Una mañana le parecieron bellas. Pudo ver, detrás del escalofrío original frente a esos cuerpos transfigurados, la mano del artista. La pulcritud de las transiciones, la selección en los colores, la finura para retirar toda una piel humana y luego ser capaz de volver a ponerla. Pensó en cómo sería el hombre que milenios atrás había hecho esos trazos, esas incisiones que hoy consideraríamos salvajes, feroces. Pensó, también, en cómo habrían estremecido en 1917 a Federico Max Uhle, el arqueólogo alemán que las sacó de sus sepulcros por primera vez, y que parecía no haberse atrevido a ir demasiado lejos en la descripción de esos cuerpos. De lo que les habían hecho.
Consideró que esas, las que habían recibido esos cadáveres y los habían transformado así, no eran manos aficionadas. Claro que no. Eran manos preparadas en rituales que no podía imaginar, para retirar los órganos, para cambiar los músculos por barro, para aplicar la piel, para pintar con destreza. Y para que la conversión durara siglos, milenios, hasta llegar a sus manos. Ya lo sabía él, Bernardo Arriaza, mientras las estudiaba en el museo de San Miguel de Azapa, en alguna tarde de 1983: esas momias chinchorro, las de los primeros habitantes de la costa del desierto de Atacama, eran las momias creadas por el hombre más antiguas en el mundo, dos mil años antes que las egipcias, en el 5000 antes de Cristo. Aunque ya entonces en Chile, como sucedería durante las décadas posteriores, no se les prestara mucha atención.
Había llegado a tenerlas entre sus manos más bien por casualidad. Tenía 24 años, y en medio de una crisis vocacional, luego de unos años estudiando sin ganas para ser ingeniero, se había ido a Arica siguiendo la historia de su padre, un ex trabajador salitrero. Luego había conseguido un trabajo como ayudante en el museo, con la vaga idea de que podía ser interesante. En Coltauco, su localidad en la VI Región, su infancia había tenido algo de eso: jugar a ser cazadores, analizar los restos de algún animal muerto, buscar fósiles por los cerros. Pero ahora era 1983, acababa de entrar al museo como ayudante de Marvin Allison, uno de los pioneros de la bioarqueología en el país, y estaba por suceder uno de esos accidentes triviales que pueden cambiar la vida de un grupo de personas: la rotura de una cañería en el Morro de Arica iba a obligar a hacer excavaciones. Y entonces aparecerían.
Las cajas, que fueron llegando y ellos fueron abriendo, pronto no cabían en el lugar. Las momias eran más de cien, y estaban allí porque era el único sitio en el que podían tener algún sentido. El profesor Allison lo buscaba en la paleopatología, el estudio de la evolución de las enfermedades: sus problemas en los oídos, sus tibias deformadas, sus padecimientos de treponematosis, una especie de sífilis no venérea. Pero el ayudante Bernardo Arriaza y su compañera Vivien Standen, ambos futuros bioantropólogos, tomaron una tarea más simple: ir catalogando a las distintas momias, desde las más antiguas, negras y extremadamente modificadas, hasta las más recientes, rojas y de una belleza sepulcral. Y lo que fueron mostrando las radiografías, lo que había detrás de esas cubiertas de manganeso y esas máscaras de barro, los dejó absortos.
–A mí no me horrorizaban, me parecían fascinantes –dice Bernardo Arriaza–. Y me siguen pareciendo. Los simbolismos, más allá de la muerte: el cuerpo sin órganos, transformado, modelado, reconstruido.
Está sentado en un café de la capital, donde ese día ha presentado, junto con Standen –con quien, 30 años después, sigue llevando el eje de las investigaciones sobre esas momias–, un libro que reúne veinte textos de investigadores del Norte sobre la cultura chinchorro, aún poco conocida en el resto de Chile. En los días siguientes, el antropólogo se reunirá con un productor de cine español, que trabaja en Nueva York, y le dará permiso para usar sus teorías e investigaciones, y escribir con ellas un guión sobre la vida de los misteriosos seres del fin del mundo que cambiaban sus cuerpos para enfrentar la muerte.
Las preguntas, en esa conversación, serán las mismas de siempre: ¿Por qué un grupo de pescadores supuestamente primitivos, en la zona más árida del planeta, hace más de siete mil años, crearon las técnicas de momificación más sofisticadas e inquietantes de la historia? ¿Qué fuerza los impulsó? ¿A qué le tenían miedo? ¿Qué rostro de la muerte habían visto para esperarla así, con sus cuerpos hechos de barro, sus huesos de fibra vegetal, con una piel compartida? ¿Por qué también los fetos, en ese pasado perdido, esperaban la hora final transfigurados?
Tres décadas después, Bernardo Arriaza está seguro de tener algunas respuestas.
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–Estudiar el pasado es como un puzzle: le vas agregando segmentos, tratas de interpretar lo que pasó como una escena del crimen. Tienes algunos elementos, y haces una hipótesis. Luego se te cae. Y vuelves a atacar esa verdad, pero nunca la agarras del todo. Como un crimen. Bueno, ya sabes quién lo mató, ¿pero por qué lo mató? ¿Cómo podemos estar seguros? Y así sigues.
Las preguntas sobre los chinchorros le han durado toda la vida. Más que la causa de sus muertes, su obsesión siempre fue lo que venía después, aunque hoy cree que ambas cosas están relacionadas entre sí. Las pistas han ido apareciendo de a poco. Primero en el museo de Azapa, en los estudios que darían forma al primero de sus libros sobre los chinchorros, Beyond Death, y luego en su largo paso por EE.UU., donde estudió Antropología Física y un doctorado en la U. de Arizona, y trabajó durante una década en la U. de Nevada. Luego regresó al país, hace diez años, para volver al punto de origen: a las momias que conoció en 1983, que hoy analiza en la U. de Tarapacá.
De esos cuerpos detenidos en la muerte ha ido extrayendo retazos de vida. Hoy, dice, si se transportara siete mil años al pasado, en el sector costero del desierto, cerca de lo que hoy es Arica, lo que cree que vería es esto: un lugar lleno de aves y lobos marinos, con pequeños grupos humanos, en los alrededores de una playa que después se llamará Chinchorro, pero que ellos nombran con algún vocablo extinto. Algunas chozas, mucho humo, hombres pescando, niños desconchando. Muy pronto alguna pelea, un golpe en el cráneo, un muerto. Gente agachada mariscando, con la espalda llena de microfracturas, que milenios después un antropólogo obsesivo mirará en su laboratorio. Y una inteligencia que no puede ser básica. No si al muerto le van a hacer un proceso como el que está a punto de empezar.
–El gran aporte de la cultura chinchorro es su complejidad, siendo sólo pescadores-recolectores –dice Arriaza–. La complejidad de la obra, la adquisición de elementos para transformar al individuo en un cuerpo artístico. Eso requiere organización, una estructura social, expertos. Nos muestra su inteligencia en un ambiente extremo.
El procedimiento varió con el paso de los milenios. Cuando Bernardo Arriaza lo explica –otra vez fascinado–, va indicando los procedimientos sobre su cuerpo, paso a paso, como si él fuera el momificador y también la momia. En el caso de las momias negras, las más antiguas, el primer paso era remover la piel y los músculos, hasta dejar sólo el esqueleto, y fortificarlo con maderas y fibra vegetal.
–Luego le vas colocando capas de arcilla, y ya le estás dando volumen –continúa el antropólogo–. Con esa arcilla modelaste todo el cuerpo, los ojos, la boca, y entonces le empiezas a agregar la piel. A veces es la piel original, pero también de animales, o de otros individuos. Vas recuperando más del individuo. A veces modelas los ojos, otras veces no. Le agregas una peluca de cabello negro y la sujetas con restos de piel. Una vez que lo tienes listo, lo pintas con manganeso, recolectado de zonas cercanas.
Algunas de esas técnicas las ha probado con restos animales. En el caso de las momias rojas, de hace unos cuatro mil años, el procedimiento era más sencillo: al cuerpo le removían los órganos y lo desmembraban, para introducirle maderos, rellenarlo con arcilla y pintarlo con óxido. El punto central, dice Arriaza, hoy candidato al Premio Nacional de Historia, es entender la unión que esas prácticas muestran entre nuestros primeros antepasados y nosotros mismos.
–Allí está lo que nos hace humanos: emocionarnos frente a la muerte, frente al dolor. Creo que la momificación les ayudaba a cerrar ese ciclo, el dolor social del grupo. A estar en paz. Ese es el hilo de plata que nos está uniendo entre pasado y presente. La gran historia de siempre: la de unos pasajeros en el tiempo que quieren trascender.
La otra pregunta fundamental es qué tragedia gatilló el rito. Y sobre todo por qué –y de esto no hay precendentes en otras culturas posteriores– los chinchorros momificaban a sus fetos. Para eso, Arriaza tiene una teoría: cree que la muerte que enfrentaban los primeros habitantes del Norte Grande era la misma que se enfrenta hoy y se ha enfrentado siempre. El arsénico, esa muerte sin olor ni sabor, que corre silenciosamente por el agua.
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Al principio, sus colegas le dijeron que era un disparate. Era 2005, el antropólogo estaba en un año sabático en Las Vegas, y una mañana se puso a revisar un par de diarios viejos que le había llevado un conocido desde Chile. En uno leyó una noticia que le abrió una puerta en el cerebro: era sobre la evidencia que unos científicos habían recogido, en el norte del país, de la relación entre el consumo de arsénico por parte de la población a mediados del siglo XX y la cantidad de niños nacidos muertos. Ese pieza, cree Arriaza, completó la escena del crimen.
–Las momias de recién nacidos son de las más antiguas, en una zona donde había mil microgramos de arsénico en el agua, y eso hizo que las mamitas tuvieran múltiples abortos. Nace uno, muere. Nace otro, muere. Entremedio, sobrevive alguno. Y frente al dolor empiezan a cuidar a sus fetitos, a pintarlos: es una respuesta cultural frente a un estrés ambiental, que se empieza a expandir.
En los últimos años ha profundizado esa línea sobre el origen de las momias, luego de publicar en 2005 en Journal of Archaeological Science un paper sobre el envenenamiento de los chinchorros con un buen cúmulo de pruebas, entre ellas estudios al pelo y las uñas de sus momias, que mostraron altísimas concentraciones de arsénico. También ha colaborado en estudios de los genetistas Mauricio Moraga y Mario Apata, de la U. de Chile, que han probado la resistencia genética a ese elemento en los descendientes de chinchorros, los actuales habitantes del desierto.
En el camino, dice, se ha transformado en algo así como un embajador de esa cultura extinta, casi olvidada en la historia que contamos sobre nuestros pueblos originarios. Actualmente está apoyando, junto al Ministerio de Bienes Nacionales y la U. de Tarapacá, la recolección de 30 mil firmas para postular a la cultura chinchorro frente a la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, pero aún faltan más de cinco mil. La idea de la campaña es acceder a más recursos para evitar que los restos, afectados en la última década por el aumento de la humedad en la zona y la presencia de microbios, se sigan deteriorando.
La otra esperanza es el postergado Museo de la Cultura Chinchorro, un proyecto incluido por el gobierno en 2014 en el Plan Especial de Zonas Extremas, con un plazo de cuatro años y un presupuesto de $26 mil millones, pero que todavía no comienza a construirse, y de hacerse no estaría listo hasta la próxima década.
El sueño de Bernardo Arriaza es otro:crear un gran parque arqueológico, en Arica o cerca de la localidad de Camarones, donde enfrentaron la muerte los últimos chinchorros, para observar los restos donde fueron encontrados, en el desierto que los detuvo en el tiempo.
De esa forma, dice, podría pararse y observarlo todo. Lo que fue y lo que es.La escena del crimen completa.