Pasé por allí a fines de diciembre en el buque de la Armada Marinero Fuentealba, con el encargo de escribir una crónica para la Biblioteca Nacional sobre el centenario de la hazaña del teniente de la Armada Luis Pardo. Los escasos metros de costa por los que me permitió transitar el descenso de la marea me bastaron para tomar plena conciencia del carácter hostil de la isla Elefante.
Una bulliciosa colonia de pingüinos ocupa hoy el lugar, también conocido como Punta Wild, que sirvió de escenario para el rescate de los 22 náufragos del bergantín británico Endurance, en el invierno de 1916. Allí, entre nidos y excremento de ave, se levanta fantasmagóricamente un busto de bronce con una leyenda apenas legible, que recuerda la visita de la escampavía Yelcho, comandada por Pardo, a estos inhóspitos territorios. Una historia en su momento celebrada, pero que hoy, dadas las condiciones climáticas, está en riesgo de ser olvidada.
Cien años después, es necesario recordarla.
La aventura truncada
La historia comienza en 1914, cuando Sir Ernest Shackleton, una celebridad en el Reino Unido producto de sus largas expediciones, zarpó de Plymouth, ciudad del sudeste de Inglaterra, con la intención de cruzar la Antártida, pasando por el Polo Sur. Esta, aseguraba el explorador, sería una Expedición Imperial Transantártica.
Pero el bergantín Endurance ni siquiera logró tocar tierra firme. Su hermoso casco de roble ensamblado en astilleros noruegos fue aprisionado por la banquisa de hielo del mar de Weddell (como se llama una porción del océano antártico) que lo aplastó pocos meses después. Privados de su buque, los británicos se las ingeniaron para llegar a isla Elefante a bordo de los tres botes salvavidas con que contaban, navegando durante cinco días entre los hielos, con temperaturas que promediaban los 30 grados bajo cero.
Shackleton optó por dejar el grueso de su tripulación en la isla y hacerse a la mar junto a cinco hombres en un bote reacondicionado por el carpintero de la expedición, bautizado como James Caird en honor a uno de sus financistas. Arribaron a las costas de Georgia del Sur después de catorce días de lucha contra vientos y olas descomunales. Al alcanzar la ballenera de bahía Stromness se encontraron con dos niños de entre diez y doce años, que al verlos huyeron despavoridos.
Rescate en la cáscara
Cuando Luis Pardo y Shackleton se conocieron, tres buques habían fracasado en el intento de llegar a isla Elefante. Para colmo de males, agosto traía las peores condiciones de navegación imaginables: vientos huracanados sin dirección fija, nevazones tan densas que pueden limitar la visibilidad a un metro de distancia, temporales continuos, bancos de niebla, y un mar tan frío que puede matar a una persona en pocos minutos.
Shackleton, consciente de ello, tenía mejor opinión de Luis Pardo que de su barco. Según contaría más adelante Clodomiro Agüero, marinero cocinero de la escampavía, el explorador suspiró al saber que viajarían en la Yelcho. “¿Iremos en esta cáscara?”, le habría preguntado a Pardo. “Nos vamos en esta cáscara a la isla Elefante”, contestó este.
Sobraban razones para desilusionarse. La escampavía Yelcho era un barco de bajo tonelaje sin luz eléctrica ni aparatos de radiotelegrafía. Su borda era demasiado baja para lidiar con las olas de entre seis y ocho metros que campean en el paso Drake. Su casco de acero, delgado y sin doble fondo, la hacía vulnerable al impacto con los hielos. Y un detalle que agravaba el panorama es que carecía de un sistema de calefacción. Se sumaba a todos estos factores el hecho de que en 1916 los mares del Sur no habían sido cartografiados, por tanto, el peligro de chocar con un bajo o encallar era constante. No sabían a lo que iban. Zarparon de Punta Arenas la medianoche del 25 de agosto.
Al entrar en el paso Drake las dificultades reales de la travesía no tardaron en manifestarse. Los primeros témpanos se asomaban apenas a 70 millas del cabo de Hornos, lo que era menos de la mitad de la distancia a que esperaban verlos. Un fuerte viento había soplado el 27 de agosto, fragmentando la banquisa que rodeaba isla Elefante. Esto despejaba el camino hacia los náufragos,pero lo sembraba de trampas mortales.
Shackleton tenía mejor opinión de Luis Pardo que de su barco. Según contaría más adelante Clodomiro Agüero, marinero cocinero de la escampavía, el explorador suspiró al saber que viajarían en la Yelcho. “¿Iremos en esta cáscara?”, le habría preguntado a Pardo. “Nos vamos en esta cáscara a la Isla Elefante”, contestó este.
La detección visual de los icebergs se complicó seriamente por las pocas horas de luz que concede el invierno polar. Muy pronto se vieron navegando en medio de un laberinto de hielos gigantescos. Fue entonces cuando salió a relucir todo el talento marinero del piloto Pardo. Dio la orden de disminuir la velocidad a 3 nudos. Se acercaba a los hielos y los empujaba con la proa, o bien enfilaba a través de los canales que se formaban momentáneamente.
Súbitamente fueron devorados por un banco de niebla y su visibilidad quedó reducida a unos pocos metros. Pardo usaba entonces todos los sentidos, guiándose incluso por los ruidos que escuchaba en las proximidades. Atento a los cambios de la dirección de los hielos y a los claros que ocasionalmente se producían en la niebla, aceleraba o frenaba la escampavía, hasta que la madrugada del 30 de agosto la neblina dejó abierto un horizonte de una milla. Entonces dio la orden de avanzar a toda máquina, a pesar del peligro que esto representaba, debido a la imperiosa necesidad de llegar a la isla Elefante durante las pocas horas de luz de que disponían.
Divisaron el campamento de Punta Wild cerca del mediodía; los náufragos, con las provisiones agotadas y tras un año y medio de padecimientos inenarrables, apenas podían dar crédito a lo que veían.
Un héroe humilde
Tanto Shackleton como Pardo eran masones, y tal vez eso pesó en la decisión de este último de involucrarse en la misión. Sin embargo, es curioso que el azar haya reunido en esta epopeya a dos personas tan diferentes.
Una vez en casa, Shackleton reclamó para sí todos los honores por el rescate y no dudó en adjudicarse, incluso, sin pudor, la dirección del buque chileno. “Di vuelta a la Yelcho, dice en su libro Sur, y en menos de media hora llegué a la playa con Crean y algunos de los marinos chilenos”. Pardo, por su parte, atribuyó desde el primer momento el éxito de su misión al equipo que lo acompañaba. En el parte oficial dirigido a sus superiores no olvida elogiar ni siquiera al encargado de contabilidad de su buque.
Mientras Shackleton vivía del recuento que hacía de sus aventuras en multitudinarias conferencias, Luis Pardo declinaba tomar la palabra en público, y rechazó la recompensa de 25 mil libras esterlinas que le ofreció la Corona británica, con el argumento de que sólo había cumplido órdenes. El general Ramón Cañas Montalva recordaría más tarde que al encontrarse con él, a su regreso de isla Elefante, este se mostraba “temeroso de merecer los agasajos justicieros con que la población de Punta Arenas lo recibiera triunfalmente”.
Quizás todo lo anterior explique en parte su paulatina desaparición de la esfera pública, a pesar del revuelo mundial que provocó su hazaña. El destino de los barcos protagonistas fue también disímil. El bote James Caird puede verse hoy en el Museo Marítimo Nacional de Londres, pagando una entrada de 12 libras. La escampavía Yelcho fue enviada al desguazadero y vendida como chatarra en 1962, sin que la protesta de la familia de Luis Pardo sirviera de mucho. Sólo se conserva un fragmento de su proa, salvada gracias a los esfuerzos de la Hermandad de la Costa, institución que agrupa a marinos mercantes y entusiastas de la navegación.
El juicio del tiempo
La épica muerte de Robert Falcon Scott, perdido en la ventisca poco después de alcanzar el Polo Sur, le dio un aura heroica que eclipsaría la popularidad de Shackleton por un puñado de años. Eran, por supuesto, tiempos de guerras mundiales, en los que Europa necesitaba mártires. La revancha de Shackleton vendría con el advenimiento de una generación que no supiera del silbido de las balas. Cuando eso ocurrió, el mundo buscaba otra clase de inspiración. Y así, sus condiciones de director de proyectos y administrador de crisis lo trajeron de regreso cada vez con más fuerza.
Habiendo sido parte de la misma gesta, Pardo sería arrastrado por la corriente que alejó a Shackleton de la atención pública en la primera mitad del siglo XX. Cuando le correspondía regresar, entrados los años sesenta, era una figura obsoleta de cara a la agenda política de nuestro país, por lo que permaneció en el limbo y desde entonces espera su momento. Esporádicos homenajes lo ensalzan con las virtudes que se van poniendo de moda. Antes se le investía de una gran valentía y fervor patriótico. Más recientemente, se le adorna con las competencias de un buen gerente institucional: es una persona de gran “emprendimiento”, un ejemplo de “liderazgo”, etc. Algún que otro entusiasta se ha atrevido a adjudicarle, sorprendentemente, una eventual aversión al relativismo moral. Pero se trata en general de discursos vacíos en rituales sin contenido, porque nadie vio algo de valor en la escampavía otrora conducida por el piloto Pardo y su tripulación para arrebatarle 22 almas a los hielos gigantes, y todos permitieron que fuera tratada como chatarra.
Luis Pardo, que el 20 de septiembre recién pasado cumpliría 134 años, recibiría un permiso de la Armada para jubilar anticipadamente en 1919, debido a una afección broncopulmonar contraída al exponerse al invierno austral durante su famosa misión.
Y es imposible imaginar un homenaje más adecuado a su historia que el de este busto de bronce en una isla perdida de la Antártida, para asombro de focas y pingüinos, como una metáfora de la importancia relativa de las acciones humanas. Saber que ahora mismo su imagen mira el horizonte en Punta Wild me da una tranquilidad rara y profunda, y hasta creo ver, a veces casi como en sueños, a la escampavía Yelcho asomándose a través de la niebla frente a las costas salvajes de isla Elefante que ahora me preparo para abandonar.