La riqueza inabarcable de la actividad humana nos ha empujado desde tiempos inmemoriales a practicarle acentuadas divisiones. Desde la célebre dualidad cuerpo/mente, enarbolada enérgicamente por René Descartes, hasta los numerosos herederos de ese escandaloso divorcio primigenio, encontramos hoy una gran diversidad de grietas en nuestro paisaje cultural: científico versus humanista, tecnócrata versus populista, emocional versus racional, o incluso Beatles versus Rolling Stones. Si bien en algunas circunstancias clasificar puede ser útil, cuando estas prácticas llegan al sistema educativo o son utilizadas con seguridad cartesiana en la elaboración de políticas públicas el resultado puede ser nefasto. Después de todo, el poner a las ciencias en conflicto con las humanidades, la razón en oposición a la pasión, o la reflexión enfrentada con la acción, representa la victoria de la única actividad humana que está definitivamente en las antípodas de todo aquello que dignifica y enaltece a nuestra especie. Una que, si bien es necesaria, adoran las dictaduras, los poderosos sin talento, los cagatintas y los oscurantistas; que se practica sin reflexionar, siguiendo reglas preconcebidas, en un estado de embrutecimiento adormecido.
Es la victoria de la burocracia.
La engañosa ventaja de ser tuerto
Imagine, lector, que se le presenta la siguiente propuesta: sacrificar la visión de uno de sus ojos bajo la promesa de una segura mejora en el potencial del otro. Perderá un poco de campo visual, es cierto, pero suponga por un momento que estuviera garantizado que el ojo restante se adapte —para compensar la ausencia de su par— dándole la posibilidad de ver con mayor nitidez, tanto más lejos como más cerca.
No sabemos lo que haría usted, pero nosotros no aceptaríamos la oferta. La vista es mucho más que la suma de la visión de los dos ojos. Cuando utilizamos ambos surge la tercera dimensión y con ella un sinfín de matices, sombras y perspectivas.
Estamos casi seguros de que usted tampoco optaría por ser tuerto. Comprendería que mucho más importante que mejorar la agudeza individual de un ojo es el prodigio estereoscópico que ambos proporcionan. Si conocemos a alguien que perdió un ojo y por ese motivo desarrolló una potencialidad extraordinaria en el restante, nos maravillaremos admirados, pero no anhelaremos estar en su situación.
Sin embargo, cuando se trata de contemplar el mundo con los ojos de las ciencias y las humanidades, la mayoría de la sociedad parece abrazar con entusiasmo la opción de ser tuerto. En lugar de integrar lo que ven ambos ojos y configurar la imagen binocular a la que llamamos cultura, una dolorosa mayoría se inclina por colocar un parche que cubra uno de sus ojos para escudarse de inmediato tras un “no sé nada de ciencias, soy de letras” o viceversa. La presunta necesidad de especializarse sirve de excusa para entregarse a un ejercicio de pereza intelectual de lamentables consecuencias.
El universo de la mente
Sea lo que sea que produce nuestro universo mental, no encontraremos allí fronteras claras entre las ciencias y las humanidades. La apabullante sensación de ser y estar es probablemente la más extraordinaria de las propiedades del cosmos. Una vivencia única de la que poco sabemos y que genera una curiosidad que es madre de un torrente de preguntas que no distingue disciplinas: ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué amamos con locura? ¿Por qué es oscura la noche? La belleza, el vértigo existencial, el sentido de la vida, el vacío, la crueldad y el dolor... todo es fuente de preguntas, y el placer de intentar responderlas juntos es la razón de ser del arte, la ciencia o la filosofía.
El misterio nos seduce y sirve de anzuelo para el aprendizaje y el goce. ¿Cómo es que nuestro sistema educativo y nuestra sociedad pretenden, entonces, faenar el secreto motor de nuestra especie, la curiosidad, y parcelar nuestros impulsos más íntimos? Entendemos las razones prácticas que subyacen a la división en disciplinas. Se trata de acomodar un parche que vele parte de la cultura para potenciar una parcela específica: la especialización. Aprender un oficio de modo de transformarnos en un engranaje más de esa gran máquina burocrática que es nuestra sociedad. Pero profesionalizar no es, ni debe ser, lo mismo que castrar. Nosotros podemos ser científicos especializados, pero eso no debería despojarnos del derecho a celebrar el misterio de estar vivos leyendo poesía y filosofía, escuchando música, viendo cine, teatro o pintura, explorando las latitudes de nuestro cuerpo. El misterio que espolea todas estas actividades es finalmente el mismo. Debe afrontarse con la totalidad de la visión. Nuestra vida no es nuestro oficio. Y una sociedad que olvida eso es una sociedad de zombis que se entrega mansamente al woodyallenesco mandato de “Cómo acabar de una vez por todas con la cultura”.
El utilitarismo termina horadando incluso lo que los reyes de la eficiencia se aprestan a maximizar: nuestra productividad.
Tuertos de todo pelaje
Las ciencias naturales y la matemática poseen una historia plagada de tuertos de nacimiento. Gente como Paul Dirac, quien confesaba abiertamente su imposibilidad de apreciar la poesía; que simplemente eran así, sin elegirlo. Y nos admira lo lejos que llegaron como científicos. Pero ellos no eligieron ser tuertos. Lo fueron. Por otra parte, si ahondamos en la obra de Dirac, no podemos sino sentir la poesía que allí se respira. Quizás vivió de espaldas a la poesía escrita con palabras, pero gestó un jardín poético elaborado en el lenguaje de las matemáticas. En ese idioma, empujado por la estética, creaba abstracciones que como por arte de magia terminaban representando la realidad. Nada menos que la ecuación del electrón nació como fruto de ese ejercicio. El mismo Raúl Zurita nos muestra en una entrevista reciente cómo el límite es brumoso: “El lenguaje en estado puro son las matemáticas y los poetas puros son matemáticos mediocres”. Quizás los poetas puros puedan ser físicos extraordinarios después de todo.
El misterio nos seduce y sirve de anzuelo para el aprendizaje y el goce. ¿Cómo es que nuestro sistema educativo y nuestra sociedad pretenden, entonces, faenar el secreto motor de nuestra especie, la curiosidad, y parcelar nuestros impulsos más íntimos?
Pero hay otros tuertos menos geniales. Esos tuertos por opción que abundan tanto en las calles como en los laboratorios. Científicos faltos de hondura que pasan una vida enredados en tareas rutinarias sin dedicar un instante a las grandes preguntas que impulsaron su vocación. O, lo que es peor, quienes realizan su trabajo bajo la presunción de la asepsia, como si la bomba que contribuyeron a elaborar o el instrumento represivo que han ayudado a perfeccionar no estuvieran destinados a someter a otros seres humanos. La deshumanización de la ciencia entraña enormes peligros. Y está también el ciudadano de a pie que aplaude irreflexivamente las decisiones técnicas. Aquellos que sin comprender el valor de verdad de los enunciados de la ciencia ni su rango de validez se apresuran a utilizarla para modelar los procesos en una empresa o el complejo entramado de la sociedad en la que vivimos. Los que creerán en las bondades de la economía de mercado o del materialismo dialéctico, alabando su fundamentación científica y ajenos a sus posibles consecuencias desastrosas en la esfera de lo humano, donde conviven las pasiones, las angustias, la necesidad de poder, el totalitarismo, el amor o el deseo.
Por otra parte, piense ahora en aquellos autodenominados hombres de letras, que se horrorizarían si uno manifestara desconocer a Shakespeare, Beethoven o Van Gogh, pero no mirarían con buenos ojos que se les exigiera el conocimiento de Dirac, Watson o Yonath. El ardor con el que han procedido a mutilar uno de sus ojos es tal que encuentran como un signo de prestigio el alardear del máximo desconocimiento posible en asuntos que, dicen, competen a la ciencia. Imaginan a los científicos como operarios que están diseñando o manipulando una máquina. Seguidores de un “método” que los conmina, como burócratas, a seguir reglas preestablecidas en el camino del conocimiento. Las teorías científicas, por el contrario, son obras que nacen en nuestra imaginación en instantes que nada tienen que ver con la rutina: los llamados “momentos eureka”. Idénticos a los que experimentan artistas o filósofos. Como ellos, son creadores apasionados, impulsados por el mismo deseo de verdad y belleza.
La rebeldía de usar ambos ojos
Ser tuertos por opción entraña un gran riesgo. La pérdida de perspectiva, al achatarse nuestra percepción de la realidad, confundiendo el retablo plano que se nos presenta allí donde dirigimos la mirada con la deliciosa textura del universo en el que vivimos.
Ser tuertos por opción entraña un gran riesgo. La pérdida de perspectiva, al achatarse nuestra percepción de la realidad, confundiendo el retablo plano que se nos presenta allí donde dirigimos la mirada con la deliciosa textura del universo en el que vivimos. Creer que todo es la ramplona y grotesca caricatura con la que suplantamos la realidad, aunque en el proceso hayamos triturado la fuente de su belleza. Y una vez que seamos parte del creciente ejército de tuertos, elegiremos democráticamente ser representados por parlamentarios que les tienen miedo a las vacunas, a la nanotecnología o a los organismos genéticamente modificados, o a tecnócratas que deciden sacrificar la filosofía, la música o la poesía en los altares del utilitarismo.
Si nos acompañas, lector, en la rebeldía de quien se esmera en disfrutar de la urdimbre y el colorido que la realidad nos ofrece cuando la contemplamos con los ojos de las ciencias y las humanidades, queremos que sepas que no estamos solos. Nos podemos mirar en el espejo de Poe, Lamarr, Einstein, Sabato o Penrose. Celebrar a humanistas que escriben novelas sobre casos paradigmáticos de la historia de la neuropsicología y a científicos que inventan la antipoesía o tocan el solo de guitarra de “Bohemian Rapsody”.