitaba una explicación, por lo que se nombró una comisión para esclarecer lo ocurrido. Fue invitado a participar en ella Richard Feynman, quizás el físico más genial de la historia de Estados Unidos, quien a los 67 años mantenía lozano el vigor de su desenfadado terrorismo intelectual. Sin ningún tipo de reservas, demostró que la falla que llevó a la explosión pudo prevenirse si la actitud de la NASA hubiera sido menos autocomplaciente. Para demostrarlo le alcanzó con una jarra de agua helada en la que una de las piezas aislantes del cohete perdía sus propiedades elásticas, tal como ocurrió la fría mañana del fatídico lanzamiento.

Más allá de que alguien use uniformes, logos, medallas o títulos universitarios, no podemos permitirnos caer en la tentación de confiar ciegamente en sus opiniones. La autoridad intelectual jamás puede ser total. Debemos cuidar con celo nuestro derecho al escepticismo. Sin ignorar, por supuesto, los deberes y responsabilidades que esto trae aparejado: el estudio y el riguroso ejercicio del pensamiento. Podemos y debemos escrutar cualquier actividad intelectual y ser críticos al respecto. Estas son actividades que financian principalmente los estados y, por lo mismo, debemos evitar que afloren grupos autocomplacientes, autosuficientes y desconectados de la sociedad. No queremos decir que el valor de la ciencia —o de la cultura— deba ser medido, como a menudo se pretende, a partir de métricas diseñadas para otro tipo de industrias. Se trata de defender la posibilidad de que cualquiera pueda entender, más allá de los tecnicismos y la erudición, cuál es el origen de la pasión que mueve a los cultores de una cierta disciplina, cuáles son las preguntas que quieren abordar, cuáles son, a grandes rasgos, los avances que han logrado.
Feynman cuenta que una de las cosas que aprendió de su padre fue “a tener una falta de respeto por lo respetable”. Un día, cuando era niño, lo sentó en sus rodillas mostrándole una foto del Papa de pie con una multitud inclinándose ante él. “¿Cuál es la diferencia entre este señor y el resto? El uniforme”.

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