“Los demonios salieron del hombre y entraron en los cerdos; y la piara se precipitó por el despeñadero al lago, y se ahogaron”. Tan honda impresión le produjo este pasaje bíblico que cuando se decidió a escribir una novela que expresara la desazón ideológica que lo atormentaba a sus 47 años, Fiódor Dostoyevski supo inmediatamente que la titularía Los demonios. Sonrió con ironía al imaginar la escena inversa: los demonios saliendo de los cerdos y entrando en los hombres. Pero los cerdos tendrían complicado el “desahogarse” y auparse cuesta arriba desde el lago por el empinado despeñadero. Sería como volver el tiempo atrás.
Dostoyevski ignoraba que otro hombre, diez años más joven, coqueteaba con la misma idea en el retiro de su casa familiar escocesa. James Clerk Maxwell comenzaba a escribir La teoría del calor, obra en la que se permitía explorar y cuestionar, por primera vez, la naturaleza irreversible del paso del tiempo.
La flecha inexorable
Parece de sentido común afirmar que el tiempo fluye en una dirección. Podemos ir y volver en el espacio, pero el tiempo nos empuja inexorablemente hacia el futuro. Esto es extraño si revisamos las leyes fundamentales de la física. Tanto el electromagnetismo como la relatividad son teorías inmunes a la inversión temporal: una película del sistema solar puesta hacia atrás respeta perfectamente estas leyes. Sólo la teoría de la fuerza débil, responsable del decaimiento nuclear, es sensible a la dirección del tiempo. Sin embargo, su fenomenología está apenas presente en nuestra vida diaria, por lo que no sería fácil detectarla en una película.
¿Cómo podemos discernir si una secuencia en la que presuntamente se exhibe una escena del universo está al revés o al derecho? Si vemos humo concentrándose desde el aire para entrar en una chimenea, café calentándose espontáneamente en una taza o astillas de vidrio levantándose por los aires para conformar un elegante florero, tendremos fuertes razones para la sospecha. Ninguno de estos fenómenos está prohibido por las leyes físicas; pero es infinitamente improbable que estas cosas sucedan.
Suponga que dispone una fila de cien monedas de modo que la primera mitad muestra la cara y la segunda el sello. Luego las recoge, las revuelve y las dispone en fila nuevamente. Si encontrara que se repite la secuencia inicial, difícilmente podría reponerse de la sorpresa. No es porque las leyes de la naturaleza no lo permitan sino porque se trataría de una suerte inverosímil. La probabilidad de que algo así ocurra es la de ganar la lotería seis veces consecutivas. Son un quintillón de posibilidades “desordenadas” contra una sola: las monedas se desordenarán. Y cualquier persona que vea un video del experimento sabrá rápidamente cuál es la dirección en que ocurrieron los hechos. Mientras mayor sea el número de monedas, más inverosímil será que se ordenen espontáneamente.
Es así como la flecha del tiempo nos la provee la interacción con el enorme número de objetos que nos rodean. El desorden creciente e inexorable al que los físicos denominamos entropía. La segunda ley de la termodinámica nos dice que ésta siempre aumenta en un sistema cerrado. Es una ley estadística que existe sólo porque el número de constituyentes es enorme, aunque los procesos fundamentales entre partículas sean ciegos a la implacable dictadura del paso del tiempo.
experimento mental
Una de las consecuencias más importantes de la segunda ley de la termodinámica es que el calor pasa siempre de cuerpos calientes a fríos, y no al revés. La temperatura es una medida de la energía de movimiento de las moléculas constituyentes de un objeto. Podemos imaginar un modelo simple en el que a las moléculas rápidas las llamamos “cara”, y “sello” a las lentas. Si tenemos un tanque de agua separado en dos compartimentos —caliente y frío— conectados por una pequeña válvula por la que pueden pasar las moléculas, entonces con el tiempo, a medida que pasan de un lado a otro, caras y sellos se mezclarán. El lado caliente se habrá enfriado y el frío, calentado. Terminaremos así con los dos compartimentos llenos de agua tibia.
Una de las consecuencias más importantes de la segunda ley de la termodinámica es que el calor pasa siempre de cuerpos calientes a fríos, y no al revés. La temperatura es una medida de la energía de movimiento de las moléculas constituyentes de un objeto.
James Clerk Maxwell fue uno de los grandes arquitectos de la física del calor a fines del siglo XIX. Como buen físico, intentaba poner a prueba las leyes de esta nueva ciencia. En 1867 escribió a su amigo Peter Tait proponiendo un experimento mental que parecía violar la segunda ley de la termodinámica. Imaginó el mismo par de compartimentos que nosotros, llenos de agua tibia, pero urdió la posibilidad de que un hipotético ser inteligente controlara la válvula, abriéndola brevemente sólo cuando se aproximara un sello hacia la derecha o una cara hacia la izquierda. Así, iría acumulando caras a la izquierda y sellos a la derecha. Del equilibrio térmico pasaríamos a la separación de agua caliente y fría: el calor estaría fluyendo en dirección opuesta a la dictada por la teoría.
Algunos años más tarde, Lord Kelvin bautizaría como “demonios de Maxwell” a estos seres imaginarios y rebeldes. El extraño experimento mental fue enfrentado por muchos físicos, entre los que destacan Marian Smoluchowski y Leó Szilárd, quien lo abordó en su tesis de doctorado en 1922. El mismo Szilárd que veinte años después diseñaría el primer reactor nuclear junto a Enrico Fermi. Lo que se concluía era que cualquier dispositivo que hiciera las veces de demonio de Maxwell produciría más entropía de la que ayudaba a reducir, aumentando la entropía total.
El trinquete de Feynman
Para entender mejor al demonio de Maxwell, Richard Feynman propone en sus legendarias Lectures on Physics un ingenioso experimento mental (similar al urdido por Smoluchowski). Suponga que tiene un molinillo dentro de una caja con un gas. El molinillo no se mueve, ya que las moléculas del gas golpean sus paletas por todos lados simultáneamente, sin entregarles un impulso neto en ninguna dirección. Ahora imagine que conectamos el molinillo a un trinquete, esto es, un mecanismo —similar al que tienen las bicicletas— que permite el giro hacia un lado solamente: una versión automática del demonio de Maxwell. Cuando las moléculas del gas empujen aleatoriamente hacia el lado en que el trinquete permite el movimiento, el molinillo girará; sin embargo, no podrá hacerlo cuando una fluctuación azarosa lo empuje hacia el lado contrario. El efecto neto, en apariencia, es que la rueda se mueve por la acción de la temperatura del gas. Esto contradice la segunda ley de la termodinámica.
Podemos pensar en un ejemplo aún más sencillo. Una cámara de rueda tiene una válvula que deja pasar el aire hacia adentro, pero no hacia afuera. Esto implica que una pequeña fluctuación de la presión cerca de la válvula hará que entre algo de aire. El inverso no podría ocurrir, y el efecto neto es que una cámara desinflada se inflaría espontáneamente. La válvula es el demonio de Maxwell en este caso, como antes lo fue el trinquete. Si viéramos una película con este fenómeno no nos cabría duda de que está temporalmente invertida. En efecto, Feynman nos muestra que esto no ocurre ya que las fluctuaciones que permiten que el aire entre o la rueda gire también afectan al mecanismo del trinquete o la válvula, haciendo que en ocasiones la rueda pueda invertir su giro o el aire salir de la cámara. La segunda ley de la termodinámica sigue firme y segura; la flecha del tiempo inexorable.
Cerebros endemoniados
Cuando mezclamos una gota de tinta en el agua o ponemos dos objetos de temperatura distinta en contacto, la entropía aumentará hasta que la tinta se disuelva homogéneamente en el agua o los objetos alcancen idéntica temperatura. En ese instante se llega a la máxima entropía, al equilibrio, y ya nada más puede pasar. El tiempo, ante la ausencia de acontecimientos, deja de tener sentido. Por lo tanto, para que exista una flecha del tiempo en el universo, éste tuvo que comenzar en un estado de entropía muy baja. ¿Hay alguna ley física que explique por qué esto es así?
Algunos han propuesto que en realidad el universo está en equilibrio, pero nosotros vivimos en una pequeña fluctuación en donde la entropía bajó por azar, algo que efectivamente ocurre en sistemas en equilibrio. Pero producir universos enteros a partir de fluctuaciones no es posible. El argumento más insólito apareció en la primera década de este siglo.
Si fuésemos una gran fluctuación en la que ocurrió todo, desde el Big Bang hasta la evolución en la Tierra, incluyendo el surgimiento de cerebros humanos, entonces fluctuaciones mucho más pequeñas —y, por lo tanto, más probables— podrían crear espontáneamente cerebros. Cerebros flotando solos en el espacio, con nuestras memorias, nuestros deseos, nuestras percepciones. Sería entonces mucho más probable que usted o nosotros seamos un “cerebro de Boltzmann”, como se denominó a este nuevo ente imaginario, creado para poner en evidencia el absurdo al que una mala hipótesis nos puede llevar. No hay cerebros de Boltzmann. Tampoco existen otras variantes de los demonios de Maxwell, como las máquinas de movimiento perpetuo o los negocios que aseguran una rentabilidad enorme y segura. Por lo mismo que se nos enfría el café en la taza y el tiempo, inexorable, se abre paso hacia el futuro.