Por M. Cecilia González // Ilustración: Alfredo Cáceres Noviembre 18, 2016

Lo que descubrió en Francia, a mediados de los 80, lo terminó obsesionando. Pablo Kreimer acababa de graduarse como sociólogo en la Universidad de Buenos Aires y quería estudiar las relaciones entre ciencia y política. En su país nadie había hecho algo parecido —la sociología de la ciencia en Latinoamérica simplemente no existía—, así que tomó un avión rumbo a París para aprender de uno de los pioneros en la materia, el historiador y filósofo de las ciencias Jean-Jacques Salomon, que falleció en 2008. Bajo su alero conoció nombres como Bruno Latour, Steve Woolgar, Karin Knorr Cetina, la generación de sociólogos que se había metido a los laboratorios para ver cómo era que los hombres y mujeres que dedicaban su vida a la ciencia estaban creando conocimiento, tal como en los años 20 Elton Mayo se había instalado en las fábricas de Chicago para entender cómo se daban las relaciones de trabajo en la sociedad industrial.

En seguida supo que él quería dedicarse a lo mismo. La ciencia se volvía un objeto de estudio, un problema de la sociedad moderna.
—Eso me fascinó. Parecía que eran prácticas que no tenían nada de social, que los científicos eran individuos racionales que interactuaban con el mundo físico y natural. Pero ahí descubrí que los laboratorios tienen una organización social, que tienen intereses, conflictos, disputas, necesidades económicas e incluso clase sociales —cuenta el sociólogo, que es uno de los invitados de la IV Conferencia Internacional de Cultura Científica de la Universidad Andrés Bello.

Durante la siguiente década sacó un doctorado, publicó papers. Su interés por mostrar la faceta social de los investigadores llegó a tal punto que escribió el libro El científico también es un ser humano.
Pero cuando volvió a Argentina, en 1994, se dio cuenta de que todo lo que había estudiado no se aplicaba para América Latina. Las condiciones del continente, donde se hace ciencia con pocos recursos y mucha menos valorización social, provocaban que las relaciones fueran distintas. Los últimos 24 años de su vida se ha dedicado a explicar por qué.
—Argentina, Brasil, México, Chile y Colombia, que son los países que desarrollaron sistemas científicos bastante activos desde fines del siglo XIX, tienen elites muy internacionalizadas, donde se encuentran excelentes grupos de investigación que han estudiado e investigan en el extranjero. Pero lo que sigue persistiendo es que hay muy poco uso de ese conocimiento en las propias sociedades. Por ejemplo, en proporción a la cantidad de investigadores, Chile es el país que más papers publica en América Latina. Pero el porcentaje de lo que usa la propia sociedad chilena de lo que generan sus investigadores es muy bajo. Lo mismo vale para México y para Argentina.

LANUEVAEXPLOTACIÓN

CANA. Según Kreimer, esas cuatro letras definen la marca de la ciencia latinoamericana:Ciencia Aplicable No Aplicada. Pese a que los científicos latinoamericanos están participando como nunca antes en los consorcios de investigación internacional más importantes del mundo, como CERN y ALMA, su diagnóstico es que la ciencia que se hace en esos lugares no responde a las necesidades de América Latina.

—¿Estamos haciendo ciencia que no es útil?
—Un conocimiento puede no ser útil hoy, pero sí ser útil dentro de 30 años. No opera de una manera perfectamente planificada. Pero existe lo que yo llamo explotación cognitiva, que es dedicarse a crear conocimientos que no son útiles para América Latina, pero que sí lo son en los países más desarrollados.

—Pero el número de científicos latinoamericanos que participan en investigaciones extranjeras nunca había sido tan alto. Según datos que usted mismo ha expuesto, un 20% de los investigadores del VII Programa Marco de investigación de la Unión Europea eran argentinos, brasileros o mexicanos.
—Las elites científicas de América Latina están muy integradas a nivel internacional, pero de modo subordinado. No negocian de igual a igual con sus colegas de Europa y Estados Unidos. Entre otras cosas, porque ahí los recursos se manejan de un modo mucho más complejo, y porque los proyectos son financiados no sólo por instituciones públicas, sino por empresas. En América Latina el grueso de la investigación sigue siendo financiada por el sector público y las universidades en porcentajes que van del 70% al 90%. En los países desarrollados, el sector público no financia más que el 50%.

—¿La globalización no logró resolver las asimetrías históricas que había en América Latina?
—Tal vez las asimetrías no son iguales que hace cuarenta años, cuando era mucho más difícil conectarse a nivel internacional. Hoy uno está conectado inmediatamente con cualquier colega en cualquier lugar del mundo. Todo esto generó muchas más oportunidades de participación. Pero el núcleo duro de la asimetría no se modificó, porque la ciencia internacional está alineada con las agendas internacionales, y no con cuestiones directamente locales.

"En proporción a la cantidad de investigadores, Chile es el país que más papers publica en América Latina. Pero el porcentaje de lo que usa la propia sociedad chilena de lo que generan sus investigadores es muy bajo"

—¿Por qué los países latinoamericanos no logran participar en las agendas?
—No es que no puedan participar. En los últimos 20 años ha habido algunos intentos. Por ejemplo, en Chile, donde el uso eficiente del agua es un problema central, se ha establecido como prioridad que hay que hacer investigaciones para ofrecer soluciones científico-tecnológicas. Sin embargo, en quién instrumenta esto hay dos problemas. Primero, a los investigadores se les sigue evaluando en función de los artículos que publican. Pero con un artículo científico no se modifica el mundo, se modifica cuando ese conocimiento está incorporado en procesos sociales, industriales y agrícolas. El otro problema es que hay poca participación y discusión de cuáles son los temas en que realmente valdría la pena trabajar.

Kreimer.jpg— ¿Se trata de una nueva forma de fuga de cerebros?
—Exactamente. En los 70, la fuga de cerebros tuvo razones políticas, especialmente en los países del Cono Sur y Brasil. Se daba que,por un lado, a los científicos de América Latina los expulsaban, y por el otro, los países desarrollados los atraían. Hoy no se da ninguna de las dos cosas. Los países tienen mejores condiciones para retener a sus investigadores, porque hay un mecanismo que es relativamente nuevo: armar consorcios internacionales. En esta nueva forma de organización, cualquier científico de elite pasa un tiempo en los laboratorios de los países desarrollados, donde se perfecciona en un tema. Pero esa especialización no es necesariamente la que le interesa a su país de origen cuando vuelve.

— ¿Es necesario que los países orienten de manera más sistemática a sus científicos?
—Fue lo que hizo Brasil en el primer gobierno de Lula. En un momento llegaron a mandar hasta 2.000 investigadores al exterior por año. Funcionó bien hasta que empezó la crisis económica, porque es una política muy costosa para sostener en el tiempo. Los que sí lo están haciendo son los asiáticos. Uno va a laboratorios de Europa y Estados Unidos y encuentra un montón de chinos y coreanos que siguen trabajando para su país de origen.

— ¿Cuál es la solución?
—No tengo una receta mágica, pero me parece que hay un conjunto de cuestiones que se pueden modificar, aunque es difícil y requiere tiempo. La primera es empezar a premiar a aquellos que hagan actividades de transferencia de conocimiento a cuestiones locales y no sólo a los que publiquen papers internacionales. Lo otro es que los países financien la estadía de sus investigadores en el exterior, pero para especializarse en cuestiones que distintos actores sociales hayan definido antes. Que no se vayan a estudiar la cura del cáncer, sino a ver qué problemas de salud hay en América Latina. Lo tercero es estimular el desarrollo de empresas a las que les convenga usar el conocimiento local más que importarlo.

La colaboración ausente

— ¿Falta más colaboración entre los países latinoamericanos?
—En general, sí. Un estudio mostró que Ushuaia es el lugar de Argentina que tiene más colaboraciones internacionales, la mayoría de institutos de Punta Arenas, porque sus problemas son similares. Pero no pasa lo mismo en otros campos. Por ejemplo, podría haber muchísima colaboración entre Argentina y Chile en investigación aplicada a la industria vitivinícola, que es un sector económico muy dinámico. La pregunta es por qué a gran parte de los sectores industriales les sigue conviniendo importar tecnología en vez de generar conocimiento localmente. Durante muchos años se pensó que era culpa de las industrias, que lo que querían eran las ganancias fáciles. Pero también debemos preguntarnos si generamos conocimiento que a estas industrias les sirva.

— ¿Qué factores han obstaculizado la colaboración entre los países latinoamericanos?
—Es un problema de cultura. Para un investigador chileno es más prestigioso colaborar con un alemán o un inglés que con un argentino o un brasilero. También cambia de un campo de investigación a otro. En ciencias sociales ha habido vínculos mucho más fuertes. En temas de salud ha habido algunas iniciativas regionales interesantes, aunque no en términos absolutos. Hay todo un espacio que se podría fortalecer muchísimo. Pero ha habido iniciativas que han fracasado. El Mercosur en su momento fue un proyecto interesante, porque tenía un capítulo de integración científico-tecnológica.

—¿Culturalmente podemos trabajar juntos?
—Puede ser que todavía predomine cierta cultura más de la competencia que de la cooperación, especialmente entre Brasil, Argentina y Chile, pero esto existía también en Europa. Alemania, Francia e Inglaterra fueron competencia por muchos siglos, pero hoy logran cooperar de modo muy activo y muy productivo. No es que nosotros seamos estructuralmente peores.

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