El 5 de agosto de 1966 también fue viernes. Cincuenta años han pasado desde ese día histórico en el que salió a la venta una de las joyas más monumentales en la historia de la música. El álbum Revolver de los Beatles. Mucho se ha hablado de la importancia radical de esos 35 minutos de diversidad sónica. No tanto de la larga cadena de desarrollos científicos y técnicos que la hicieron posible, cambiando no sólo la forma en que la música se grababa, se producía, se editaba y se mezclaba sino también la forma en que se componía y se vivía. Revolver llevó lo más experimental, extraño y vanguardista a los oídos de todos, transformándolo en parte natural y familiar de nuestro paisaje. Lo nuevo transmutaba en clásico, de la mano de la belleza, la elegancia y la alegría más sublimes.
El cigarrillo de Pfleumer
No podemos decir a ciencia cierta cuándo comienza el recorrido que desemboca en Revolver, pero tomemos algún punto arbitrario del entramado. Por ejemplo, el de la mañana en que Fritz Pfleumer tomaba café en la terraza de un pequeño boliche parisino. El ingeniero austriaco miraba con orgullo la boquilla del cigarrillo que fumaba. Las bandas doradas que la adornaban eran tecnología creada por él. No era sencillo mantener partículas de metal adheridas a un papel tibio, húmedo y sujeto a constantes arremetidas labiales. Pero allí estaban ahora, adheridas con la fuerza de una nueva técnica de plastificado que las retenía firmemente. Más aún, había sido capaz de utilizar esas mismas partículas con otros fines; el de automatizar el protocolo de inspección que aseguraba que todos los cigarrillos estuvieran dispuestos en la misma dirección. Utilizaba un dispositivo electrónico que era capaz de detectar la orientación de éstos incluso con la cajetilla cerrada. Pfleumer sonrió, dejando caer su espalda en el respaldo de la silla.
En 1927, Fritz Pfleumer concibe la cinta magnética, un punto de quiebre para la tecnología de grabación, que con el tiempo impulsó el desarrollo de cintas capaces de grabar y reproducir sonidos con muy alta calidad, en un soporte barato y transportable.
En ese instante, mientras recordaba la extraordinaria interpretación del concierto para corno de Saint-Saëns que había escuchado la noche anterior en la Ópera de París, se le ocurrió la idea. Usar el mismo sistema que utilizaba en las bandas doradas de los cigarrillos para crear largas cintas de plástico con pequeñas partículas de material magnético. Brújulas microscópicas que se imantaran con un cabezal electrónico y luego pudiesen leerse con otro. Después de todo, algo había que hacer para mejorar la fidelidad con que los discos de la época denigraban la música.Esa tarde parisina de 1927, Fritz Pfleumer concibe la cinta magnética, la misma que el año siguiente patentaría. Un punto de quiebre para la tecnología de grabación, que con el tiempo impulsó el desarrollo de cintas capaces de grabar y reproducir sonidos con muy alta calidad, en un soporte barato y transportable.
La cinta magnética permitía grabar muchas veces, además de cortar y pegar, instalando en la música las técnicas de edición y montaje, que hasta entonces eran monopolio del cine. El estudio se convertía en instrumento. La magia comenzaba a ocurrir allí, postergando a la sala de concierto a un segundo plano. Compositores clásicos de vanguardia no se demoraron en experimentar con las técnicas que estas tecnologías les permitían. Tuvo que pasar más algún tiempo para que una banda de música popular diera el gran salto, dejara las presentaciones en vivo, y entrara al estudio para dar un giro al devenir de la música. Los Beatles entraron al estudio de grabación en 1966 para nunca más salir. Ese fue el año en que dieron su último concierto. Los muchachos de Liverpool estaban ahora para cosas grandes. Cosas que sólo podían ocurrir en la intimidad de los estudios londinenses de Abbey Road. En abril comenzaron el proyecto con la grabación de “Tomorrow never knows”, última canción del álbum, una fiesta sonora en donde el estudio tenía el papel más protagónico del disco y de todo lo que se hubiese grabado en música popular hasta entonces.
Leslie y las montañas de TÍbet
El tratamiento del estudio como instrumento permitía dos cosas casi opuestas: primero, simular sonidos naturales que antes no era posible conseguir en espacios limitados; segundo, generar sonidos nuevos, ajenos a la experiencia cotidiana de nuestros oídos. Uno de los primeros y más exitosos inventos en la primera categoría fue un órgano eléctrico creado por Laurens Hammond en 1934. El desafío era contar con órganos más ligeros y baratos que lograran un sonido similar a los grandes de tubos que existían en algunas iglesias o teatros. El ya legendario modelo Hammond fue el primero en tener éxito.
Sin embargo para otro ingeniero estadounidense llamado Donald Leslie, había algo más que hacer. Percibía que si bien el sonido resultaba satisfactorio en espacios grandes con mucha reverberación, en salones pequeños resultaba plano y aburrido. Inventó lo que hoy conocemos como “altoparlante Leslie”, un par de altavoces que giran montados sobre un motor. El movimiento de rotación provoca dos efectos. Primero, una modulación en la intensidad del sonido, ya que esta será mayor en el instante que apunta en la dirección del auditor. Pero más importante, una modulación en la frecuencia, producto del llamado efecto Doppler. Al igual como un automóvil cuyo rugido nos parece más agudo cuando viene hacia nosotros que cuando se aleja, el Leslie produce una vibración en el tono del sonido. Hammond lo incorporó en los años 40, y el efecto final es un sonido ya clásico, que podemos escuchar en su esplendor, por ejemplo, en el estándar de Procol Harum “A whiter shade of pale”.
Durante la primera sesión de grabación de Revolver, John Lennon le dijo a su productor George Martin que quería que su voz sonara como el Dalái lama cantando en la cima de una montaña a 25 millas. El joven ingeniero de sonido, Geoff Emerick, encontró una solución: hacer pasar su voz a través de un altoparlante Leslie. En el mismo espíritu de su creador, buscó la grandilocuencia sonora de los ecos entre montañas tibetanas en el viejo parlante rotatorio de Donald Leslie. Algo que nunca se había hecho antes y que pueden escucharlo con claridad en la segunda mitad de “Tomorrow never knows”.
Inversión temporal
Pero, como decíamos más arriba, un segundo uso del estudio era generar sonidos inverosímiles. Los Beatles, de hecho, manifestaron a Emerick su interés que en el álbum ningún instrumento sonara como lo que realmente era. Las grabaciones eran fiestas de creatividad y de ruptura con lo convencional. Desde una simple disposición excéntrica de los micrófonos hasta las innovaciones tecnológicas más refinadas dieron con el objetivo. En una ocasión, por ejemplo, un operador puso las cintas de una grabación de guitarra al revés. Los Beatles quedaron fascinados con el sonido, por lo que George Harrison tuvo que tocar varios solos de guitarra invirtiendo la sucesión de notas, para luego grabarla en reversa en la mezcla. Esa guitarra invertida se puede escuchar con claridad en “I’m only sleeping” y es sin duda la primera vez que se escucha algo así en un disco de música popular.
En Revolver se escuchan muchas cintas que se reproducen modificando velocidades o invertidas. McCartney creó una buena cantidad de loops usando estas técnicas, muchos de los cuales podemos escuchar en “Tomorrow never knows”. Pero ¿por qué resulta tan extraño un sonido tocado al revés? Por lo mismo que hemos contado aquí en otras ocasiones: la entropía.
John Lennon le dijo a su productor George Martin que quería que su voz sonara como el Dalái lama cantando en la cima de una montaña a 25 millas. El ingeniero Geoff Emerick encontró una solución: hacer pasar su voz a través de un altoparlante Leslie.
Un sonido natural se produce normalmente introduciendo una buena cantidad de energía en poco tiempo: pulsando una cuerda, golpeando un tambor o soplando. Las vibraciones resultantes comienzan a entregar parte de su energía al aire, que la transporta en forma de sonido hasta nuestros oídos. Pero poco a poco, la energía se transfiere a otras formas no audibles, especialmente al calor. El sonido se apaga lentamente. Esta transferencia de energía a una gran cantidad de modos es comandada por la segunda ley de la termodinámica y da origen a que los sonidos de la mayoría de los instrumentos comiencen repentinos e intensos, y luego de sostenerse un tiempo, decaigan suavemente hasta el silencio.
El sonido inverso, por lo tanto, es un extraño fenómeno: aumenta lentamente y luego de un lapso se apaga repentino. El oído sabe que difícilmente ese sonido pudo provenir de una acción sencilla de la naturaleza. Hacía falta una larga historia de avances científicos, de electricidad, magnetismo y de la inventiva de Fritz Pfleumer para producirlo.
Duplicación automática
En ocasiones el hastío es un poderosos motor de buenas ideas. Un ejemplo exitoso de esto lo encontramos en la grabación de Revolver, en particular en el combate en contra de la rutinaria y desgastadora práctica del double tracking, muy utilizada en las pistas vocales. La técnica consiste en que el cantante graba dos veces la misma pieza, tratando de frasear imitando lo más exactamente posible la primera. La mezcla de estas dos pistas, cuando esta hecha con precisión, produce un sonido en que más que escuchar dos voces al unísono, se escucha una sola, pero con una textura más gruesa, suave y con más cuerpo. Escuche, por ejemplo, a McCartney y su double track en “Here there and everywhere”. En este caso, además, la versión estéreo ofrece cada pista en un único parlante. Usualmente había que repetir muchas veces hasta conseguir la perfección deseada. John Lennon se quejaba continuamente y preguntaba al equipo de ingenieros si no habría alguna solución técnica que permita acabar con estas tediosas sesiones.
Luego de una extensa jornada de trabajo en los estudios de Abbey Road , Ken Townsend, ingeniero de grabación para Revolver, conducía a casa. Eran las 4 de la madrugada, cuando en la fría noche londinense encontró la respuesta. Al día siguiente creó lo que hoy se conoce como el artificial double tracking, un sistema en el cual la voz es automáticamente doblada usando cintas magnéticas, para luego mezclarlas con un imperceptible retraso de algunas centésimas de segundo. El efecto resultante era increíblemente similar al que se obtenía con el método original, pero mucho más rápido y seguro. Lennon adoptó rápidamente la nueva tecnología, y la usó casi sin excepción de allí en adelante.
Hablar de Revolver es más que hablar de los Beatles o de música. Es hablar de cómo grandes obras humanas nacen en el desenfreno, la libertad y la experimentación cuando esta ocurre sobre hombros de antiguos gigantes. Porque no podemos olvidar esos cafecitos en París con sus cigarrillos vieneses, o los parlantes rotantes concebidos en California. Tampoco de la orientación de pequeñas partículas ferromagnéticas depositadas en cintas plásticas, o de la música india o de las noches londinense o el Dalái lama. Menos de las implicancias de la inversión del tiempo, de la sincronía de voces y de las características de efecto Doppler.
Pero quizás, mucho más que eso, hablar de Revolver sea hablar de infancias alegres, de submarinos amarillos, de eternos amores y desamores, de erotismo, de vida y de muerte. De un lugar tan común como intenso y acogedor para tantos de nosotros. O simplemente de “jugar al juego de la existencia/ hasta el final /del comienzo”.