Por José Edelstein, académico de la U. de Santiago de Compostela, y Andrés Gomberoff, académico de la Facultad de Ingeniería y Ciencias, UAI // Ilustración: Fabián Rivas Julio 1, 2016

Ondas gravitacionalesHace dos semanas el experimento LIGO (siglas en inglés para el Observatorio de Ondas Gravitacionales de Interferometría Láser) dio a conocer la detección de una segunda onda gravitacional. Se trataría de los últimos estertores de un par de agujeros negros que tras una vertiginosa caída en espiral, el uno sobre el otro, se fusionaron. La intensidad del evento fue capaz de deformar con tal violencia el espacio-tiempo —como el golpe de una baqueta deforma un tambor— que la arruga provocada se propagó en forma de ondas gravitacionales que surcaron el espacio durante 1.400 millones de años hasta llegar a los detectores de LIGO.

Un evento muy similar al observado el 15 de septiembre pasado salvo por un par de tecnicismos: los agujeros negros eran más pequeños y el evento de mayor duración. Podría pensarse que, agotada la novedad, no hay mayores razones para hablar nuevamente del tema. ¡No es cierto! Más allá de la noticia, lo cierto es que hay ahora mucho más de lo que hablar. Podemos discutir con más rigor algunos aspectos del nuevo universo que se está develando. Pero también podemos hablar de cómo y por qué se hace ciencia. De la pasión y de las fuerzas que la impulsan. Del fracaso y de la gloria, esos dos impostores.

El trágico invierno de Weber

Una mañana muy fría de enero de 2000, el octogenario profesor Joseph Weber llegó temprano a su laboratorio en la Universidad de Maryland. El pavimento estaba escarchado, por lo que decidió estacionar su auto en la cima de la colina que se alzaba antes de llegar al edificio. Así no tendría problemas para subir con él a su regreso. En la pronunciada pendiente cubierta de hielo que lo separaba del laboratorio, resbaló, cayendo aparatosamente y fracturándose algunas costillas. El hombre que treinta años antes se había convertido en una celebridad, aquel a quien todos habían admirado y aplaudido, yacía ahora en el cemento frío, dolorido y solo.

Su caída fue un eco de lo sucedido en los años que siguieron a su fallida consagración, cuando en la edición del 16 de junio de 1969 de la prestigiosa revista Physical Review Letters, anunció el descubrimiento de las hasta entonces elusivas ondas gravitacionales.

Weber era un físico connotado. Había sido uno de los primeros en describir la física del láser en 1952, a pesar de que la gloria recayó en otros que hicieron más tarde los primeros prototipos, ganando el premio Nobel en 1964. Fue más tarde el primero en aventurarse en la búsqueda de las ondas gravitacionales que había predicho Albert Einstein. Su empresa había sido seguida y celebrada por los más importantes físicos de la época. Sus aparatos para la medición de estas ondas fueron reproducidos en distintas partes del mundo. Él mismo fue responsable del envío de un detector a la Luna en la misión Apolo 17, en 1972.

La detección de una segunda onda gravitacional permite, además de reafirmarse en la convicción de su existencia, comenzar a hacer física de mayor precisión. Estudiar, por ejemplo, si la llegada de la onda es acompañada por radiación electromagnética.

Pero el único que reportaba evidencias de ondas gravitacionales en sus instrumentos era Weber. A pesar del entusiasmo que generó entre sus pares, nadie más pudo reproducir sus resultados. Su credibilidad y prestigio se fueron deteriorando hasta que se fue quedando solo. Su tenacidad inquebrantable se fue transformando en tozudez. Los fondos estatales se fueron cortando y el laboratorio vaciando, hasta que él mismo terminó ocupándose de toda su operación sin la asistencia de nadie. Así, cuando terminaba el siglo XX y la National Science Foundation comenzó a financiar las nuevas tecnologías que ofrecía desarrollar LIGO, también terminaba el sueño de Weber.

A sus ochenta años, triste, solitario y final, yacía en la calle escarchada de la Universidad de Maryland el fundador de la gravitación experimental, el primero en llevar la teoría de Einstein al laboratorio cuando nadie lo creía factible. El otrora legendario profesor Weber comenzaba finalmente a claudicar. Ocho meses después moría consumido por un cáncer pulmonar.

Tendrían que pasar más de cuarenta años para que sus esfuerzos fundacionales fueran reconocidos en la conferencia de prensa en la que se anunció el hallazgo de ondas gravitacionales. Allí, Kip Thorne recordó que “esta ha sido una empresa de medio siglo, que comenzó con el trabajo pionero de Joseph Weber”, mientras que la directora de la National Science Foundation se congratulaba de haber invitado ella misma a la astrónoma Virginia Trimble, viuda de Weber, para reconocer el trabajo de éste. Paradójicamente, como ocurre y debe ocurrir en la ciencia, la misma agencia que abandonó a Weber en favor de las nuevas tecnologías puso en claro que sentía orgullo por sus viejos instrumentos, al punto de exhibirlos actualmente en los edificios de LIGO, en Hanford.

Weber fue el primero, pero no pudo llegar a la meta. Su sacrificio no fue en vano. LIGO, el segundo en intentarlo, logró arribar a buen puerto, en gran medida gracias al trabajo pionero del primer explorador de las olas del universo.

Dyson y el sueño de la ciencia

En un legendario ensayo escrito en 1962, llamado “Máquinas gravitacionales”, Freeman Dyson, uno de lo científicos más influyentes del siglo XX, especuló con la posibilidad de que civilizaciones avanzadas fueran capaces de obtener energía gravitacional desde un sistema de dos estrellas de neutrones girando una en torno a la otra. Allí mostró cómo este tipo de estrellas compactas tienen la característica de emitir abundante radiación gravitacional en pulsos muy cortos (de menos de dos segundos), con frecuencias de unos 200 Hz, agregando que “es valioso mantener el ojo puesto en este tipo de eventos usando los instrumentos de Weber o alguna modificación de estos”.

De hecho, eran este tipo de eventos los que se esperaban en LIGO. Las colisiones de agujeros negros se pensaban mucho menos comunes y, sin embargo, la segunda detección, cuya señal fue más intensa y duradera (duró más de un segundo y su frecuencia varió entre los 35 y 450 Hz, bastante cerca de las estimaciones de Dyson), también es consistente con la colisión de dos agujeros negros de 14 y 8 veces la masa del Sol.

La importancia de esta segunda detección es crítica, ya que con un solo evento, por muy real que parezca, es poco probable ganar la credibilidad de toda la comunidad científica. Los fundadores de LIGO conocen bien la tragedia de Weber, por lo que saben de la importancia de extremar las precauciones ante anuncios científicos tan radicales. Este segundo evento los hace respirar más tranquilos. Poco a poco el hallazgo parece consolidarse, dando consistencia firme al suelo sobre el que transitamos el viaje de exploración al que llamamos ciencia. Cuanto más robustos sean los pilares que lo sostienen, más lejos podremos aventurarnos. Así es como el ideario de la ciencia se va tejiendo.

Weber fue un soñador audaz, pero no supo contener sus ansiedades, cosa que en esta humana actividad se paga caro. Fue el mismo Dyson quien le escribió, en una carta fechada en junio de 1975: “Estimado Joe, he estado viendo con angustia cómo nuestras esperanzas se han desmoronado. Siento una enorme responsabilidad personal por haberte aconsejado en el pasado tomar este riesgo con firmeza (…). Los grandes hombres no tienen miedo de admitir públicamente que cometieron un error y han cambiado de opinión”.

Agujeros negros peso mediano

Los agujeros negros son las criaturas más enigmáticas del bestiario universal. Sabemos que pueden, cual astros de rapiña, nacer a partir de la muerte de estrellas suficientemente masivas. Son muchos los posibles escenarios para este proceso y son tantas las estrellas que pueblan el cosmos que es de esperar que todas las posibilidades hayan acontecido. Esta vía de parto da lugar a agujeros negros cuya masa es la de unos pocos soles.

Las mayores evidencias de las que disponemos actualmente, sin embargo, hacen referencia a monumentales agujeros negros que parecen residir en el centro de la mayoría de (o quizás todas) las galaxias, cuyas masas oscilan entre un millón y mil millones de veces la masa del Sol. Poco sabemos, a ciencia cierta, del mecanismo de formación de estos gigantescos agujeros negros.

Pero más misteriosos aún son aquellos cuyas masas no son ni tan grandes ni tan pequeñas. Es cierto que, ahora que sabemos que pares de agujeros negros pueden fundirse para formar uno mayor, podríamos pensar en que estos son el resultado de estas fusiones. Sin embargo, no parece evidente que el proceso de fusión tenga la frecuencia necesaria para justificar que, en la edad del universo, haya podido ocurrir una larga secuencia que explique masas de algunas decenas de masas solares. Pudo haber estrellas con esas masas que justifiquen el nacimiento de estos agujeros negros por el mecanismo convencional cuando el universo era un adolescente de apenas dos mil millones de años. Es pronto para estar seguros de ello.

Una posibilidad incierta pero probable e interesante es que estos agujeros negros de peso mediano se hayan formado por la existencia de materia densamente acumulada en los instantes iniciales de la expansión del universo. Se los conoce como agujeros negros primordiales. Si bien la propia expansión tiende a dispersar la materia, las fluctuaciones estadísticas en su distribución podrían haber llevado a su formación. Estos agujeros negros podrían ser muy livianos, llegando incluso a tener una masa similar a la del monte Everest. Pero también pueden ser mucho mayores, llegando a tener diez o cien veces la masa del Sol.

El astrofísico de la NASA Alexander Kashlinsky sostiene, no sin controversia, que agujeros negros primordiales de algunas decenas de veces la masa del Sol podrían constituir (aunque sea parcialmente) la misteriosa materia oscura. Sostiene que este tipo de agujeros negros es muy abundante y por ello no es una sorpresa que estén presentes en las dos detecciones de LIGO. La detección de una segunda onda gravitacional permite, además de reafirmarse en la convicción de su existencia, comenzar a hacer física de mayor precisión.

Estudiar, por ejemplo, si la llegada de la onda es acompañada por radiación electromagnética, algo que generó dudas en la primera detección, pero pudo descartarse rotundamente en la segunda, certificando que se trató de dos agujeros negros. Está claro que son necesarias más observaciones para tener una taxonomía fiable (que sólo las ondas gravitacionales pueden brindar) de la fusión de agujeros negros en el universo.

Esta historia no ha hecho más que empezar. La detección de la primera onda gravitacional fue el primer sonido de un universo al que creíamos mudo. La segunda, en cambio, nos dice que la astronomía de ondas gravitacionales habrá de ser, lejos de un repiqueteo insulso, la melodía entrañable que Joseph Weber soñó interpretada por la mayor de las orquestas.

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