La atmósfera de una jornada apacible de primavera parecía augurar un buen comienzo para sus lecciones de anatomía. Mientras caminaba por las calles de Londres esa mañana del 17 de abril de 1616, William Harvey repasaba el contenido de su lección inaugural como flamante Conferencista Lumleiano, quizás consciente de que sus palabras entrarían en la historia de la medicina. Su clase magistral tendría lugar en el nuevo Teatro Anatómico, sitio en el que se permitían las disecciones humanas un máximo de cuatro veces por año “para incrementar los conocimientos que permitan una mejor práctica de la cirugía”.
El título de la conferencia había generado expectación y algo de inquietud entre los asistentes: De motu cordis (Del movimiento del corazón). La Corona Británica había instruido con firmeza al Colegio de Médicos sobre su obligación de salvaguardar las enseñanzas del médico griego del siglo II Galeno de Pérgamo, bajo la amenaza de multas y sanciones. Era tal la reverencia a sus textos, que cuando en una disección se encontraban elementos discrepantes se decía que era la naturaleza del cuerpo humano la que había cambiado. Galeno había descubierto que las arterias transportaban sangre y no aire, como se pensaba. La sangre, escribió, se generaba en el hígado como fruto de los alimentos y era enviada por la vena cava al corazón. Se limpiaba allí con el aire inspirado y se enviaba a los órganos, donde se consumía.
Harvey se acomodó en el estrado para enfatizar con su postura el punto central de su discurso: “Es evidente a partir de la estructura del corazón que la sangre es enviada continuamente a través de los pulmones a la aorta, como dos fuelles bombeando agua. Se muestra por la aplicación de una ligadura que el pasaje de la sangre es desde las arterias hacia las venas”. Pensó un instante en Miguel Servet, quien setenta años antes pagó cara la herejía de hablar del intercambio de sangre entre el corazón y los pulmones, contra las tesis de Galeno: se lo quemó vivo en una hoguera alimentada por sus propios libros, con la supervisión directa del propio Calvino. Un ligero temblor en su voz dio cuenta de sus pensamientos, mientras concluía: “De aquí se deduce que el movimiento de la sangre es circular y constante, y es mantenido así por el latido del corazón”.
Era la primera vez que se sugería la circulación sanguínea: un circuito relleno con una cantidad determinada de líquido que fluía sin cesar por obra y gracia de una magnífica bomba hidráulica: el corazón. Harvey se sintió afortunado de poder expresarse, creyéndose a salvo de la grotesca barbarie que vivió Servet. Seguramente ignoraba que apenas dos meses antes, hace exactamente 400 años, aquel maravilloso profesor de sus tiempos de estudiante de medicina en la Universidad de Padua, quien inspiró su vocación científica, era objeto del acoso asfixiante de la Iglesia.
La saciedad de la serpiente
Harvey pasaba largas horas de su vida en Padua recorriendo las dependencias del Palacio Bo. Se sentaba en las butacas del flamante Teatro Anatómico, respirando el olor noble de la madera. Cerraba los ojos y se esmeraba en evocar los tiempos en los que Andreas Vesalius, contemporáneo de Servet y también cuestionador de las tesis de Galeno, revolucionaba la anatomía desde esa pequeña ciudad del Véneto. Una tarde se sorprendió al ver que tenía lugar una clase en el Aula Magna, actividad prohibida según las normas de la Universidad de Padua, que tomó posesión del Palacio cuando Vesalius era profesor allí. Harvey se asomó y vio a un hombre que hablaba de geometría y astronomía a un auditorio absorto. Supo de inmediato que se trataba de alguien con brillo propio. Permaneció el resto de la clase allí parado. Se preguntó si algún día podría ser él quien cautivara a una sala de conferencias hablando de ciencia. Lo hizo exactamente quince años más tarde, mientras aquél magnético profesor pasaba por insospechadas penurias.
El 26 de febrero de 1616, Galileo acudió a la residencia del cardenal Roberto Belarmino. Allí fue notificado, por orden directa del Papa Paulo V, de que debía abandonar la idea heliocéntrica de Copérnico. Se le prohibía, además, enseñarla o defenderla. De no hacerlo, afrontaría consecuencias drásticas. Galileo aceptó sin mayor resistencia la demanda inquisitorial. Aunque bajo esa promesa de obediencia a la autoridad latía la firme convicción que había nacido varios años antes cuando, armado con su telescopio, comenzó a realizar cuidadosas observaciones de la Luna, el Sol, Venus, Júpiter y sus lunas. Allí descubrió propiedades del Sol y de la Luna que contradecían la perfección sobrenatural que la Biblia les asignaba. El primero tenía manchas; la segunda, montañas.
Esta persistencia de las creencias y los prejuicios es uno de los enemigos más peligrosos de la ciencia. Mucho peor cuando estos prejuicios proceden de nuestra formación religiosa, de nuestra impronta cultural, de nuestra ideología política o de la seguridad de nuestros bolsillos.
Las fases de Venus y el movimiento de las lunas de Júpiter alrededor de este enorme planeta hacían de la teoría heliocéntrica de Copérnico una explicación más simple y natural de la dinámica del sistema solar. Los planetas giraban alrededor del Sol, continuamente, en ciclos análogos a los de la sangre a través de nuestro sistema circulatorio. El 19 de agosto de 1610 le había escrito a Kepler: “Yo creo, mi querido Kepler, que nos reiríamos ante la extraordinaria estupidez de la multitud. ¿Qué les dirías a los filósofos más prestigiosos de nuestra facultad, a quienes les he ofrecido mil veces mostrarles yo mismo mis estudios, pero que con la vagancia porfiada de la serpiente que ha comido hasta la saciedad, nunca han aceptado mirar los planetas o la Luna por el telescopio? La verdad es que, al igual que las serpientes ocluyen sus oídos, ellos cierran sus ojos a la luz de la verdad”.
Los problemas de Galileo con la Inquisición no hacían sino comenzar y acabarían con la sentencia recibida el 22 de junio de 1633. Por afirmar aquello que la observación y el razonamiento hacían evidente se lo encontró “vehementemente sospechoso de herejía”, se lo envió a la cárcel —luego a prisión domiciliaria, hasta su muerte— y se prohibieron sus obras. El Papa Juan Pablo II intentó reparar esta descabellada injusticia en 1992. Dos años antes, en cambio, en una conferencia impartida en la Universidad de Roma La Sapienza, un influyente cardenal experto doctrinario explicó que el juicio a Galileo había sido impecable. Más tarde sería Papa, bajo el nombre de Benedicto XVI.
El hombre equivocado
El ejercicio de aceptar que nuestras ideas resultan erróneas a la luz de nuevas evidencias es uno de los más complicados en la práctica científica. Solemos ver lo que queremos ver, exagerar la relevancia de lo que confirma nuestras hipótesis o prejuicios y no tomar nota con la misma firmeza de las evidencias que nos contradicen. El oficio científico consiste, en gran medida, en la lucha sin cuartel contra estas falacias cognitivas.
En un clásico experimento psicológico realizado en 1964 por el mítico y hoy centenario Jerome Bruner y Mary Potter, mostraron a un grupo de personas una serie de fotografías que contenían exactamente la misma imagen. La serie estaba dispuesta de modo que en la primera fotografía el objeto estaba tan desenfocado que hacía imposible su identificación, mientras que las siguientes iban ganando foco progresivamente, hasta que la última era claramente reconocible. Luego de presentar cada imagen, se les preguntaba a los voluntarios qué veían. Aquellos participantes del experimento a quienes se mostraba toda la serie no reconocían imágenes que resultaban absolutamente claras para otros que no habían visto las primeras fotografías más desenfocadas. La conclusión de Bruner y Potter fue que las personas enfrentadas a imágenes borrosas desarrollaban hipótesis erróneas sobre lo que estaban viendo y, posteriormente, incluso cuando las imágenes eran ya bastante claras, seguían aferradas a éstas.
Si bien esta persistencia de las creencias y los prejuicios está en la esencia del comportamiento humano, es uno de los enemigos más peligrosos de la ciencia. Mucho peor cuando estos prejuicios proceden de nuestra formación religiosa, de nuestra impronta cultural, de nuestra ideología política o de la seguridad de nuestros bolsillos. Allí suelen impregnarse como tinta indeleble y resultan mucho más dañinos para el desarrollo del pensamiento, de la ciencia y de la cultura en general.
La obstinada pereza de la serpiente saciada es la que en la actualidad hace que amplios sectores se opongan a las evidencias palmarias del cambio climático. La que les impide ver que el crecimiento exponencial de la población nos está convirtiendo en plaga de nuestro propio planeta, como si sus recursos naturales fueran infinitos. O la que lleva a la “extraordinaria estupidez de la multitud” que recela de las vacunas, cuya invención está entre los hitos más importantes de la historia de la medicina y es responsable del alargamiento de nuestra esperanza de vida. “Cierran sus ojos a la luz de la verdad”, diría Galileo. A su manera, siguen viendo una Luna perfectamente esférica allí donde el telescopio la muestra poblada de cráteres.