Estrecho de Magallanes. Son las 10 de la mañana de un miércoles de marzo y somos quince personas de distintas partes del mundo a bordo del Tanu hacia el oeste, rumbo a la isla Carlos III, para ver ballenas jorobadas.
A pesar de que Chile es un lugar privilegiado para verlas porque la población del sureste del Pacífico, compuesta por entre cinco y ocho mil jorobadas (Megaptera novaeangliae), se pasea por nuestras costas dos veces al año, las probabilidades de avistar una en medio del inmenso mar son bajas. Las yubartas, como también se conocen, se mueven como individuos y nadan en un rango de velocidad promedio de entre 65 y 169 kilómetros por día. Esta población recorre más de 16 mil kilómetros al año, récord de la especie, viajando cada verano desde Costa Rica, Panamá, Ecuador y el norte de Perú, donde se aparean y reproducen, hasta la península Antártica, donde se alimentan.
Pero no todas llegan a la Antártica. A mediados de los 90, cuatro científicos chilenos descubrieron que un grupo de jorobadas entraba a los canales del estrecho de Magallanes y se quedaban ahí por casi cinco meses para comer y descansar. Tras estudiarlas, se dieron cuenta de que eran los mismos individuos que volvían año a año, trayendo a sus nuevas crías. El hallazgo era increíble, porque les permitiría verlas regularmente y seguirlas a largo plazo, algo impensado en la mayoría de las zonas de avistamiento, donde ver al mismo animal más de una vez es poco probable. Carlos III era un laboratorio natural. En 2002, Juan Capella, Carlos Valladares, Jorge Gibbons y Yerko Vilina instalaron un campamento y centro de investigación que llamaron Whalesound, por su cercanía al seno Ballena. Pero rápidamente se dieron cuenta de que para financiar la investigación, que requería de una embarcación moviéndose permanentemente por los canales y fiordos fueguinos, iban a necesitar más de lo que ya habían invertido de sus bolsillos. Por eso en 2003 decidieron probar suerte con el turismo, construyendo un campamento básico, pero cómodo, donde recibir a un máximo de diez visitantes. Ese mismo año, la revista indexada de la Comisión Ballenera Internacional publicó su hallazgo.
A fines de los 90, el número de jorobadas en las cercanías de Carlos III variaba en torno a las 30. Hoy, son más de 130.
A eso de las 6 de la tarde, en la bahía Tres Pasos, vimos los primeros soplos. En silencio, observamos decenas de chorros de agua ascendiendo y disolviéndose en el horizonte, como pequeños fuegos artificiales, uno al lado del otro. Y luego, más cerca, pedazos de cuerpo asomándose sobre el agua y el sublime movimiento de sus colas. Por minutos permanecimos en un silencio de asombro y reverencia. La presencia de este enorme y mítico mamífero nadando junto al barco lo llenaba todo. Y luego, como un soplo, lágrimas y gritos. A lo lejos, se asomaba el campamento de Whalesound.
nombres propios
En los canales adyacentes a la isla Carlos III hay una gran productividad marina por una serie de condiciones geográficas y topográficas que crean surgencia costera, levantando nutrientes del fondo marino. La enorme presencia de plancton, kril y sardinas atrae a jorobadas, orcas, delfines, pingüinos de Magallanes, lobos y elefantes marinos y más de 25 especies de aves marinas, entre ellas petreles, albatros de ceja negra, cormoranes emperadores, pilpilenes y skúas.
Tras el hallazgo del grupo de Whalesound, en agosto de 2003, el gobierno chileno reconoció la necesidad de proteger su biodiversidad y declaró la zona como la primera Área Marina Costera Protegida del país, con más de 73 mil hectáreas y una zona núcleo de 1,5 hectáreas. Fue el primer parque marino decretado en Chile. Ambos fueron bautizados como Francisco Coloane, en honor al novelista chileno que escribió del mar.
“Lo que protege a este lugar es la lejanía”, dice Juan Capella. “No hay una estructura administrativa, infraestructura ni personal que fiscalice lo que ocurre dentro del área protegida. Es un parque de papel, que lleva 13 años en el papel” .
El Francisco Coloane no tiene guardaparques, pero tiene a Juan Capella, biólogo chileno de 53 años que ha dedicado toda su carrera al estudio del lugar. Desde que descubrió la zona de alimentación en 1997, decidió volver a vivir en Chile, luego de 19 años estudiando jorobadas en Colombia. Desde entonces pasa aquí largas temporadas, entre diciembre y mayo, fotoidentificando a las jorobadas y estudiando su ecología, genética, biogeografía, migraciones y comportamiento. “No me sé los números de teléfono de nadie y se me olvidan los nombre de la gente”, dice mientras revisa fotos de las ballenas que vimos, identificándolas en menos de cinco segundos. “Pero los nombres de las ballenas, no. Eso se llama memoria selectiva”.
Las jorobadas son cetáceos barbados de la familia de las rorcuales —al igual que la ballena Minke, la rorcual austral, la ballena sei, la ballena de Bryde, la ballena azul y la rorcual común o ballena de aleta; todas presentes en nuestras costas— y se caracterizan por tener patrones y dibujos únicos en sus aletas dorsales y sus colas, que funcionan como huellas digitales. Por años, Capella les ha sacado fotos, nombrando a cada ballena nueva que ve e integrándola a su catálogo. La primera que identificó fue Primo, en 1999. A Carlos IV, el número 20, lo ha visto más de 136 veces y cada año desde el 2000. Y a Domingo, el 22, cada año desde el 2002. Para Capella, al igual que para un personaje de Coloane, seguir el camino de la ballena se ha vuelto irresistible.
El jueves, salimos de Carlos III a las 9 de la mañana rumbo al canal Bárbara y el seno Helado. Hay bastante viento, por momentos llueve y por otros sale el sol, sumándole un arcoíris a la increíble belleza del lugar. En menos de una hora de navegación, vemos la primera ballena.
“Es el 152, Glomeru”, dice Capella, mirando a través del lente de su cámara, que tiene un añadido de PVC para protegerlo del agua. Inmediatamente anota la hora, ubicación, el nombre de la ballena y lo que estaba haciendo en un pedazo de mica blanca donde lleva el registro a lápiz mina. Glomeru respira varias veces y luego hace una inmersión de 4 a 6 minutos, dejando una enorme aureola en el agua. “¿De dónde sacaste ese nombre?”, le pregunto. “Es que cuando era chiquito tenía unas bolitas en la cola, todavía las tiene”, contesta riendo, y luego sigue mirando.
Al rato vemos dos más. Son la 44 y la 43, anuncia Capella. Felipe Navarro, el capitán del Tanu, se acerca en marcha lenta. El aire caliente expulsado de sus pulmones se condensa en contacto con el aire frío, convirtiéndose en una nube de vapor que emerge y nos moja. El silencio se convierte en gritos de asombro y euforia colectiva. Capella también se emociona. “Siempre es un agrado verlas porque significa que no murieron durante el año y que volvieron”, explica.
Las jorobadas miden entre 12 y 16 metros de largo, pesan cerca de 40 toneladas y se caracterizan, entre otras cosas, por sus largas aletas, las protuberancias en su cabeza, la forma en que se arquean al sumergirse formando una joroba y por ser inquisitivas y activas en la superficie del agua. En las zonas de reproducción, en las aguas del trópico, los machos cantan o realizan una especie de vocalización disonante, para atraer a la hembra. Pero aquí emiten una especie de bufido. Al parque viene casi la misma cantidad de machos que de hembras, explica Capella. Las crías llegan de seis o siete meses y es aquí donde pasan de tomar leche de sus madres a aprender a cazar su propio alimento. Al destetarse, la relación con la madre desaparece. “Pareciera que no hay reconocimiento hacia la madre y después del primer año no se juntan”, dice Capella. Las jorobadas, explica, se mueven como individuos y son animales solitarios. Sólo se relacionan cuando se reproducen, cuando se alimentan, y a veces cuando descansan.
El Tanu se detiene en medio del paso Shag y más de diez jorobadas nos rodean. Se acercan curiosas, nadan por debajo del barco y reaparecen por el otro lado. Además de ballenas, hay focas y pingüinos comiéndose lo que las jorobadas dejan pasar. El paisaje es impactante. Y, de pronto, una jorobada salta mostrándose de cuerpo entero.
Protección cuestionada
En las aguas chilenas se han registrado 43 especies de cetáceos, 50% del total, incluyendo ballenas, delfines y marsopas. Además de todas las rorcuales, en nuestras costas nadan ballenas franca austral y franca pigmea, cachalotes y orcas.
En octubre de 2008, y luego de la aprobación del Senado, la presidenta Michelle Bachelet firmó la Ley N° 20.293 que protege a los cetáceos y prohíbe “dar muerte, cazar, capturar, acosar, tener, poseer, transportar, desembarcar, elaborar o realizar cualquier proceso de transformación, así como la comercialización o almacenamiento de cualquier especie de cetáceo” en nuestras aguas jurisdiccionales, declarándolas como santuario.
Pero a pesar de que la ley manifiesta el objetivo del gobierno de proteger y conservar a los cetáceos, la biodiversidad relacionada y los ecosistemas de los cuales dependen, Capella dice que, en la práctica, no hay una voluntad real. “Lo que protege a este lugar es la lejanía”, dice Capella. “No hay una estructura administrativa, infraestructura ni personal que fiscalice lo que ocurre dentro del área protegida. Es un parque de papel, que lleva 13 años en el papel” .
“Con una colisión de una hembra cada dos años, la población en vez de tener una tasa positiva, comienza inmediatamente con una tasa negativa que se extiende por una buena decena de años”, dice Acevedo.
Jorge Acevedo, biólogo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica, Fundación Cequa, y coautor de un libro sobre conservación de jorobadas en el Francisco Coloane, concuerda. “Hay un decreto de creación, hay un plan de administración, hay un plan de investigación y un plan de acceso turístico pero, obviamente, no están implementados”, dice. “No hay dinero y no hay interés del gobierno a nivel central, ni tampoco en el gobierno regional de implementar los planes”.
Una de las amenazas más importantes para la población de jorobadas de Carlos III es la colisión con barcos. La ruta internacional de navegación que une el Pacífico con el Atlántico atraviesa el área marina costera protegida, y en el documento de regulaciones y direcciones de pilotaje de la Armada de Chile no se menciona ninguna norma especial que tome en cuenta a las ballenas en el área. En 2008, la ruta fue utilizada por 1.681 naves internacionales y 577 nacionales, según la Dirección General del Territorio Marítimo y de Marina Mercante (Directemar), y a pesar de que barcos de más de 200 metros de eslora la utilizan —en 2004 cruzó el portaaviones Ronald Reagan con una eslora de 345 metros y una manga de 70 metros, y en 2006 lo navegó el Queen Mary, de 341 metros de eslora y 41 metros de manga—, no se menciona ninguna restricción de velocidad para navegar el estrecho.
A esto se suma la presencia de la mina Invierno, yacimiento de carbón a cielo abierto ubicada en la vecina isla Riesco, que a mayo de este año ya había embarcado 10 millones de toneladas del mineral para Chile y el mundo.
Además del riesgo de choque o derrame, Capella y otros grupos ambientalistas temen el efecto de los permisos que la mina obtenga para incorporar cuatro tronaduras a la semana como método complementario en la extracción. Las frecuencias de las detonaciones podrían interferir con las de los delfines y las ballenas, explica Capella, que se comunican a través del sonido. Mina Invierno, a través de su representante legal, Sebastián Gil Clasen, ha establecido que sus estudios de impacto acústico y vibratorio “permiten verificar la no generación de riesgo para la salud de la población en individuos de fauna”. Sin embargo, en mayo, la directora regional del Sistema de Evaluación Ambiental entregó un informe donde solicitó revaluar, corregir y entregar todo lo que se relaciona con las emisiones de ruido correspondiente a tronaduras. En su respuesta, entregada el 10 de junio, Gil reiteró que el proyecto “no tiene el potencial suficiente para generar efectos adversos en especies de fauna marina con presencia en el borde costero del seno Otway, por cuanto los niveles presión acústica estimados son significativamente inferiores a los máximos de referencia dados por estándares aplicables”.
Las jorobadas, explica Acevedo, ya no están en peligro de extinción y afortunadamente ha habido un repoblamiento positivo en la zona en los últimos años. Pero actualmente, los datos de estimación de abundancia del área muestran que no hay un crecimiento, sino que la población está estable. Una de las causas podrían ser las colisiones de ballena a buque. “Si bien no lo hemos documentado directamente, pudiera estar ocurriendo”, dice. “Los modelos sobre ese tópico, con los datos de Francisco Coloane, señalan que con una colisión de una hembra cada dos años, la población en vez de tener una tasa positiva, comienza inmediatamente con una tasa negativa, que se extiende por una buena decena de años”.
A comienzos de mayo de este año, Capella encontró una jorobada varada en una playa cercana al cabo Froward. Era la 109, Flage, una hembra que identificó hace 10 años, cuando era una cría. “Parece que chocó con un barco”, dijo el biólogo. “Pero con los exámenes vamos a saber con precisión cuál fue la causa”.
La amenaza climática
La corriente cálida de El Niño ha creado, en estos últimos dos años, una cruel sinopsis de los cambios que pueden provocar un par de grados más en el agua y sus efectos en nuestros recursos naturales y económicos. Este año, al menos 27 millones de salmones murieron asfixiados. Y luego, como nunca antes, las playas de Chiloé se bañaron de criaturas muertas: machas, sardinas, calamares. El 5 de mayo, el director de Sernapesca, José Miguel Burgos, aseguró que la crisis fue causada por la marea roja, presente en Chiloé desde enero. Al día siguiente, el colegio de biólogos marinos publicó una carta estableciendo que el problema fue causado por un fenómeno de El Niño agudizado y por el calentamiento global. Ambos habrían promovido el bloom de floración de algas nocivas (FAN), que afectó a los peces en cultivo y luego a la actividad de pesca artesanal. Y el problema, llegó para quedarse, especificaron.
En 2015, 337 ballenas sei vararon en la región del Golfo de Penas, registrando el varamiento de ballenas más grande en la historia moderna. Y este verano, las investigadoras Vreni Häussermann y Carolina Simon Gutstein reportaron 20 nuevos casos. Aunque aun no hay resultados de la investigación, la hipótesis más probable, nuevamente, es la marea roja.
Si bien hoy la caza de ballenas no es una amenaza, el calentamiento global y ciertos comportamientos humanos lo son. Las jorobadas vuelven cada año a Carlos III, aparentemente por la abundancia de sardina y de kril, un crustáceo rosado de 3 a 5 centímetros, parecido a un camarón, que se alimenta de fitoplancton, organismos acuáticos que realizan fotosíntesis. “Una de las consecuencias del cambio climático es que va a haber cambio de corrientes y de las zonas de productividad y de afloramiento”, explica Capella. “Y eso afecta la producción del mar y uno de los consumidores primarios del plancton y fitoplancton es el kril”.
Otra de las consecuencias es la acidificación del océano, fenómeno producido por un aumento de dióxido de carbono en el mar, que baja el pH del agua, aumentando su acidez e impidiendo que muchos invertebrados con estructuras de calcio, como el kril, se desarrollen.
Ambos fenómenos se volverán más relevantes en un escenario donde la extracción de este recurso se intensifica. Actualmente, cerca de medio millón del kril es cosechado de la Antártica por países como Noruega, China, Corea y Chile para usarlo como carnada, procesarlo en pellets que se usan en acuicultura o para usarlo como medicina por su alto contenido de omega 3. Pero el año pasado, China anunció su intensión de aumentar su cosecha a dos millones de toneladas al año.
Paralelamente, el calentamiento del océano y del aire podrían modificar la ruta migratoria de las jorobadas, como lo hizo El Niño este año, extirpándole a esas zonas un importante atractivo turístico. Según el Estado de Avistamiento de Cetáceos en América Latina, el 2006 la actividad reportó más US$278,1 millones de dólares para la región (US$2,4 millones en Chile). En Hawaii, por ejemplo, el calentamiento del agua atrasó la llegada de las jorobadas del hemisferio norte que van a reproducirse allí. Y la población que siempre llega a Costa Rica y Panamá, luego de reproducirse en México y Guatemala, este año se quedó en México en aguas más frías.
“No llegaron”, dijo Héctor Guzmán, biólogo marino líder del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales en Panamá que trabaja con Capella en múltiples investigaciones. “Llegó solo un grupito, cuando en general llegan muchas”.
Establecer una ruta para protegerla
Al llegar al campamento el jueves 9 de marzo, Héctor Guzmán esperaba entusiasmado. Durante el día había intentado monitorear las ballenas que habían marcado con transmisores satelitales que reportarían sus movimientos al detalle y en vivo hasta su laboratorio en el Panamá. Por años, Capella y Guzmán han intentado trazar la ruta migratoria de las jorobadas para aumentar su protección, pero con el tiempo los transmisores se caen de las ballenas.
“¿Cuántas nuevas viste, Juan?”, pregunta.
“Parece que dos”, responde Juan.
“¡Dos nuevas al catálogo, muy bien, felicitaciones! ¿Viste la que marcamos? ¿Ya se le cayó?”, vuelve a preguntar.
“Le tomé fotos, ahí la podemos chequear”, contesta Capella.
Usando transmisores satelitales para determinar movimientos, Guzmán logró reducir la probabilidad de colisión entre barcos y ballenas en el Canal de Panamá —donde transitan 17 mil buques al año y donde se registraron 13 ballenas muertas en dos años y medio por choques— en un 95 por ciento. Con los resultados de un estudio realizado en 2010, que mostraba que tanto las ballenas como los barcos circulaban desordenadamente por el Canal, Guzmán le solicitó a la Organización Marítima Internacional (OMI) implementar dispositivos de separación del tráfico para los buques comerciales que entran y salen del Canal de Panamá, lo que fue aprobado en 2014, disminuyendo el área de interacción en un 93 por ciento.
Guzmán está intentando lograr lo mismo en Ecuador, Perú y Chile. “Estamos trabajando desde Panamá hasta Chile y Juan es el autor principal entre colegas de toda la región. Él tiene décadas de andar por estos lados, ese es el valor de los estudios que hace, que ha invertido toda una vida aquí”, explica.
En Chile, dice Guzmán, los puertos no han tomado en cuenta la presencia de ballenas en sus rutas, pero con estudios como éste, podrían considerarlo. “Chile tiene dispositivos de acceso a cada uno de sus puertos, excepto en los puertos nuevos, pero no tiene avenidas entre puerto y puerto, y esa es una de las áreas más importantes a considerar”, explica.
Con la información obtenida con los transmisores satelitales en el Estrecho de Magallanes, Capella y Guzmán podrían negociar una avenida de navegación para los buque mercantes y mayores resguardos por parte de los barcos de la Mina Riesco.
“La intensión no es detener el desarrollo de ningún país”, dice Guzmán. “Pero la idea es que hagan las cosas bien. Por ejemplo: si tu sabes que la época alta de ballenas aquí son tres meses al año, a lo mejor tu puedes conversar con los dueños de la mina para que se disminuya el tránsito de embarcaciones o que se reduzca la velocidad en ese período’”.
Este año, los científicos instalaron transmisores en 18 animales y esperan que algunos permanezcan en ellas lo suficiente para mostrar toda la ruta desde Chile hasta el Trópico, que en gran parte es desconocida. Se sabe que las madres vuelven a la costa con sus crías pegadas, porque muchas veces se quedan enredadas en las redes de los pescadores. Y se sabe que se aparean en el trópico, pero hasta ahora, nadie las ha visto aparearse ni nacer. Incluso los corredores de conservación están hechos bajo suposiciones. “Pero hay información preliminar que dice que algunos animales escogen una ruta por fuera de las aguas protegidas de nuestros países, por aguas internacionales, y perfectamente las podrían cazar”, dice Capella.
Lo mismo ocurre con las zona de conservación establecida por el Parque Francisco Coloane, que según Capella debieran ser dinámicas porque en los último años ha visto que las ballenas han expandido su rango de hogar, saliendo de los límites del parque marino.
“En realidad sabemos muy poco en Sudamérica, por el lado del Pacífico”, agrega Héctor. “Todo lo que se sabe viene del norte”.
Un pisco sour con el hielo que recogimos en el Glaciar Santa Inés interrumpe la conversación. La emociones del día hacen que los diez extraños nos sintamos como en familia. Nos sentamos a la mesa a comer reineta con puré, escuchando a Los Jaivas, y hablamos de por qué creen que las ballenas causan tanta fascinación.
“Por su inmensidad. Hombre, lo de hoy fue un espectáculo inmenso”, contesta Assumpta. “Es un animal tan grande, en cambio tiene un movimiento súper delicado”, agrega Jordi, su esposo. “Y además, es difícil de ver”. “Difícil de ver como hoy”, corrige Assumpta. “Nosotros habíamos visto ballenas pero nada que ver con lo de hoy. Lo de hoy ha sido emocionante. Había un momento que no sabías donde mirar porque era como un baile de ballenas, ¿no? Veías aquí tres, allá cuatro, aquí dos. ¿No?”, pregunta mirando a Robin Weiss, que vive en San Francisco, California, y no habla español. Entre todos le traducimos la pregunta y Weiss contesta exactamente lo mismo pero en inglés: porque son enormes pero a la vez delicadas.
“Y yo creo que saber que por ignorantes estuvimos tan cerca de extinguirlas y entender que todavía las podemos ver porque cambiamos nuestra manera de hacer las cosas, porque nos dimos cuenta de lo preciosas que son, es esperanzador”, culmina Stephane Dion, de Canadá.