La Tierra es un pedrusco cualquiera que orbita alrededor de una modesta estrella de los arrabales de una galaxia del montón. Pero es nuestro pedrusco y, como tal, lo es todo para nosotros. No es sorprendente que la humanidad la haya imaginado en el centro del universo y que haya costado tanto convencerse de la falsedad de esta cosmogonía.
Dejando de lado las tesis creacionistas que le asignaban una edad de pocos miles de años —el arzobispo irlandés James Ussher llegó a calcular, en el siglo XVII, que la creación tuvo lugar al atardecer del 22 de octubre del año 4004 a.C. (sin aclarar en qué lugar del esférico planeta estaba atardeciendo)—, la tesis dominante del siglo XVIII era la de una Tierra eterna, “sin vestigios de un comienzo ni perspectivas de un final”, como decía James Hutton, padre de la geología. Esa disponibilidad infinita de tiempo permitía justificar la ocurrencia de toda clase de procesos geológicos, por muy lentos que estos fueran: la sedimentación y la erosión, los pliegues de los diversos estratos, la emergencia de cadenas montañosas. Todo lo que un observador atento podía verificar y que “debió darse de un modo similar en el pasado”.
Estas ideas fueron desarrolladas en el siglo XIX por Charles Lyell en Principios de geología, uno de los libros que el joven Charles Darwin leyó con entusiasmo a bordo del Beagle. Los dos Charles estaban convencidos del gradualismo, de la exasperante lentitud de los cambios en la morfología terrestre. Compartían sus convicciones con gran entusiasmo, pese a que Lyell no simpatizara con las ideas de su tocayo, quien trasladaba el gradualismo a la evolución de las especies. La geología y la biología, en cualquier caso, comenzaban a hablar el mismo idioma.
En la no muy lejana Belfast de aquellos días, un adolescente inquieto y brillante leía con devoción los textos de Joseph Fourier sobre la teoría del calor. William Thomson no había cumplido veinte años cuando se le ocurrió aplicar las ideas de Fourier para elucidar la edad del planeta. Si la Tierra tuvo su origen en el enfriamiento de material fundido, podría calcular su edad midiendo la diferencia de temperatura entre la superficie y las capas interiores cercanas, al igual que un forense puede determinar la hora de deceso —si es reciente— a partir de la temperatura interior del cadáver. En efecto, diversas observaciones mencionaban un aumento promedio de medio grado cada quince metros de profundidad, lo que para Thomson era una prueba inequívoca de la finitud de la vida del planeta.
Las razones de Lord Kelvin
Cuando Darwin publicó, en 1859, El origen de las especies, reflexionó sobre la formación de un enorme bosque del sureste de Inglaterra y concluyó que hicieron falta 300 millones de años para que la erosión pudiera explicarlo. Thomson ya era una leyenda a esa altura, pese a su juventud. Sus contribuciones a la naciente termodinámica y sus incursiones en proyectos tecnológicos de punta, sumados a su carácter desafiante y provocador, lo catapultaron a una posición de influencia en la ciencia británica, nunca vista desde Newton. Años más tarde recibiría los honores de la monarquía y se convertiría en Lord Kelvin.
Kelvin no era de aquellos que aceptarían con indulgencia las nuevas ideas que llegaban del matrimonio entre la biología y la geología. Retomó sus apuntes juveniles, recabó nuevos datos, rehízo los cálculos y publicó un breve y lapidario texto en el que refutó la doctrina del gradualismo y, con ella, la flamante teoría de Darwin. Utilizando argumentos termodinámicos, demostró que la edad de la Tierra debía ser de unos 25 millones de años y que el Sol no podría mantener su actividad por más de 30 millones. Su razonamiento era impecable. Midiendo la diferencia de temperatura cerca de la superficie y sabiendo el punto de fusión de las rocas, así como sus propiedades conductoras del calor, el riguroso imperio de las ecuaciones de la termodinámica arrojaba la edad mencionada.
La situación era aún más severa con el Sol. Conociendo su masa y suponiendo que la naturaleza de su combustión fuera la más eficiente conocida en el siglo XIX, agotaría su combustible en unos pocos miles de años. A menos que recibiera el impacto continuo de meteoritos y asteroides (invisibles desde la Tierra) que inyectaran energía al sistema extendiendo su vida útil. El número de estos no podía ser excesivo ya que podría desestabilizar la órbita de Mercurio. Con este mecanismo, Kelvin podía extender la vida del Sol hasta los 30 millones de años. Su autoridad intelectual era tan grande y sus cálculos tan precisos, que Darwin eliminó de las siguientes ediciones de El origen de las especies la referencia a los tiempos del proceso evolutivo.
Hipótesis inconfesables
Una buena parte de las revoluciones científicas nacen a partir de la identificación de hipótesis que no habían sido explicitadas, normalmente porque en el paradigma de la época estaban tan naturalizadas que pasaban desapercibidas. El cálculo de Kelvin es sencillamente perfecto, pero no se le ocurrió pensar que el interior de la Tierra pudiera ser líquido. Tampoco podía imaginar la existencia de una fuente de energía como la fusión nuclear, porque aún no se conocía el núcleo atómico ni su carácter de reservorio energético capaz de llevar la vida útil del Sol a más de diez mil millones de años.
El cálculo de Kelvin es perfecto, pero no se le ocurrió pensar que el interior de la Tierra pudiera ser líquido. Tampoco podía imaginar la existencia de una fuente de energía como la fusión nuclear, porque aún no se conocía el núcleo atómico ni su carácter de reservorio energético.
En relación al interior de la Tierra, hay un giro irónico en esta historia. John Perry era un joven ingeniero irlandés que trabajó como asistente de Kelvin, por quien sentía una enorme admiración. Se le ocurrió pensar en la posibilidad de que la Tierra fuera líquida en su interior, con lo que podía explicar una edad mucho mayor: al tener un reservorio caliente que, dadas las posibilidades de movimiento del líquido que el sólido no posee, podría revolverse y hacer las veces de sistema hidráulico bajo una losa radiante.
Demostró que fácilmente podía justificar una edad de la Tierra de dos o tres mil millones de años con esa hipótesis. Intentó comentarlo con Kelvin, quien no mostró mayor interés. Finalmente lo publicó en la revista Nature en 1895, pero su carácter inseguro lo llevó a desconfiar de sus resultados, lo que, en definitiva, hizo que pasaran desapercibidos. Varias décadas después se retomaron estas ideas, que resultaron ser correctas, y se llegó a la teoría de la deriva continental, también fundamental para la evolución de las especies.
La Tierra no ha existido siempre ni es tan joven como Kelvin pensaba. ¿Qué edad tiene? ¿Cómo podemos determinarla?
Un reloj nuclear
No todos los núcleos atómicos son estables. Los más pesados concentran un número grande de protones que, debido a su carga eléctrica, generan fuerzas de repulsión que tienden a desarmarlos, luchando contra las fuerzas nucleares que lo mantienen cohesionado. La agitación incesante que la mecánica cuántica impone al universo microscópico induce, de tanto en tanto, la desintegración de estos núcleos que decaen en otros más pequeños. La emisión de partículas y radiación que acompaña a este proceso se llama radioactividad.
Hay sólo dos formas de que estos núcleos inestables puedan existir hoy, después del lapso transcurrido desde su génesis en explosiones estelares cuya enorme energía fue capaz de ensamblarlos. La primera es que no sean tan inestables, de modo que la probabilidad de que se desintegren sea tan baja que, aún después de escalas cósmicas de tiempo, quede una proporción de ellos. Es lo que sucede con el uranio-238, el menos inestable de sus isótopos, que puede permanecer intacto por tiempos tan grandes como la edad del universo.
No podemos predecir el momento en que un núcleo particular de uranio decaerá. La mecánica cuántica es intrínsecamente probabilista. Una forma de caracterizar su vulnerabilidad es a través de una magnitud conocida como vida media: el tiempo que demoran en decaer la mitad de los núcleos de una muestra. Este lapso es independiente del número inicial de núcleos, siempre que la muestra sea grande, de tal modo que podamos hacer estadística. En el caso del uranio-238, esta vida media es de 4.470 millones de años, cerca de un tercio de la edad del universo.
Los núcleos radiactivos son relojes naturales que nos permiten conocer la edad de un objeto, siempre que sepamos la cantidad inicial de estos y que no se hayan seguido produciendo. Bastará contar en cualquier momento cuantos quedan para averiguar el tiempo transcurrido.
Una segunda forma de contar con núcleos inestables es que existan mecanismos para crearlos. Es lo que sucede con el carbono-14, que se forma en la alta atmósfera a partir del nitrógeno, gracias a la exposición a radiaciones cósmicas muy energéticas. El carbono-14 tiene una vida media de 5.700 años.
Los núcleos radiactivos son relojes naturales que nos permiten conocer la edad de un objeto, siempre que sepamos la cantidad inicial de estos y que no se hayan seguido produciendo. Bastará contar en cualquier momento cuántos quedan para averiguar el tiempo transcurrido. El uranio-238 decae en núcleos que a su vez decaen en otros, en una cadena que termina al llegar a un núcleo estable, que en este caso es el plomo-206. De este modo, si nos entregan un objeto que sabemos que en algún instante contuvo uranio y nada de plomo, entonces podremos determinar su edad conociendo la proporción de plomo-206 versus uranio-238 en cualquier instante.
La belleza interior de un piedra semipreciosa
El zircón es una piedra semipreciosa bastante común. Los cristales incoloros tienen propiedades ópticas muy similares a las del diamante, por lo que representan una variante accesible para acompañar el rito de consolidar compromisos de amor. Existen además en todo un abanico de colores y son una de las primeras piedras preciosas que coronaron la corteza terrestre. Se crearon directamente al enfriarse y solidificarse el magma que asomaba sobre la superficie. El zircón es un cristal que contiene tres átomos: zirconio, silicio y oxígeno, ordenados en una red cuyo patrón se repite en todas direcciones.
En ocasiones, sin embargo, un átomo distinto a los que forman el zircón logra colarse en el arreglo. Es lo que llamamos una impureza.
No cualquier impureza es posible, ya que la compatibilidad con la red depende críticamente de las propiedades físicas del polizón, que se inserta en el cristal como una llave en una cerradura. En este caso, por ejemplo, el uranio es fácilmente asimilable por la red, pero el plomo no. El zircón, por lo tanto, suele contener pequeñas trazas de uranio cuando nace, pero nada de plomo. ¡Es precisamente lo que necesitamos para usarlo como reloj! La proporción de plomo-206 versus uranio-238 que encontremos hoy será una medida precisa del tiempo transcurrido desde que el cristal se formó, al endurecerse la corteza terrestre. Este es uno de varios relojes similares que esconden las rocas. Todos ellos coinciden en que la Tierra tiene una corteza sólida desde hace 4.540 millones de años.
La fría piedra que nos adorna con brillantes colores y luminoso fulgor reserva su belleza más profunda en las entrañas: un entramado sutil de relojes que nos hablan con franqueza de su añeja historia.