Por José Edelstein, profesor de física teórica de la U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, profesor de la Facultad de Ingeniería y Ciencias UAI // Ilustración: Fabián Rivas Abril 15, 2016

LuzEn el instante preciso en el que acciona el interruptor, Gregorio baja el puente que permite el paso a una horda de alocados electrones. Esas ínfimas y ubicuas partículas negativamente cargadas viajarán a lo largo del cable de cobre. Son tantas, que en una breve peregrinación de dos centésimas de segundo decenas de miles de billones cruzarán cualquier sección del cable. Sin embargo, su avance es tan lento que, en promedio, no avanzarán más que la longitud de un virus, hasta que el sentido de la estampida se invierta. La corriente alterna que alimenta nuestros hogares cambia de dirección cincuenta veces por segundo, empujando a los electrones en un sentido y luego en el otro.

A pesar de que la velocidad de la horda es tremendamente pequeña, la de cada electrón en cada instante es enorme. Se mueven dentro del metal, incluso antes de accionar el interruptor, a vertiginosos 1.600 kilómetros por segundo. Pero dando tumbos, erráticos, en un zigzagueante devenir provocado por los numerosos obstáculos que el material les impone. Al bajar el puente y cerrar el circuito, el empuje de nuestro sistema eléctrico les confiere un movimiento colectivo más organizado que, aunque lento y oscilante, les permite hacer cosas de provecho. Para Gregorio, por ejemplo, quien se sienta a leer justo bajo la ampolleta incandescente que pende de una lámpara antigua.

Dentro de su envoltorio de vidrio, un delgadísimo filamento de tungsteno permite el paso de la corriente eléctrica con dificultad. La interacción de los electrones con los átomos que componen el filamento es muy intensa, de modo que su energía cinética es transferida al material, zarandeando sus átomos y haciéndolos vibrar; es decir, calentándo el material. La temperatura llegará a unos 3.000 grados, suficiente para fundir casi todos los metales puros. El tungsteno o wolframio es el metal que puede permanecer en estado sólido a mayor temperatura, por encima de los 3.400 grados. La vibración de las partículas que componen el filamento caliente hace que este emita ondas electromagnéticas, luz, una porción suficiente de ella en el espectro visible, como para que el brillo permita a Gregorio leer, toda vez que estas ondas inciden en las páginas del libro y son reflejadas para alojarse en su retina.

Encendiendo la ampolleta

La ampolleta es un invento excepcional. Nos provee nada más ni nada menos que de luz artificial. Luz creada por humanos para iluminarnos cuando la naturaleza no puede hacerlo. Un manantial sintético, barato y generoso de uno de nuestros bienes más entrañables. Quizás por eso sea este un invento icónico, que no sólo cambió la vida de los habitantes de la Tierra de forma radical, sino que además se transformó en la expresión gráfica de toda buena idea. Fueron Joseph Swan en Inglaterra e, independientemente, Thomas Edison en Estados Unidos, quienes desarrollaron las primeras ampolletas incandescentes aptas para su comercialización durante el último cuarto del siglo XIX. Antes de ellos existieron modelos demasiado frágiles o caros que dificultaban, cuando no impedían, su uso fuera del laboratorio. En las décadas que siguieron a la patente de Edison se consiguieron importantes mejoras. Una de las más sustanciales fue desarrollada hace exactamente un siglo por el neoyorquino Irving Langmuir, quien patentó su invención, muy similar a las que conocemos hoy, un 18 de abril de 1916.

En el discurso que brindó tras recibir el premio Nobel, Langmuir dijo: “La historia prueba de manera abundante que la ciencia pura, ejecutada sin considerar las aplicaciones hacia necesidades humanas, acaba usualmente resultando de beneficio para la humanidad”.

Langmuir era ante todo un científico. Obtuvo el Premio Nobel de Química en 1932 por sus estudios sobre la química de superficies; más precisamente, la ciencia de láminas de gas que se adhieren sobre superficies sólidas en capas de una molécula de ancho, fenómeno al que llamó “adsorción”. Fue uno de los primeros en trabajar con gases cargados eléctricamente, a los que denominó “plasmas”. Su experiencia en la interacción de gases y sólidos a altas temperaturas usando lámparas incandescentes, que el mismo mejoraba para sus experimentos, llamó la atención de General Electric, la compañía fundada por Thomas Edison. Fue así como en 1909 fue reclutado por la unidad de investigación de la empresa, en donde se le dio libertad y fondos para hacer investigación básica.

Hizo dos desarrollos fundamentales para las ampolletas que se plasmaron en su patente. Primero, se dio cuenta de que si el bulbo se llenaba con un gas inerte como el nitrógeno o el argón —en lugar de vacío, que era lo que se usaba en la época—, se retardaba la evaporación del filamento de tungsteno, evitando su degradación y el ennegrecimiento del bulbo, aumentando así su vida útil. Además, comprobó que la eficiencia del filamento aumentaba, y la evaporación disminuía si se lo enroscaba en espiral, tal como lo conocemos hoy. En el discurso que brindó tras la ceremonia del premio Nobel dijo: “La historia prueba de manera abundante que la ciencia pura, ejecutada sin considerar las aplicaciones hacia necesidades humanas, acaba usualmente resultando de beneficio para la humanidad”.

La obsolescencia de la luz

Gregorio suspira un instante y levanta la vista hacia la suave ampolleta de 40 W que los gobiernos comenzaban a prohibir por su ineficiencia energética. Apenas un 5% de la luz que emiten estos dispositivos lo hace en el espectro visible para el ojo humano. El resto se pierde en frecuencias infrarrojas que sólo producen calor. Es por ello que la industria de la luz artificial nunca ha frenado su carrera en la búsqueda de nuevas fuentes lumínicas. El tubo fluorescente, por ejemplo, que se popularizó en los años 30, es mucho más eficiente, pero tiene la desventaja de producir una luz de tonalidad artificial. A diferencia de las incandescentes, que imitan bastante bien el espectro de la luz solar por utilizar el mismo principio de emisión, aquellos no lo pueden reproducir, entregando sólo algunos colores y una luminosidad fría y extraña, que para Gregorio resultaba inaceptable.

También se resistía a reemplazar la agradable calidez de la ampolleta incandescente por los dispositivos led (siglas en inglés para diodo emisor de luz) que se ofrecen en la actualidad. Éstos se han popularizado mucho debido a su gran eficiencia energética, durabilidad y la posibilidad de fabricarlos imitando bastante bien la tonalidad de la luz incandescente. Pensando en ello, Gregorio sonríe ante su solitaria rebeldía mientras recuerda la historia que escuchó hace poco sobre Shúji Nakamura, el japonés que ganó el Premio Nobel de Física en 2014 por desarrollar el led azul. Era la pieza que faltaba para el advenimiento de la luz artificial basada en la tecnología led y, tal como Langmuir, la concibió mientras trabajaba en una compañía, la corporación Nichia, con base en Japón.

Una carabela con viento de luz

Gregorio deja el libro a un costado. El calor de la lámpara tan próxima al rostro le resulta adormecedor. Con la punta de sus dedos enciende la radio, al tiempo que entrecierra los párpados. Una voz embargada por el entusiasmo anuncia el inicio de un programa científico-tecnológico que llevará al hombre a las estrellas. Según explica esa voz con inocultable excitación, el programa Breakthrough Starshot fabricará una minúscula nave espacial, del tamaño de una boca abierta, que alcanzará velocidades de sesenta mil kilómetros por segundo. ¿El combustible? ¡Ninguno! La nave será impulsada desde la Tierra con... ¡luz artificial!

La luz es una onda de campos eléctricos y magnéticos. Por lo tanto, interactúa con cualquier partícula que tenga carga eléctrica. Eso se traduce en los fenómenos de absorción, emisión y reflexión. El vociferante diálogo de billones de fotones con los electrones y protones de los átomos tiene un saldo neto que no es otro que la presión lumínica.

Un conjunto enorme de láseres apuntarán simultáneamente a una membrana muy fina y resistente, de algunos metros cuadrados y un peso de pocos gramos, que hará las veces de velamen de esta embarcación. El láser, otra fuente de luz artificial desarrollada en los años 60 y que ahora nos impulsará hacia las estrellas. Y es que la luz, además de iluminar y calentar, también ejerce presión sobre la superficie en la que impacta. Es una presión pequeña, pero puede ejercer una gran fuerza si la superficie de incidencia es grande. De hecho, Johannes Kepler ya describió esta posibilidad en 1619 al observar que la cola de los cometas siempre apunta en la dirección contraria al Sol.

La luz es una onda de campos eléctricos y magnéticos. Por lo tanto, interactúa con cualquier partícula que tenga carga eléctrica. Eso se traduce en los fenómenos de absorción, emisión y reflexión. El vociferante diálogo de billones de fotones con los electrones y protones de los átomos tiene un saldo neto que no es otro que la presión lumínica. ¿Cómo podrá usarse algo tan tenue para impulsar la minicarabela espacial? Sumando la radiación de miles de láseres que entregarán una energía de sesenta mil millones de Watts en un período corto de tiempo, suficiente para poner en órbita al mismísimo Space Shuttle.

Una voz metálica brota de la radio. Gregorio reconoce a Stephen Hawking y escucha conmovido las palabras con las que respalda el proyecto: “¿En dónde radica aquello que nos hace únicos a los humanos? Algunos dicen que en el lenguaje, las herramientas o el razonamiento lógico. Se ve que no han conocido a muchos humanos. Yo creo que lo que nos hace únicos es trascender nuestras limitaciones. La gravedad nos clava al suelo, y sin embargo yo acabo de volar desde Inglaterra. Yo perdí mi voz, pero todavía puedo hablarles gracias a mi sintetizador. ¿Cómo trascendemos los límites? Con nuestras mentes y nuestras máquinas. El límite al que nos enfrentamos ahora es el gran vacío que hay entre nosotros y las estrellas. Con haces y veleros de luz, las embarcaciones más ligeras que hayamos construido jamás, podremos lanzar una misión a Alfa Centauri dentro de una generación. Porque somos humanos y nuestra naturaleza es volar”. Gregorio apaga la radio. Quiere paladear estas hermosas palabras y que no vengan otras a llevárselas por delante. En un mundo en que lo natural está sobrevalorado, es lo artificial lo que realmente nos convierte en hombres. Gregorio abre el libro nuevamente, conmovido, y se dispone a seguir leyendo la historia de ese tocayo suyo que un día se despertó siendo un insecto.

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